La caída de los gigantes (29 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—No sé si Moscú estará lo bastante lejos, ahora que la policía tiene telégrafos.

Grigori se dio cuenta de que tenía razón.

Volvió a sonar la sirena del barco. No tardarían en retirar las planchas.

—Solo tenemos un minuto —dijo Grigori—. ¿Qué vas a hacer?

—Podría ir a América.

Grigori se quedó mirándolo.

—Podrías darme tu pasaje —dijo Lev.

Grigori ni tan siquiera quería pensar en esa posibilidad.

Sin embargo, Lev prosiguió con su lógica implacable.

—Podría utilizar tu pasaporte y tus papeles para entrar en Estados Unidos; nadie se daría cuenta de la diferencia.

Grigori vio que su sueño se desvanecía, como el final de una película en el cine Soleil de la avenida Nevski, cuando se encendían las luces que mostraban de nuevo los colores apagados y el suelo sucio del mundo real.

—Darte mi billete —repitió, intentando posponer de forma desesperada el momento de la decisión.

—Me salvarías la vida —dijo Lev.

Grigori sabía que debía hacerlo, y al darse cuenta de ello sintió una punzada en el corazón.

Sacó los papeles del bolsillo de su mejor traje y se los dio a Lev. Asimismo, le entregó todo el dinero que había ahorrado para el viaje. Finalmente, le tendió la maleta de cartón con el agujero de bala.

—Te enviaré el dinero para que puedas comprarte otro pasaje —dijo Lev, enardecido. Grigori no dijo nada, pero el escepticismo debió de reflejarse en su rostro ya que Lev añadió—: Lo haré de verdad, te lo juro. Ahorraré.

—De acuerdo —repuso Grigori.

Se abrazaron.

—Siempre has cuidado de mí —dijo Lev.

—Sí, lo he hecho.

Lev se volvió y echó a correr hacia el barco.

Los marineros estaban soltando las amarras. Estaban a punto de retirar la plancha, pero Lev les gritó y esperaron unos segundos más a que embarcara.

Subió corriendo a cubierta.

Se volvió, se apoyó en la barandilla y le dijo adiós a Grigori con la mano.

El hermano mayor fue incapaz de devolverle el saludo. Se volvió y echó a caminar.

Sonó la sirena, pero no miró hacia atrás.

Notaba una extraña sensación de ligereza en el brazo derecho ahora que ya no debía cargar con la maleta. Atravesó el muelle, mirando la oscura agua, y se le pasó por la cabeza la extraña posibilidad de tirarse. Se estremeció: no iba a ser presa de ideas tan tontas. Aun así, se sentía deprimido y amargado. La vida nunca le daba una mano ganadora.

Era incapaz de alegrarse mientras desandaba sus pasos y recorría el barrio industrial. Caminaba con los ojos gachos, sin molestarse en estar atento a la policía: no le importaba demasiado que lo detuvieran.

¿Qué iba a hacer? Sentía que no tenía fuerzas para nada. Cuando acabase la huelga le volverían a dar trabajo en la fábrica: era un buen trabajador y lo sabían. Seguramente era ahí adonde debía ir entonces, para averiguar si había habido algún adelanto en las negociaciones, pero le daba igual.

Al cabo de una hora, estaba a punto de llegar al bar de Mishka. En un principio su intención era pasar de largo, sin embargo, echó un vistazo al interior y vio a Katerina, sentada donde la había dejado dos horas antes, frente a un vaso de té frío; se dio cuenta de que debía decirle lo que había sucedido.

Entró en el local. Tan solo estaban Katerina y Mishka, que barría el suelo.

Katerina se puso en pie, asustada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Has perdido el barco?

—No exactamente. —No sabía cómo darle la noticia.

—Entonces, ¿qué ha sucedido? —inquirió ella—. ¿Lev está muerto?

—No, está bien. Pero lo buscan por asesinato.

Katerina lo miró fijamente.

—¿Dónde está?

—Ha tenido que huir.

—¿Adónde?

No había forma agradable de decirlo.

—Me ha pedido que le diera mi pasaje.

—¿Tu pasaje?

—Y el pasaporte. Se ha ido a América.

—¡No! —gritó ella.

Grigori se limitó a asentir.

—¡No! —gritó Katerina de nuevo—. ¡Él nunca me dejaría! ¡No me digas eso, no lo digas jamás!

—Intenta mantener la calma.

Le dio un bofetón a Grigori. No era más que una chica, y él apenas parpadeó.

—¡Cerdo! —chilló—. ¡Es culpa tuya!

—Lo he hecho para salvarle la vida.

—¡Cabrón! ¡Perro! ¡Te odio! ¡Odio tu estúpida cara!

—Nada de lo que digas me hará sentir peor.

Pero Katerina no lo escuchaba. Al final, Grigori decidió no hacer caso de sus insultos y se fue. La voz de la muchacha se apagó mientras atravesaba la puerta.

Los gritos cesaron y oyó unos pasos que recorrían la calle en dirección a él.

—¡Espera! —gritó ella—. Espera, Grigori, por favor, no me des la espalda. Lo siento mucho.

Grigori se volvió.

