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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (25 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Ulises lo vio, pues no se le pasaba ni una.

—Por desgracia, solo vais tener una noche para estar juntos antes de que ella deba marcharse de nuevo. Aunque, por supuesto, una noche da para que sucedan muchas cosas.

Sonrió. Pero nadie más lo hizo.

—Unos esponsales serán buenos para nuestras familias y para los hombres, o eso creo. —Agamenón pronunció aquellas palabras con lentitud y sin sostenernos la mirada ni un momento.

Aquiles permanecía a la espera de mi respuesta. Estaba dispuesto a negarse si yo así lo deseaba. Sentí el escozor de los celos, pero de forma muy leve. «Solo va a ser una noche», pensé para mis adentros. «Ese matrimonio le hará ganar influencia y posición; además, así podrá sellar la paz con Agamenón. No va a significar nada». Asentí ligeramente, como había hecho Ulises.

—Acepto —respondió Aquiles, ofreciendo la mano—. Me enorgullecerá llamarme yerno tuyo.

Agamenón tomó la mano del hombre más joven. Yo le observé mientras lo hacía. Sus ojos eran fríos, casi glaciales. Más tarde me acordaría de aquel detalle.

Se aclaró la garganta por tercera vez antes de decir:

—Ifigenia es una buena chica.

—Estoy seguro de que así es. Me sentiré honrado de tenerla como esposa.

Agamenón asintió. Eso era una señal de que debíamos marcharnos, y así lo hicimos. Ifigenia. Un nombre de vocalización exigente, evocaba el sonido de los cascos de las cabras sobre las rocas: veloz, encantador, con brío.

La muchacha llegó al cabo de unos días con su escolta, una guardia de micénicos de rostro adusto; eran hombres mayores, los que ya no valían para librar una guerra. Los soldados salieron a mirar cuando el carro de la princesa pasó traqueteando por el camino pedregoso en dirección a nuestro campamento. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que las tropas habían visto a una mujer. Se regalaron los ojos con la curva de su cuello, el atisbo de los tobillos o las manos que alisaban el faldón de su traje de novia. Los ojos castaños le brillaban de entusiasmo: venía a casarse con el mejor de los griegos.

La ceremonia iba a tener lugar en la improvisada ágora, una plataforma cuadrada de tablazón con un altar levantado justo detrás. El carro de guerra dejó atrás la multitud de guerreros y se acercó aún más a la tarima donde la esperaba su padre, flanqueado por Ulises y Diomedes. Calcante también rondaba por las inmediaciones. Aquiles aguardaba junto al estrado en su condición de novio.

Ifigenia bajó con paso grácil y se encaminó a la plataforma de madera. Era muy joven, no tendría ni catorce años. Avanzó con un porte a mitad de camino entre la pose de la sacerdotisa y la avidez de una chiquilla. Rodeó el cuello de su padre con los brazos y enlazó las manos entre los cabellos de este. Le susurró algo a Agamenón, que se echó a reír. No fui capaz de verle la cara, pero las manazas del guerrero sobre los delicados hombros de la muchacha parecían de lo más tenso.

Ulises y Diomedes se adelantaron entre sonrisas y reverencias para recibirla. Ella les contestó con gracia e impaciencia, buscando con la mirada al marido que le habían prometido. Lo encontró con facilidad y no pudo apartar los ojos del dorado pelo de Aquiles. Sonrió, contenta de lo que veía.

Al apreciar la mirada de Ifigenia, Aquiles se adelantó para reunirse con ella, que ahora estaba al borde de la tarima, tan cerca que la tenía al alcance, y le vi tender una mano hacia los dedos huesudos de la muchacha, finos como conchas alisadas por efecto del mar.

En ese instante, la muchacha pareció dar un traspié. Miré a Aquiles: torció el gesto y recuerdo haberle visto moverse para recogerla.

