La caída de los gigantes (26 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Sí, señor presidente —dijo el secretario de la Armada.

Y Estados Unidos entró en guerra.

III

Gus no se fue a la cama esa noche ni al día siguiente.

Poco después de las ocho y media, el secretario Daniels les comunicó la noticia de que un buque de guerra estadounidense se había interpuesto en la ruta del
Ypiranga
. El barco alemán, un carguero desarmado, dio marcha atrás y abandonó el lugar. Los marines estadounidenses tomarían tierra en Veracruz esa misma mañana, dijo Daniels.

A Gus le consternó la rapidez con la que evolucionaba la crisis, pero estaba encantado de encontrarse en el corazón del lugar donde se tomaban las decisiones.

A Woodrow Wilson no lo amedrentaba la guerra. Su obra de teatro favorita era
Enrique V
, de Shakespeare, y le gustaba la cita: «Si es pecado codiciar el honor, soy el mayor de todos los pecadores».

Las noticias llegaban por radio y por telegrama, y era tarea de Gus llevarle los mensajes al presidente. A mediodía los marines tomaron el control de la aduana de Veracruz.

Poco después, le dijeron que alguien quería verlo, una tal señora Wigmore.

Gus arrugó el entrecejo, preocupado. Aquello era una indiscreción. Debía de haber sucedido algo.

Se fue corriendo hacia el vestíbulo. Caroline parecía muy angustiada. Aunque llevaba un elegante abrigo de tweed y un sombrero sencillo, tenía el pelo alborotado y los ojos rojos de tanto llorar. A Gus le impresionó y le dolió verla en aquel estado.

—¡Cariño! —dijo en voz baja—. ¿Qué ha sucedido?

—Esto es el fin —dijo—. No puedo volver a verte. Lo siento. —Rompió a llorar.

Gus tenía ganas de abrazarla pero no podía hacerlo ahí. Tampoco tenía despacho propio. Miró alrededor. El guardia de la puerta los observaba. No había ningún sitio donde pudieran disfrutar de un poco de intimidad. Se estaba volviendo loco.

—Vayamos fuera —dijo Gus, que la agarró del brazo—. Daremos un paseo.

Ella negó con la cabeza.

—No. Estoy bien. Podemos quedarnos aquí.

—¿Por qué estás tan alterada?

Caroline era incapaz de mirarlo a los ojos, no alzaba la vista del suelo.

—Debo ser fiel a mi marido. Tengo obligaciones.

—Déjame ser tu marido.

Ella levantó la vista y su mirada de anhelo le partió el corazón.

—No sabes cuánto desearía poder hacerlo.

—¡Pero puedes!

—Ya tengo marido.

—No te es fiel, ¿por qué deberías serlo tú?

Ella hizo caso omiso de la pregunta.

—Ha aceptado una cátedra en Berkeley. Nos trasladamos a California.

—No vayas.

—Ya he tomado una decisión.

—Eso es obvio —replicó Gus de forma inexpresiva. Se sentía como si lo hubieran atropellado. Notaba un dolor en el pecho y le costaba respirar—. California —dijo—. Joder.

Caroline vio que Gus había aceptado lo inevitable, y la mujer empezó a recuperar la compostura.

—Es nuestro último encuentro —dijo.

—¡No!

—Escúchame, por favor. Quiero decirte una cosa y esta es mi última oportunidad.

—De acuerdo.

—Hace un mes estaba dispuesta a suicidarme. No me mires así, es cierto. Me consideraba una nulidad y creía que a nadie le importaría si me moría. Entonces apareciste en la puerta de mi casa. Eras tan afectuoso, tan educado, tan atento, que me hiciste pensar que valía la pena seguir viviendo. Tú me apreciabas. —Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero aun así prosiguió—. Además, eras muy feliz cuando te besaba. Me di cuenta de que si era capaz de colmar de dicha a una persona, entonces no podía ser una nulidad; y ese pensamiento me llevó a seguir adelante. Me has salvado la vida, Gus. Que Dios te bendiga.

Gus sentía algo que rayaba en la ira.

—¿Y eso qué me deja?

—Recuerdos —respondió ella—. Espero que los atesores, como yo haré con los míos.

Caroline se volvió. Gus la siguió hasta la puerta, pero ella no volvió la vista atrás. Salió y él la dejó marchar.

Cuando la perdió de vista echó a caminar de forma automática hacia el Despacho Oval, pero cambió de dirección: estaba demasiado alterado para estar con el presidente. Se fue al baño de hombres para hallar un momento de paz. Por suerte, estaba vacío. Se lavó la cara y se miró en el espejo. Vio a un hombre delgado con la cabeza grande: parecía una piruleta. Tenía el cabello de color castaño claro y los ojos marrones; no era muy atractivo, pero acostumbraba a gustar a las mujeres, y Caroline lo había amado.

Al menos, durante un tiempo.

