La caída de los gigantes (124 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Volvió a mirar hacia el lugar donde estaba Chuck, justo a tiempo de ver desaparecer a su amigo bajo una explosión de tierra.

—¡Joder! —exclamó, y echó a correr hacia allí.

La lluvia de obuses y morteros estalló a lo largo de la totalidad de la ribera sur, y los hombres se arrojaron cuerpo a tierra. Gus llegó al sitio donde había visto a Chuck por última vez y miró a su alrededor, presa del desconcierto: no veía más que cúmulos de tierra y piedras. En ese momento, vio un brazo asomando entre los escombros, apartó una piedra y descubrió, horrorizado, que el brazo no iba adherido a ningún cuerpo.

¿Era el brazo de Chuck? Tenía que haber una forma de averiguarlo, pero Gus estaba demasiado conmocionado para pensar cómo. Empleó la punta de sus botas para apartar parte de la tierra suelta sin conseguirlo y, acto seguido, se puso de rodillas y empezó a escarbar con las manos. Vio un cordón de cuero y una chapa metálica marcada con la inscripción «US», y lanzó un gemido de dolor. Rápidamente, desenterró la cara de Chuck. No había pulso, ni latido, ni ningún movimiento.

Trató de recordar qué era lo que se suponía que debía hacer a continuación. ¿Con quién debía ponerse en contacto para comunicar una muerte? Había que hacer algo con el cuerpo, pero ¿qué? Lo normal era llamar a una funeraria…

Levantó la vista y vio a un sargento y dos cabos mirándolo. Un mortero hizo explosión en la calle que había a sus espaldas, y todos agacharon la cabeza a la vez, en un acto reflejo, y luego volvieron a mirarlo. Gus se percató de que aguardaban sus órdenes.

Se levantó bruscamente y recordó algunas nociones básicas de su entrenamiento: no era tarea suya encargarse de los compañeros muertos, ni siquiera de los heridos. Él estaba vivo e incólume, y su deber consistía en luchar. Sintió una oleada de ira irracional contra los alemanes que habían matado a Chuck. «A la mierda —pensó—. Ahora se van a enterar.» Recordó qué era lo que había estado haciendo: asignar la localización de las armas. Tenía que seguir con eso; ahora, además, tendría que hacerse cargo también del pelotón de Chuck.

Señaló al sargento a cargo de los morteros.

—Olvide el cobertizo para los botes, sargento; demasiado expuesto —dijo. Apuntó al otro lado de la calle, a un estrecho callejón entre una bodega y unas caballerizas—. Coloque tres morteros en ese callejón.

—Sí, señor. —El sargento se fue a toda prisa.

Gus miró a la calle.

—¿Ve ese tejado plano, cabo? Coloque allí una ametralladora.

—Señor, perdóneme, pero eso es un taller de reparación de automóviles, puede que debajo haya un depósito de combustible.

—Maldita sea, tiene razón, cabo. Entonces, en la torre de esa iglesia. Ahí debajo no puede haber nada más que himnarios.

—Sí, señor, mucho mejor; gracias, señor.

—El resto, síganme. Nos pondremos a cubierto mientras pienso dónde colocar todo lo demás.

Los guió al otro lado de la carretera y por un callejón. Un estrecho sendero recorría la parte posterior de los edificios. Un obús aterrizó en el patio de un establecimiento que vendía suministros agrícolas, y lanzó sobre Gus una nube de fertilizante en polvo, como si quisiera recordarle que no estaba fuera de su alcance.

Siguió avanzando a toda prisa por el sendero, tratando, en la medida de lo posible, de protegerse de la lluvia de proyectiles detrás de los muros, dando órdenes a gritos a sus suboficiales, haciendo el despliegue de sus ametralladoras en las estructuras más altas y de aspecto más sólido posible, y sus morteros en los jardines, entre una casa y la contigua. De vez en cuando, los suboficiales le hacían sugerencias o mostraban su disconformidad. Él los escuchaba y luego tomaba las decisiones rápidamente.

No tardó en hacerse de noche, lo que dificultó aún más la tarea. Los alemanes enviaron una ráfaga de artillería por toda la ciudad, buena parte dirigida, con una puntería excelente, a las posiciones estadounidenses en la ribera sur del río. Varios edificios quedaron destruidos, dejando una estampa desoladora de la calle frente a la orilla, que ahora parecía una dentadura mellada. Gus perdió tres ametralladoras por culpa de los proyectiles en las primeras horas del combate.

Hasta medianoche no logró regresar al cuartel general del batallón, en una fábrica de máquinas de coser varias calles más al sur. El coronel Wagner estaba con su homólogo francés, examinando un mapa a gran escala de la ciudad. Gus informó de que todas sus armas y las de Chuck estaban ya en posición.

