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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (23 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Probablemente, ese momento cambió nuestras vidas. No fue en Esciro ni tampoco en Pelión, sino allí cuando empezó a comprender la gloria y la grandeza que ahora y siempre iban a acompañarle. Aquiles había elegido convertirse en leyenda y aquel era el comienzo. Vaciló y me tocó la mano con la suya donde la multitud no podía verlo.

—¡Ve! —le urgí—. Te están esperando.

Él dio un paso sobre la plancha y alzó un brazo a modo de saludo. El gentío rugió de tal modo que me dio miedo de que se abalanzaran sobre el barco, pero los soldados se adelantaron y rodearon la pasarela, formando un pasillo entre la muchedumbre.

Aquiles se volvió hacia atrás y me dijo algo imposible de oír en medio de aquel tumulto, pero le entendí. «Ven conmigo». Asentí y echamos a andar. La multitud se agolpaba contra la barrera de soldados a ambos lados. Al final del pasillo se hallaba Peleo, nos aguardaba con el rostro lloroso, pero no hizo intento alguno de enjugarse las lágrimas. Atrajo a su heredero y le abrazó durante largo tiempo antes de soltarle.

—Nuestro príncipe ha regresado —anunció Peleo con voz más grave de lo que yo le recordaba, era resonante y llegaba lejos, haciéndose oír por encima de la cháchara del gentío, que se había callado con el fin de oír las palabras de su rey—. Ante todos vosotros doy la bienvenida a mi muy amado hijo y único sucesor del reino. Él os conducirá a la gloria en Troya y regresará victorioso a casa.

Me quedé helado a pesar del fuerte sol. «Él jamás volverá a casa», pero eso Peleo aún no lo sabía.

—Es un hombre adulto, un semidiós.
¡Aristós achaion!

Ahora no había tiempo para pensar en ello. Los soldados empezaron a golpear los escudos con las lanzas, las mujeres chillaron y los hombres aullaron. Logré atisbar el semblante de Aquiles: estaba asombrado, pero no disgustado. Noté que tenía un aspecto diferente: echaba hacia atrás la espalda y mantenía las piernas firmes. Parecía algo mayor y también más alto, aun cuando no sabría decir cómo era eso posible. Se inclinó para decir algo al oído de su padre, mas no pude oír lo que le decía. Un carro nos aguardaba: nos subimos al mismo y observamos el flujo de gente que dejamos en la playa.

Criados y miembros del séquito revolotearon a nuestro alrededor desde que entramos en palacio. Nos concedieron un momento para comer y beber el refrigerio que nos pusieron en las manos y luego fuimos conducidos al patio de palacio, donde nos esperaban dos mil quinientos hombres que en cuanto nos acercamos alzaron sus escudos rectangulares, refulgentes como caparazones, en señal de saludo a su nuevo general. Aquello era lo más extraño de todo: ahora él era su comandante. Se esperaba de él que los conociera a todos: sus nombres, las armaduras, las historias. «Ya no me pertenece a mí solo», dije para mí.

Ni siquiera podría decir si estaba nervioso. Le observé mientras los saludaba y pronunciaba palabras vibrantes que les hicieron erguirse aún más. Los soldados sonrieron, encantados hasta con el último centímetro de aquel príncipe prodigioso: cabellos deslumbrantes, manos letales, pies ágiles. Se inclinaban hacia él como las flores hacia el sol, ávidos de recibir su brillo. Era lo que había dicho Ulises una vez: él tenía luz suficiente para hacerles héroes a todos.

Nunca nos quedamos a solas. Siempre requerían su presencia para algo, el examen de los enrolamientos y el número de los mismos, su consejo sobre las vituallas y la lista de las levas. El viejo consejero de su padre, Fénix, nos acompañaba a todas partes, pero había mil preguntas que el príncipe debía responder. ¿Quiénes iban a ser sus capitanes? ¿Cuántos iba a tener? Él hizo cuanto estuvo en su mano y luego anunció:

—Confío la solución de estas cuestiones a la experiencia de Fénix.