—Vas a tener que cuidar de mí ahora que Lev se ha ido.

Él negó con la cabeza.

—No me necesitas. Los hombres de esta ciudad harán cola ante tu puerta para cuidar de ti.

—No es verdad —replicó ella—. Hay algo que no sabes.

«¿Y ahora qué pasa?», pensó Grigori.

—Lev no quería que te lo dijera —confesó ella.

—Venga, dímelo.

—Estoy embarazada —dijo, y rompió a llorar.

Grigori se quedó petrificado mientras asimilaba la noticia. De Lev, claro. Y él lo sabía. Y, sin embargo, se había ido a América.

—Un bebé —dijo Grigori.

Ella asintió, entre lágrimas.

El hijo de su hermano. Su sobrino o sobrina. Su familia.

La abrazó y la estrechó contra él. Katerina temblaba a causa de los sollozos. Hundió la cara en su chaqueta. Él le acarició el pelo.

—Venga —le dijo—. No te preocupes. No te pasará nada. Y a tu bebé tampoco. —Lanzó un suspiro—. Me ocuparé de vosotros dos.

II

Viajar en el
Ángel Gabriel
era duro, incluso para un chico de los arrabales de San Petersburgo. Solo había una clase, tercera, y los pasajeros eran tratados como mercancías. El barco estaba sucio y en unas condiciones insalubres, sobre todo cuando había mucho oleaje y la gente se mareaba. De nada servía quejarse porque ninguno de los tripulantes hablaba ruso. Lev no sabía a ciencia cierta qué nacionalidad tenían, pero fracasó en sus intentos por comunicarse con ellos en su inglés rudimentario o con las pocas palabras que conocía de alemán. Alguien dijo que eran holandeses. Lev nunca había oído hablar de los holandeses.

A pesar de todo, entre los pasajeros imperaba un gran optimismo. Lev se sentía como si hubiera reventado los muros de la prisión del zar, se hubiera escapado y ahora fuera libre. Estaba de camino a América, donde no habría nobles. Cuando el mar estaba en calma, los pasajeros se sentaban en la cubierta y contaban historias que habían oído sobre América: el agua caliente que salía de los grifos, la buena calidad de las botas de cuero que llevaban incluso los trabajadores y, sobre todo, la libertad para practicar cualquier religión, afiliarse a cualquier partido político y expresar la opinión en público sin tener miedo de la policía.

La noche del décimo día, Lev estaba jugando a cartas. Le tocaba repartir, pero estaba perdiendo. Todo el mundo perdía excepto Spiria, un chico de aspecto inocente que debía de tener la misma edad que Lev y que también viajaba solo.

—Spiria gana todas las noches —dijo otro jugador, Yákov. Lo cierto era que Spiria ganaba siempre que repartía Lev.

Avanzaban lentamente entre la niebla. El mar estaba en calma, y solo se oía el leve murmullo de los motores. Lev no había podido averiguar cuándo iban a llegar a su destino. La gente respondía distintas cosas. Los más entendidos decían que dependía del tiempo. La tripulación era, como siempre, inescrutable.

Mientras caía la noche, Lev tiró su mano.

—Estoy limpio —dijo. De hecho, tenía dinero de sobra en el interior de la camisa, pero sabía que a los demás se les acababa el dinero, a todos salvo a Spiria—. Ya está —añadió—. Cuando lleguemos a América, voy a tener que echarle el ojo a una mujer mayor y rica y vivir como un perrito en su palacio de mármol.

Los demás se rieron.

—¿Quién te iba a querer como mascota? —preguntó Yákov.

—Las mujeres mayores tienen frío de noche —dijo—. Necesitará que le dé calor.

La partida acabó de buen humor, y los jugadores se dispersaron.

Spiria se fue hacia popa y se apoyó en la barandilla, para observar cómo la estela desaparecía en la niebla. Lev acudió junto a él.

—Mi parte asciende a siete rublos —dijo Lev.

Spiria sacó unos billetes del bolsillo y se los dio, ocultando la transacción con su cuerpo para que nadie pudiera ver cómo el dinero cambiaba de manos.

Lev se guardó los billetes en el bolsillo y cargó la pipa.

Spiria le preguntó:

—Dime una cosa, Grigori. —Lev usaba los papeles de su hermano, por lo que tenía que decirle a la gente que se llamaba Grigori—. ¿Qué me harías si me negara a darte tu parte?

Aquel tipo de conversaciones eran peligrosas. Lev guardó el tabaco lentamente y dejó la pipa apagada en el bolsillo de la chaqueta. Entonces agarró a Spiria de las solapas y lo empujó contra la barandilla, de modo que inclinó el cuerpo hacia atrás y se asomaba sobre el mar. Spiria era más alto que Lev, pero no tan duro, ni mucho menos.

—Te partiría la nuca, estúpido —le espetó—. Luego te quitaría todo el dinero que has ganado gracias a mí. —Lo empujó aún más—. Después te lanzaría al maldito mar.

Spiria estaba aterrorizado.

—¡De acuerdo! —dijo—. ¡Suéltame!

Lev obedeció.