Pero ella no se caía hacia delante, la arrastraban hacia atrás, hacia el altar situado detrás de ella. Nadie había visto moverse a Diomedes, pero le había puesto una manaza sobre el delicado cuello y la sujetaba contra la superficie de piedra del altar. La joven estaba demasiado sorprendida para forcejear, ni siquiera sabía qué sucedía. Su padre sacó del cinto algo que centelleó al sol cuando lo levantó en alto.

El filo del cuchillo cayó sobre la garganta de Ifigenia y la sangre manó a borbotones sobre el altar, cayendo también sobre su vestido. La pobre intentó hablar, pero, asfixiada, no lo consiguió. La muchacha se retorció y se contorsionó, pero el rey argivo siguió sujetándola contra el altar. Al cabo de un buen rato sus forcejeos se debilitaron y pateó con menos fuerza, y por último yació inmóvil.

—La diosa ha sido aplacada —anunció Agamenón con las manos chorreantes de sangre en medio de un silencio sepulcral.

¿Alguien sabía lo que podría suceder a continuación? El olor metálico y salado de la sangre saturó el aire. Los sacrificios humanos eran una abominación desterrada de nuestras tierras desde hacía mucho. Y se trataba de su propia hija. Nos quedamos horrorizados y enfadados, llenos de violencia en nuestros corazones.

Entonces, antes de que fuéramos capaces de movernos, sentimos algo en las mejillas. Nos detuvimos, inseguros, y el fenómeno se produjo de nuevo. «El viento», me dije, «sopla viento otra vez». Dejaron de verse mandíbulas tensas y todos se relajaron. «La diosa ha sido aplacada».

Aquiles parecía petrificado en su posición junto a la tarima. Le tomé del brazo y tiré de él a través del gentío para llevarlo hasta nuestra tienda. La mirada de sus ojos era salvaje y tenía el rostro salpicado con la sangre de Ifigenia. Humedecí una tela e intenté limpiársela, pero él me aferró la mano.

—Pude impedirlo —aseguró con voz ronca; estaba pálido—. Estaba pegado a ella. Pude haberla salvado.

Negué con la cabeza.

—No podías saberlo.

Hundió el rostro entre sus manos y no dijo nada más. Yo le abracé y en voz muy baja susurré todas las palabras de consuelo que fui capaz de encontrar.

Agamenón nos convocó a todos otra vez en el ágora después de que se hubo lavado la sangre de las manos y se hubo cambiado la ropa ensangrentada. Nos explicó que Artemisa estaba contrariada por el derramamiento de sangre que aquel enorme ejército pretendía realizar en tierras troyanas y exigió un pago por anticipado y en especie. El sacrificio de reses no era suficiente. Era necesario inmolar a una virgen, una sacerdotisa, se requería sangre humana por sangre humana. La hija mayor del líder era la mejor ofrenda.

Ifigenia lo había sabido y había estado de acuerdo, aseguró. La mayoría de los hombres había estado lejos y ninguno había tenido la oportunidad de ver la sorpresa y el pánico en los ojos de la muchacha. Por suerte, creyeron la mentira de su general.

Prepararon una pira para Ifigenia con madera de ciprés, el árbol de nuestros dioses más oscuros, y la prendieron esa misma noche. Agamenón dio orden de abrir un centenar de barriles de vino para celebrar que nos íbamos a Troya con la marea de la mañana. Dentro de nuestra tienda, Aquiles, con la cabeza recostada en mi regazo, se sumió en el sueño del agotamiento. Yo le acariciaba la frente, observando el temblor de su rostro soñador. En un rincón yacía su ensangrentada túnica de novio. La rabia me henchía el pecho cada vez que la veía o le miraba a él. Aquella era la primera muerte que había visto en mi vida. Levanté la cabeza de Aquiles de mi regazo y me puse en pie.

En el exterior, los soldados cantaban y gritaban, cada vez más beodos, pues no dejaban de beber. La pira de la playa ardía con fuerza, soltando una humareda que se extendía en alas de la brisa. Pasé junto a hombres de andares inseguros y los fuegos del campamento con paso firme y seguro: sabía muy bien adónde iba.