Detrás de mí oí el suspiro de una esclava. Era bien parecido y gentil.

Aquiles sabía que yo no tenía nada que hacer allí y, cuando se volvía hacia mí, ponía cara de disculpa. Él se aseguraba de poner las tablas donde pudiera verlas o de pedir mi opinión, pero yo no se lo ponía fácil al quedarme en la retaguardia, indiferente y en silencio.

Pero ni siquiera así lograba escapar.

El interminable charloteo de los soldados se colaba por todas las ventanas. Fanfarroneaban, hacían instrucción y aguzaban la punta de las lanzas. Habían empezado a llamarse los mirmidones, los hombres hormiga, un viejo y honorable apodo. Eso fue otra cosa que tuvo que explicarme Aquiles: Zeus creó a los primeros ftíos a partir de hormigas, según la leyenda. Les observé desfilar, una fila jovial tras otra. Les vi soñar con el botín que iban a traer a casa y con el triunfo. Esos sueños no tenían cabida para nosotros.

Comencé a rezagarme. Cuando los cortesanos le conducían hacia delante, encontré una razón para quedarme por detrás: un picor y una correa suelta del calzado. Ellos se apresuraron a seguir, como era obvio, doblaron una esquina y de pronto me dejaron completamente solo, por suerte. Seguí unos corredores sinuosos que tan bien conocía desde hacía tantos años y llegué muy agradecido a nuestro cuarto vacío, donde me tumbé sobre las frías losas de piedra del suelo y cerré los ojos. No podía dejar de darle vueltas al final de todo aquello. ¿Cómo concluiría? Una lanzada. A punta de espada. Aplastado por un carro de guerra. El rápido e irrestañable desangramiento…

Una noche de la segunda semana, mientras yacíamos medio dormidos, le pregunté:

—¿Cómo piensas contárselo a tu padre…? Me refiero a la profecía. —Las palabras sonaron muy audibles en el silencio de la medianoche.

Se quedó quieto durante unos instantes, pero luego respondió:

—Dudo que vaya a hacerlo.

—¿Jamás?

—Él no puede hacer nada —dijo, negando con la cabeza—. Saberlo solo le haría sufrir.

—¿Y qué hay de tu madre? ¿No se lo dirá?

—No. Esa es una de las cosas que le hice prometerme ese último día en Esciro.

Fruncí el gesto. Hasta ese momento no me había contado nada.

—¿Y qué otras cosas le pediste?

Le vi vacilar, pero nosotros no nos mentíamos, nunca lo habíamos hecho.

—Le pedí que te protegiera… después.

Me quedé mirándole con la boca seca.

—¿Y qué te dijo ella?

Se produjo otro silencio y luego, en voz tan baja que pude imaginar el color rojo de la vergüenza coloreando sus mejillas, me respondió:

—Me dijo que no.

Se quedó dormido y yo permanecí despierto con la vista fija en las estrellas, reflexionando acerca de todo aquello. Él había pedido protección para mí y saberlo disipaba en parte la frialdad de aquellos días en palacio, cuando a él se le requería en todo momento y a mí nunca.

La respuesta de la diosa no me preocupaba, pues no necesitaba a Tetis para nada. No tenía pensado seguir viviendo tras la muerte de Aquiles.

Transcurrieron tres semanas durante las cuales hubo que organizar a los soldados, equipar una flotilla, guardar vituallas y ropas que debían durar hasta el final de la guerra, un año o tal vez dos, pues los asedios solían ser prolongados.