—¡Caray! —exclamó Spiria, con la voz entrecortada—. Solo era una pregunta.

Lev encendió la pipa.

—Y yo te he dado la respuesta —dijo—. No lo olvides.

Spiria se alejó.

Cuando se levantó la niebla, vieron tierra. Era de noche, pero Lev vislumbró las luces de una ciudad. ¿Dónde estaban? Algunos decían que en Canadá, otros que en Irlanda, pero nadie lo sabía.

Las luces se aproximaban y el barco aminoraba la marcha. Iban a atracar. Lev oyó que alguien comentaba que ¡ya habían llegado a América! Diez días le pareció poco. Pero ¿qué sabía él? Se quedó junto a la barandilla, con la maleta de cartón de su hermano. El corazón le latía más rápido.

La maleta le recordó que debería haber sido Grigori quien estuviera a punto de llegar a América. Lev no había olvidado que le había dicho a su hermano que le enviaría el dinero de un pasaje. Era una promesa y pensaba cumplirla. Seguramente Grigori le había salvado la vida… de nuevo. «Tengo suerte de tener un hermano como él», pensó Lev.

En el barco estaba ganando dinero, pero no lo suficientemente rápido. Siete rublos no le permitirían llegar muy lejos. Necesitaba un buen pellizco. Pero América era la tierra de las oportunidades. E iba a hacer fortuna allí.

A Lev le intrigó el agujero de bala que vio en la maleta, y una bala incrustada en una caja que contenía un juego de ajedrez. Aun así, se lo vendió a uno de los judíos por cinco cópecs. Se preguntó cómo era posible que le hubieran disparado a Grigori.

Echaba de menos a Katerina. Le gustaba pasear con una chica como ella colgada de su brazo, consciente de que era la envidia de todos los hombres. Pero seguro que en América habría chicas de sobra.

Se preguntó si Grigori ya sabía que Katerina estaba embarazada. Sintió una punzada de arrepentimiento: ¿llegaría a ver algún día a su hijo o hija? Se dijo a sí mismo que no debía preocuparse por dejar que Katerina criara el bebé a solas. Encontraría a alguien que cuidara de ella. Era una superviviente.

Eran las doce pasadas cuando atracó el último barco. El muelle estaba iluminado con una luz muy débil y no se veía a nadie. Los pasajeros desembarcaron con sus bolsas, cajas y baúles. Un miembro de la tripulación del
Ángel Gabriel
les acompañó hasta un cobertizo donde había unos cuantos bancos.

—Tienen que esperar aquí hasta que vengan a buscarlos la gente de inmigración por la mañana —dijo, con lo que demostró que, en realidad, sí que sabía un poco de ruso.

Aquello fue una pequeña decepción para la gente que había ahorrado durante años. Las mujeres se sentaron en los bancos y los niños se pusieron a dormir mientras los hombres fumaban y esperaban a que llegara la mañana. Al cabo de un rato, oyeron los motores del barco; Lev salió y vio que se alejaba lentamente de su atracadero. Tal vez las cajas de pieles se descargaban en otra parte.

Intentó recordar lo que le había contado Grigori, durante una conversación distendida, sobre los primeros pasos que había que dar en el nuevo país. Los inmigrantes debían pasar una inspección médica, un momento tenso, ya que la gente no apta era enviada de nuevo a su país, sin el dinero y con las esperanzas hechas añicos. En ocasiones los agentes de inmigración cambiaban el nombre a la gente, para que fueran más fáciles de pronunciar para los estadounidenses. Fuera de la zona de los muelles los estaría esperando un representante de la familia Vyalov, para llevarlos en tren a Buffalo, donde les darían trabajo en hoteles y fábricas propiedad de Josef Vyalov. Lev se preguntó a qué distancia se encontraba Buffalo de Nueva York. ¿Tardarían una hora en llegar allí, o una semana? Se arrepentía de no haber prestado más atención a Grigori.

El sol se alzó sobre miles de muelles abarrotados de gente y Lev volvió a sentir la emoción de unas horas antes. Mástiles antiguos y jarcias rodeadas de las chimeneas de los vapores. En el muelle convivían edificios imponentes y cobertizos ruinosos, grúas altas y cabrestantes achaparrados, escaleras, cabos y carretas. Tierra adentro Lev podía ver filas enteras de vagones de mercancías llenos de carbón, centenares de ellos —no, miles—, que se perdían en el horizonte, más allá de donde alcanzaba la vista. Le decepcionó no poder ver la famosa Estatua de la Libertad con su antorcha: debía de quedar oculta tras un cabo o promontorio, supuso.

Empezaron a llegar los trabajadores del puerto, primero en pequeños grupos y luego en tromba. Unos barcos partían y otros arribaban. Una docena de mujeres comenzaron a descargar sacas de patatas de una pequeña embarcación que había frente al cobertizo. Lev se preguntó cuándo iban a llegar los policías de inmigración.

Entonces, se le acercó Spiria, que parecía haber olvidado el modo en que lo había amenazado.

—Se han olvidado de nosotros —le dijo.

—Eso parece —admitió Lev, confundido.

—¿Vamos a dar un paseo a ver si encontramos a alguien que hable ruso?

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