—Buen trabajo, Dewar —dijo el coronel—. ¿Está usted bien?

—Por supuesto, señor —respondió Gus, sintiéndose perplejo y un poco ofendido, pensando que tal vez el coronel no le creía con el temple necesario para llevar a cabo aquella misión.

—Es que va usted completamente cubierto de sangre.

—¿De veras? —Gus se miró el uniforme y vio que, de hecho, llevaba la parte delantera manchada por una buena cantidad de sangre coagulada—. No sé de dónde habrá salido.

—De su cara, por lo que parece. Se ha hecho usted un buen corte.

Gus se palpó la mejilla y se estremeció de dolor al tocar con los dedos la herida en carne viva.

—No sé cuándo me lo he hecho —repuso.

—Vaya a la enfermería a que se lo limpien.

—No es más que un rasguño, señor. Preferiría…

—Haga lo que le digo, teniente. Será algo mucho más grave si se le infecta. —El coronel le dedicó una leve sonrisa—. No quiero perderlo: parece tener madera de buen oficial.

IV

A las cuatro en punto de la mañana siguiente, los alemanes lanzaron un ataque de gas. Al alba, Walter y sus soldados de asalto se aproximaron al borde septentrional de la ciudad, esperando encontrar la misma resistencia debilitada por parte de los franceses que durante los dos meses anteriores.

Habrían preferido sortear Château-Thierry, pero era imposible, porque la línea férrea hasta París atravesaba la ciudad y había dos puentes absolutamente cruciales. Tenían que invadir la ciudad.

Las granjas y los campos de labranza daban paso a casas y pequeñas fincas para, a continuación, convertirse en calles pavimentadas y jardines. Cuando Walter se acercó a la primera de las casas de dos plantas, una ráfaga de fuego de ametralladora procedente de una ventana en el piso superior agujereó la carretera a sus pies como si fueran gotas de lluvia horadando la superficie de un estanque. Se arrojó al suelo por encima de una valla baja, en un huerto de hortalizas, y fue rodando hasta ponerse a cubierto detrás de un manzano. Imitándolo, todos sus hombres se dispersaron, todos salvo dos caídos en la carretera. Uno permaneció inmóvil, mientras que el otro chillaba y se retorcía de dolor.

Walter miró hacia atrás y vio al sargento Schwab.

—Tome seis hombres, encuentre la entrada trasera de esa casa y destruya la ametralladora apostada en la planta de arriba —le ordenó. Localizó a sus tenientes—. Von Kessel: vaya una manzana en dirección oeste y entre en la ciudad desde ahí. Von Braun, usted vendrá al este conmigo.

Se mantuvo alejado de las calles, desplazándose a través de los callejones y los patios traseros, pero había ametralladoras y fusileros apostados cada diez casas. Walter advirtió con inquietud que había pasado algo que había devuelto a los franceses su espíritu combativo.

Durante toda la mañana, los soldados de asalto lucharon desplazándose de casa en casa y sufrieron un gran número de bajas. No era así como se suponía que debían avanzar, desangrándose por las esquinas. Estaban entrenados para seguir la línea de menor resistencia, penetrar a fondo detrás de la línea enemiga e interrumpir las comunicaciones para que las fuerzas del frente quedaran desmoralizadas, sin indicaciones claras de la cadena de mando, y se rindiesen rápidamente al regimiento de infantería que venía detrás. Sin embargo, ahora esa táctica había fallado estrepitosamente, y se enfrentaban en una descarnada lucha cuerpo a cuerpo con un enemigo que parecía haber recobrado las energías.

Sin embargo, consiguieron avanzar, y hacia mediodía Walter alcanzó las ruinas del castillo medieval que daba su nombre a la ciudad. La fortaleza se hallaba en la cima de una colina, y el ayuntamiento se encontraba a los pies de esta. Desde allí, la avenida principal se extendía en línea recta a lo largo de unos doscientos cincuenta metros hasta un puente de doble arco que cruzaba el Marne. Al este, quinientos metros río arriba, se hallaba la otra única vía de paso, un puente de ferrocarril.

Podía ver todo eso a simple vista. Se quitó los prismáticos y se centró en las posiciones enemigas de la orilla sur. Los hombres se exhibían despreocupadamente, de modo que debían de ser novatos en la guerra, porque los veteranos siempre permanecían ocultos. Se fijó en que eran jóvenes y vigorosos, y en que estaban bien alimentados e iban bien vestidos… y entonces vio también que sus uniformes no eran azules sino de color tostado.

Eran norteamericanos.