Peleo no dejaba de insistir en que Aquiles debía equiparse con lo mejor. Se gastó una pequeña fortuna en armaduras y llevó más equipo del que necesitarían seis hombres. Había petos de bronce con tallas de leones y un fénix resurgiendo, cnémidas de cuero endurecido con cintas doradas, cascos con penachos de cola de caballo, una espada plateada, docenas de puntas de lanzas y dos carros de guerra ligeros con los cuales venía un equipo de cuatro caballos entre los que figuraban los que los dioses habían regalado a Peleo con ocasión de su boda, Janto y Balio, también llamados Dorado y Moteado
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. Se impacientaban enseguida cuando no estaban libres para correr a su antojo y ponían los ojos en blanco. También nos facilitaron un auriga, un joven de nuestra edad, pero de recia constitución y, según se decía, muy ducho con los caballos obstinados que respondía al nombre de Automedonte.

Y finalmente, el último de todos los presentes: una larga lanza hecha con un fresno joven, pulida hasta relucir como una llama agrisada.

—La manda Quirón —dijo Peleo mientras se la entregaba a su hijo.

Nos inclinamos para observarla y recorrimos su superficie con los dedos por si resultaba posible captar un posible atisbo de la presencia del centauro. Quirón debía de haber necesitado semanas de habilísima talla para conseguir un resultado tan soberbio. ¿Conocía el destino de su pupilo o solo lo presentía? ¿Estaba al tanto de algún detalle de la profecía que se cernía sobre Aquiles ahora que yacía solo en su cueva de paredes rosadas? Tal vez se había limitado a asumirlo con la amargura de la costumbre: otro chico adiestrado en la música y en la medicina era enviado para la matanza.

Aun así, aquella hermosa lanza había sido hecha con amor y no con amargor. Su forma estaba hecha para que únicamente encajara con la mano de Aquiles, y solo alguien de su fuerza sería capaz de manejar. Y aunque la punta era afilada y resultaba letal, la madera en sí misma se deslizaba bajo nuestros dedos como el esbelto y aceitado puntal de una lira.

Por último, llegó el día de la partida. Nuestro barco era precioso, más hermoso aún que el de Ulises; estaba pensado para cortar las olas, por eso era fino como una punta de cuchillo y de líneas elegantes. Se hundió bastante en las aguas conforme lo fueron cargando con las reservas de comida y otros pertrechos.

Pero solo era el buque insignia. Junto a él iban a navegar otros cuarenta y nueve. Toda una ciudad de madera se bamboleaba con suavidad en las aguas del puerto de Ftía. Sus refulgentes mascarones de proa constituían un bestiario de animales, ninfas y criaturas a medio camino entre ambas, y sus mástiles eran tan altos como los árboles de donde provenían. Al mando de cada una de esas naves iba uno de los recién nombrados capitanes, que ahora permanecían en formación, saludando mientras nosotros ascendíamos por la rampa de camino a la nave capitana.

Aquiles iba en primer lugar con la capa púrpura agitada por la brisa marina; detrás marchaba Fénix, y a su lado iba yo, con una capa nueva cosida por mí mismo, sosteniendo el brazo del anciano para que no se cayera. El pueblo nos vitoreó a nosotros y a los soldados que llenaban los barcos a rebosar. A nuestro alrededor todos gritaban las últimas promesas sobre la gloria y el oro que íbamos a conseguir y traer a casa desde la rica ciudad del rey Príamo.

Peleo permaneció de pie en la orilla del puerto con una mano alzada en señal de despedida. Aquiles hizo honor a su palabra y no le habló de la profecía; se limitó a abrazarle con tal fuerza que parecía que iba a quedarse pegado a su piel. También yo había abrazado a aquel hombre de miembros finos y alargados. «Aquiles se parecerá a él cuando se haga viejo», dije para mis adentros. Y entonces me acordé de que él jamás iba a envejecer.