Había guardias apostados delante de su tienda, pero yacían desplomados en el suelo, semidormidos.

—¿Quién eres tú? —inquirió uno, pero yo pasé junto a él y abrí el faldón de la entrada a la tienda.

Ulises se volvió. Estaba de pie junto a una mesa con el dedo sobre un mapa junto al cual pude ver el plato de su cena a medio acabar.

—Bienvenido, Patroclo. Todo está en orden, le conozco —le dijo al guardia que farfullaba disculpas detrás de mí. El itacense aguardó a que se hubiera ido el centinela—. Se me pasó por la cabeza que tal vez me visitaras.

Solté un bufido de desprecio.

—Da igual lo que pasara, tú dirías que lo habías pensado.

Esbozó una media sonrisa.

—Siéntate si gustas. Estaba terminando de cenar.

—Les dejaste asesinarla —le espeté.

—¿Y qué te hace pensar que yo habría podido detenerles? —preguntó mientras me acercaba una silla a la mesa.

—Lo habrías hecho si se hubiera tratado de tu hija. —Me sentía como si echara chispas por los ojos, y quise calcinarle con la mirada.

—No tengo ninguna hija. —Partió un trozo de pan y lo untó en la salsa hecha con jugo de carne asada.

—Pues tu esposa entonces. ¿Qué habrías hecho de haber sido tu mujer?

El itacense alzó la vista hacia mí.

—¿Qué deseas oírme decir? ¿Que no lo habría hecho en tal caso?

—Sí.

—Pues bien, no, no lo habría hecho. Pero tal vez por eso Agamenón gobierna Micenas y yo solo soy príncipe de Ítaca.

Respondía con demasiada facilidad y su paciencia me sacaba de quicio.

—La muerte de Ifigenia pesa sobre tu cabeza.

Un gesto seco frunció la comisura de sus labios.

—Me concedes demasiado crédito. Soy un simple consejero, Patroclo, no un general.

—Nos mentiste.

—¿Sobre la boda? Por supuesto, no había otra manera de que Clitemnestra dejara venir a la muchacha.

«Se refiere a la madre, que está en Argos». Se me ocurrieron un montón de preguntas, pero conocía bien esa treta suya de desviar la atención. No iba a dejarle que me distrajera de mi rabia. Acuchillé el aire con el dedo índice mientras le acusaba:

—Le habéis deshonrado.

Aquiles aún no había pensado en el agravio, pues la muerte de la muchacha le había apenado demasiado, pero yo sí había reparado en ello. Habían mancillado su honor con aquel engaño.

Ulises desechó la idea con un ademán.

—Los hombres ya se han olvidado de que él formaba parte de esto. Se olvidaron en cuanto se derramó la sangre de la muchacha.

—Te conviene mucho pensar eso.

—Estás enfadado, y no sin razón. —El príncipe se sirvió una copa de vino y la bebió—. Pero ¿por qué acudes a mí? No sostuve el cuchillo ni retuve a la chica.

—Aquiles quedó cubierto de sangre… El rostro, la boca… —bufé—. ¿Sabes el efecto que ha causado?

—Se lamenta por no haberlo evitado.

—Por supuesto —le espeté—. Apenas puede hablar.

Ulises se encogió de hombros.

—Tiene un corazón muy tierno. Es una cualidad admirable, sin duda. Si piensas que va a tener menos cargo de conciencia, dile que situé a Diomedes donde estaba a propósito, para que él se diera cuenta de todo cuando fuera demasiado tarde.

Le aborrecí tanto que no fui capaz de hablar.

El itacense se inclinó sobre la silla.