No debería haberla dejado marchar. ¿Cómo podía haberse limitado a mirarla mientras se alejaba? Tendría que haberla convencido para que aplazara su decisión, para que meditara sobre la cuestión, para que lo hablara más con él. Quizá debería haber pensado en alternativas. Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que no las había. Supuso que Caroline ya le había dado vueltas a todo aquello. Debía de haber permanecido en vela muchas noches, con su marido roncando a su lado, meditando sobre la situación. Había tomado una decisión antes de ir a verlo.

Él, por su parte, debía regresar a su puesto de trabajo. Estados Unidos estaba en guerra. Pero ¿cómo podía quitarse todo aquello de la cabeza? El día que no podía verla, no hacía más que pensar en su próxima cita. Ahora no dejaba de pensar en cómo sería su vida sin ella. Y le parecía una perspectiva muy extraña. ¿Qué iba a hacer?

Un funcionario entró en el lavabo. Gus se secó las manos con una toalla y regresó a su lugar de trabajo, en el estudio que había junto al Despacho Oval.

Al cabo de unos instantes, un mensajero le entregó un telegrama del cónsul estadounidense en Veracruz. Gus lo leyó y dijo:

—¡Oh, no!

El telegrama decía: CUATRO DE NUESTROS HOMBRES HAN MUERTO. VEINTE HERIDOS. DISPAROS ALREDEDOR DEL CONSULADO.

Cuatro hombres muertos, pensó Gus, horrorizado; cuatro buenos estadounidenses con madres y padres, y esposas o novias. La noticia atenuó la tristeza que sentía. «Al menos —reflexionó—, Caroline y yo estamos vivos.»

Llamó a la puerta del Despacho Oval y le entregó el telegrama a Wilson. El presidente lo leyó y palideció.

Gus lo miró fijamente. ¿Cómo debía de sentirse al saber que aquellos hombres habían muerto a causa de la decisión que había tomado en mitad de la noche?

Aquello no tendría que haber sucedido. ¿Acaso los mexicanos no querían que los liberasen de un gobierno tirano? Deberían haber recibido a los estadounidenses como liberadores. ¿Qué había salido mal?

Bryan y Daniels aparecieron al cabo de unos minutos, seguidos por el secretario de la Guerra, Lindley Garrison, un hombre que acostumbraba a ser más beligerante que Wilson, y Robert Lansing, el asesor del Departamento de Estado.

El presidente estaba más tenso que la cuerda de un violín. Pálido, inquieto y nervioso, no paraba de dar vueltas. Gus pensó que era una pena que Wilson no fumara, ya que quizá el tabaco lo habría ayudado a calmarse.

«Todos sabíamos que podía estallar la violencia —pensó Gus—, pero, en cierto modo, la realidad es más espantosa de lo que imaginábamos.»

Iban llegando más detalles de forma paulatina, y Gus le entregó los mensajes a Wilson. Todas las noticias eran malas. Las tropas mexicanas habían opuesto resistencia y dispararon contra los marines desde su fortín. La población, además, apoyaba a su ejército, que disparaba al azar contra los estadounidenses desde las ventanas superiores de sus casas. Como represalia, el
USS Prairie
atracó cerca de la costa, apuntó con sus cañones de 75 milímetros contra la ciudad y la bombardeó.

El número total de bajas era: seis estadounidenses muertos, ocho, doce y más heridos. Sin embargo, era un enfrentamiento del todo desigual ya que habían muerto más de cien mexicanos.

El presidente parecía confuso.

—No queremos luchar contra los mexicanos —dijo—. Queremos ayudarlos, si podemos. Queremos servir a la humanidad.

Por segunda vez ese mismo día, Gus se sintió totalmente desconcertado. El presidente y sus consejeros siempre se habían guiado por sus buenas intenciones. ¿Cómo era posible que todo hubiera salido tan mal? ¿Tan difícil era hacer el bien en asuntos internacionales?

Llegó un mensaje del Departamento de Estado. El embajador alemán, el conde Johann von Bernstorff, había recibido instrucciones del káiser para reunirse con el secretario de Estado, y deseaba saber si podía concertar la cita a las nueve de la mañana. Su personal le había hecho saber, de modo informal, que el embajador iba a presentar una queja formal por el incidente del
Ypiranga
.

—¿Una queja? —preguntó Wilson—. ¿De qué puñetas hablan?

Gus se dio cuenta enseguida de que el derecho internacional les daba la razón a los alemanes.

—Señor, no ha habido declaración de guerra, ni tampoco un bloqueo, de modo que, en un sentido estricto, los alemanes tienen razón.

—¿Cómo? —Wilson se volvió hacia Lansing—. ¿Es eso cierto?

—Lo comprobaremos de nuevo, por supuesto —dijo el asesor del Departamento de Estado—. Pero estoy prácticamente convencido de que Gus tiene razón. Lo que hemos hecho viola el derecho internacional.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que vamos a tener que pedir disculpas.

—¡Jamás! —exclamó Wilson, furioso.

Pero lo hicieron.