Los tablones de a bordo aún estaban pegajosos a causa de la resina recién aplicada, pero aun así nos apoyamos en la borda para agitar las manos y, con la madera de la barandilla, caliente por efecto del sol, clavada en las tripas, nos despedimos por última vez. Los marinos levaron el ancla cuadrada llena de percebes e izaron la vela. Después se sentaron en los bancos y empuñaron los remos que orlaban la nave como si fueran pestañas a la espera de la señal. Los tambores empezaron el redoble y los remos subieron y bajaron para llevarnos a Troya.

Diecisiete

P
ero nuestro primer destino fue Áulide, ciudad portuaria situada en el estrecho de Euripo. Consistía en una lengua de tierra de lo más adecuada por tener la suficiente línea costera para poder varar todas nuestras naves a la vez. Era quizá también un símbolo: el poder visible de la Hélade ofendida.

Tras cinco días de ir dando tumbos sobre la mar picada junto a la costa eubea, rodeamos el último obstáculo del sinuoso estrecho y vimos aparecer Áulide. La escena se presentó a nuestros ojos de sopetón, como si hubieran retirado un velo; era una costa atestada de embarcaciones de todo tamaño, forma y color, cuya playa aparecería alfombrada por un alternante tapete de miles de hombres detrás de los cuales podía verse la parte superior de las tiendas, que se prolongaban hasta el horizonte. Nuestros hombres se afanaron en los remos y nos condujeron hasta el último rincón vacío de la atestada playa, lo bastante grande para dar cabida a nuestra flotilla. Poco después, cincuenta anclas fueron arrojadas desde la popa de otras tantas naves.

Resonaron los cuernos. Los mirmidones de otras naves ya habían empezado a avanzar entre las olas hacia la playa, nos rodearon con sus albas túnicas hinchadas por el viento y los dos mil quinientos guerreros se pusieron a corear el nombre de su príncipe a una señal imperceptible a nuestros ojos.

—A-qui-les.

Se volvieron a mirar espartanos, argivos, micénicos y todos los demás hombres situados a lo largo de la costa. La noticia corrió por las filas como si de una ola se tratase, y unos decían a otros:

—Ha venido Aquiles.

Vimos congregarse a reyes y reclutas cuando los marinos colocaron la pasarela para bajar a tierra. Los soberanos estaban demasiado lejos para que pudiera verles el semblante, pero sí reconocí los penachos exhibidos por sus escuderos delante de ellos: el estandarte amarillo de Ulises, el azul de Diomedes, y detrás el más grande y deslumbrante, un león sobre un fondo púrpura, el símbolo de Agamenón y de Micenas.

Aquiles contuvo el aliento y me miró. La bulliciosa multitud de Ftía no era nada en comparación con aquello, pero estaba preparado, lo advertí por el modo en que sacaba pecho y el fiero brillo de sus ojos verdes. Anduvo hacia la pasarela y se detuvo en lo alto. Los mirmidones avivaron los gritos y ahora no gritaban solos, otros muchos ocupantes de la playa se unieron a ellos. Un capitán mirmidón de amplio pecho puso las manos a modo de bocina delante de la boca y gritó:

—Príncipe Aquiles, hijo del rey Peleo y la diosa Tetis.
¡Aristós achaion!

El aire cambió como si respondiera a esa voz y abrió un hueco entre las nubes por el que la centelleante luz del sol se derramó sobre Aquiles, le recorrió el pelo, la espalda, la piel, y lo bañó en oro. De pronto pareció más grande y su túnica arrugada por el viaje marino se estiró hasta ser brillante y blanca como una vela. Sus cabellos se convirtieron en una llamarada vivaz al reflejar aquel resplandor.

Los hombres exclamaron con asombro y al poco estalló otra salva de vítores. «Es cosa de Tetis», pensé. No podía ser obra de nadie más. La nereida estaba forzando los límites de la divinidad para propiciar la causa de su retoño y la estiraba como si fuera nata sobre cada centímetro de la piel de Aquiles. Estaba dispuesta a ayudar a que su hijo consiguiera la máxima fama posible, obtenida a tan alto precio.

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