—¿Puedo darte un consejo? Es muy sensible, ayúdale a endurecerse si en verdad eres su amigo. Viaja a Troya para matar hombres, no a ayudarlos. —Sus ojos oscuros me retuvieron como una presa a un riachuelo de aguas rápidas—. Es un arma, un asesino. No lo olvides. Puedes usar una lanza como cayado para los paseos, pero eso no va a cambiar su naturaleza.

Esas palabras me dieron un poco de aliento y pude farfullar:

—Él no es ningún…

—Lo es. El mejor campeón de cuantos han forjado los dioses, y es hora de que lo sepa, y también tú. Si hasta ahora no has oído nada de cuanto he dicho, escucha esto al menos. No lo digo con malicia.

Yo no era rival para él y sus palabras se clavaban como púas, sin que hubiera forma de arrancarlas.

—Te equivocas —le dije.

Ulises no me contestó, se limitó a mirarme mientras me daba la vuelta y huía de su lado en silencio.

Diecinueve

N
os marchamos a primera hora del día siguiente con el resto de la flota. La playa de Áulide pareció extrañamente desnuda cuando la contemplamos desde la popa. Las únicas evidencias de nuestra estancia eran las zanjas de las letrinas y las cenizas blancas de la pira de Ifigenia.

Nada más despertar aquella mañana le había contado a Aquiles lo que me dijo Ulises, que él no podía haber visto a tiempo a Diomedes. Me escuchó con desgana. Tenía grandes ojeras a pesar de haber dormido mucho.

—Es lo mismo. Ella ha muerto.

Al zarpar, caminó por cubierta detrás de mí. Yo le mostré cosas para animarle, como los delfines que iban junto a nosotros o las nubes cargadas de lluvia que se formaban en el horizonte, pero estaba apático y me escuchaba solo a medias. Más tarde le sorprendí practicando movimientos de combate y golpes de espada con cara de pocos amigos.

Cada noche atracábamos en un puerto distinto, pues nuestras naves no habían sido construidas pensando en largas singladuras, así que tocaba hacer navegación de cabotaje. Los únicos hombres a los que veíamos eran a nuestros propios ftíos y a los argivos de Diomedes. La flota se dispersaba para evitar que una sola isla se viera obligada a acoger a todo un ejército. Yo estaba convencido de que no era casual que nos hubiera tocado navegar junto al rey de Argos. «¿Piensan que vamos a huir?».

Hice todo lo posible por ignorarle y él pareció conforme con dejarnos en paz.

Todas las islas me parecían iguales: altos acantilados de paredes blanquecinas, playas llenas de rocas que rasguñaban la parte inferior de nuestros esquifes con sus uñas terrosas. Solían estar llenas de maleza entre la cual se abrían paso a duras penas olivos y cipreses. Aquiles apenas reparó en nada de ello. Permanecía inclinado sobre las piezas de su armadura y la pulió hasta que refulgió al sol como si fuera una hoguera.

Al séptimo día de singladura llegamos a Lemnos, al otro lado de la boca del estrecho del Helesponto. Era pantanosa y menos alta que la mayoría de nuestras islas; había muchos remansos de aguas estancadas llenos de nenúfares. Localizamos una laguna a cierta distancia del campamento y nos sentamos junto a ella. Las chinches pululaban por la superficie acuosa y entre los carrizos asomaban ojos bulbosos. Nos hallábamos a tan solo dos días de Troya.

—¿Cómo fue cuando mataste a ese chico?

Alcé la vista. Su rostro permanecía en penumbra y los cabellos le caían alrededor de los ojos.

—¿Cómo…?

Él asintió sin dejar de mirar las aguas, como si estuviera leyendo en sus honduras.

—¿Cómo fue?

—Es difícil de describir. —Me había pillado por sorpresa. Cerré los ojos para conjurar la escena—. Sangró enseguida, de eso sí me acuerdo. Yo no podía creer cuánta sangre había. Se le abrió la cabeza y asomaron un poco sus sesos. —Luché para controlar la náusea que me atenazaba incluso ahora—. También recuerdo el sonido que hizo su cabeza al chocar contra la roca.

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