IV

Maud Fitzherbert se sorprendió al darse cuenta de que se había enamorado de Walter von Ulrich. Aunque también se habría sorprendido si se hubiera enamorado de cualquier otro hombre. Pocas veces conocía a uno que le gustara. Muchos eran los que se habían sentido atraídos por ella, sobre todo desde que fue presentada en sociedad, pero la mayoría fueron ahuyentados por su feminismo. Otros intentaron domeñarla, como el marqués de Lowther, que le dijo a Fitz que Maud se daría cuenta de su error al comportarse de aquel modo cuando conociese a un hombre autoritario de verdad. El pobre Lowthie acabó por comprender que el error lo cometió él.

Walter creía que era una mujer maravillosa tal y como era. Hiciera lo que hiciese, siempre lo asombraba. Si defendía puntos de vista extremos, lo impresionaban sus argumentos; cuando Maud escandalizaba a la sociedad ayudando a madres solteras y a sus hijos, él admiraba su valor; y le encantaba lo guapa que estaba cuando se ponía ropa que desafiaba los cánones de la moda.

A Maud la aburrían los ingleses adinerados de clase alta que consideraban que el modo en que estaba organizada la sociedad era satisfactorio. Walter era distinto. A pesar de provenir de una familia alemana conservadora, era sorprendentemente radical. Desde el lugar en el que estaba sentada Maud, en la fila trasera del palco que tenía su hermano en la ópera, podía ver a Walter en el patio de butacas, con un pequeño grupo de la embajada alemana. No tenía aspecto de rebelde, con su cabello bien cepillado, su bigote bien estilizado y su ropa de noche, conjuntada a la perfección. Incluso sentado, estaba erguido y tenía los hombros rectos. Miraba al escenario con una intensa concentración mientras Don Giovanni, acusado de intentar violar a una ingenua campesina, fingía, con descaro, haber atrapado a su sirviente, Leporello, cometiendo el crimen.

De hecho, pensó Maud, «rebelde» no era la palabra adecuada para Walter. Aunque era de una mentalidad más abierta que lo habitual, en ocasiones también podía ser convencional. Estaba orgulloso de la gran tradición musical del pueblo germanohablante, y le molestaba la actitud displicente del público londinense que llegaba tarde, hablaba con sus amistades durante las actuaciones y se iba antes de que acabaran. Seguro que ahora estaba enfadado con Fitz, por los comentarios que este le hacía a su amigo Bing Westhampton sobre la figura de la soprano; y con Bea por hablar con la duquesa de Sussex sobre la tienda de Madame Lucille, en Hanover Square, donde habían comprado sus vestidos. Incluso sabía lo que debía de decir Walter: «¡Solo escuchan la música cuando se les han acabado los chismorreos!».

Maud correspondía a los sentimientos de Walter, pero estaban en minoría. Para gran parte de la alta sociedad londinense, la ópera no era más que otra oportunidad para lucir ropa y joyas. Sin embargo, incluso esa gente guardó silencio hacia el final del primer acto, cuando Don Giovanni amenazó con matar a Leporello, y la percusión y los bajos dobles atronaron en el teatro. Entonces, con su característica indiferencia, Don Giovanni liberó a Leporello y se fue alegremente, desafiando a todo el mundo a que lo detuviera; y bajó el telón.

Walter se puso en pie de inmediato, miró hacia el palco y saludó con la mano. Fitz le devolvió el saludo.

—Ese es Von Ulrich —le dijo a Bing—. Todos esos alemanes están muy ufanos porque han dejado en ridículo a los estadounidenses en México.

Bing era un crápula pícaro y con el pelo rizado, pariente lejano de la familia real. Sabía poco de cuestiones internacionales y sus principales intereses eran jugar y beber en las mejores capitales europeas. Frunció el entrecejo y preguntó, desconcertado:

—¿Y a los alemanes qué les importa México?

—Buena pregunta —dijo Fitz—. Si creen que pueden conseguir colonias en Sudamérica, se engañan… Estados Unidos jamás lo permitirá.

Maud salió del palco y bajó por la imponente escalinata, asintiendo y sonriendo a los conocidos. Sabía algo que también sabía la mitad de la gente que había allí: la sociedad londinense era un círculo sorprendentemente pequeño. En el rellano, enmoquetado de rojo, encontró un grupo de personas que rodeaban la figura pulcra y delgada de David Lloyd George, el canciller del Exchequer.

—Buenas noches, lady Maud —dijo, con el brillo que aparecía en sus ojos azul intenso cuando hablaba con una mujer atractiva—. He oído que la fiesta de su casa real fue muy bien. —Tenía el acento nasal de Gales del Norte, menos musical que la cadencia de los habitantes del sur—. Por cierto, qué tragedia la explosión de la mina de Aberowen.

—A las familias de los fallecidos les consoló mucho el mensaje de condolencia del rey —dijo Maud. En el grupo había una mujer atractiva de unos veinte años. Maud la saludó—: Buenas noches, señorita Stevenson, qué alegría verla de nuevo. —La secretaria política y amante de Lloyd George era una rebelde, y Maud se sentía atraída por ella. Además, un hombre siempre se mostraba agradecido con la gente que era cortés con su amante.

Lloyd George se dirigió al grupo.

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