V

Durante la tarde, los franceses se replegaron en la margen norte del río y Gus logró sacar el máximo rendimiento a sus armas de ataque, disparando los morteros y las ametralladoras por encima de las cabezas de los franceses directamente a la avanzadilla de alemanes. El armamento norteamericano lanzaba torrentes de munición sobre las avenidas rectas que cruzaban Château-Thierry de norte a sur, convirtiéndolas en vías mortíferas. Pero a pesar de todo eso, veía a los alemanes avanzar sin temor desde la orilla del río a un café, desde un callejón a la entrada de una tienda, imponiéndose a los franceses por simple superioridad numérica.

Mientras la tarde daba paso a un anochecer sangriento, Gus observaba el desarrollo de los acontecimientos desde una ventana alta y vio los restos de las diezmadas tropas francesas de uniforme azul replegándose hacia el puente de poniente. Lograron resistir durante un rato en el extremo norte del puente mientras el sol del ocaso, de un rojo intenso, corría a ocultarse tras las colinas del oeste. Luego, en la penumbra, se retiraron al otro lado del puente.

Un pequeño grupo de alemanes se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y se dispuso a darles caza. Gus los vio correr por el puente, apenas visibles en el crepúsculo, gris sobre gris, y justo en ese momento, el puente voló en pedazos: los franceses habían colocado explosivos para hacerlo estallar. Los cuerpos saltaron por los aires y el arco de la parte norte del puente se desplomó, formando un montón de escombros en el agua.

A continuación, todo quedó en silencio.

Gus se echó en un jergón del cuartel general y durmió un poco, la primera vez que lo hacía en casi cuarenta y ocho horas. Lo despertó la cortina de fuego de la artillería alemana del amanecer. Con los ojos aún vidriosos, corrió de la fábrica de máquinas de coser a la orilla del agua. Bajo la luz perlada de la mañana de junio vio que los alemanes habían ocupado la totalidad de la margen norte del río y estaban disparando proyectiles contra las posiciones norteamericanas de la margen sur desde muy cerca, por lo que aquello podía convertirse rápidamente en un infierno.

Gus ordenó que los hombres que habían pasado la noche en vela fuesen relevados por aquellos que hubiesen descansado un poco. A continuación, se desplazó de posición en posición, manteniéndose en todo momento protegido tras los edificios de la orilla del río. Aconsejaba a sus hombres diferentes maneras de cubrirse mejor: trasladando un arma a una ventana más pequeña, utilizando láminas de chapa ondulada para protegerse de los cascotes que surcaban el aire o apilando escombros a uno y otro lado del arma. Sin embargo, el mejor modo de protegerse que tenían sus hombres consistía en hacerle la vida imposible al enemigo.

—¡A freír a tiros a esos cabrones! —los animó.

Los hombres respondieron con entusiasmo. La Hotchkiss disparaba cuatrocientos cincuenta cartuchos por minuto, con un alcance de cuatro mil metros, de forma que era extremadamente eficaz al otro lado del río. El mortero Stokes no resultaba tan útil, porque su trayectoria ascendente estaba diseñada para la guerra de trincheras, donde el fuego de línea de mira no tenía ninguna eficacia. Sin embargo, las granadas de fusil eran muy destructivas en las distancias cortas.

Los dos bandos se disparaban mutuamente como boxeadores peleándose a puñetazo limpio con un golpe tras otro, sin parar, y el ruido de la apabullante cantidad de munición que se disparaba era, sencillamente, ensordecedor. Los edificios se desplomaban, los hombres proferían gritos de agonía por las heridas y los camilleros ensangrentados corrían de la orilla del río a la enfermería y luego vuelta a empezar, mientras los mensajeros llevaban más munición y litros de café humeante a los cansados soldados que manejaban las armas.

A medida que iba avanzando el día, Gus se dio cuenta, casi sin pensar, de que, en el fondo, no tenía miedo. No era un pensamiento que se le ocurriese a menudo, porque por regla general, estaba demasiado ocupado. Por un breve instante, en mitad de la jornada, mientras se encontraba en la cantina de la fábrica de máquinas de coser dando sorbos de café con leche dulzón en lugar de almorzar, se quedó asombrado ante el desconocido en que se había convertido. ¿De veras podía ser Gus Dewar ese que iba corriendo de un edificio a otro, bajo la lluvia de la artillería enemiga, gritando a sus hombres que machacasen vivo al enemigo? El mismo hombre que hasta entonces había temido no estar dotado del temple suficiente, el que tenía miedo de perder el valor y darse media vuelta y huir en plena batalla, cuando en realidad, en el momento de la verdad, apenas pensaba en su propia seguridad, sino solo en el peligro que corrían sus hombres. ¿Cómo se había obrado semejante milagro? En ese momento, un cabo fue a comunicarle que su escuadrón había perdido la llave especial que se empleaba para cambiar los cañones recalentados de la Hotchkiss, y apuró de un sorbo el resto del café y corrió a solucionar el problema.

Lo cierto es que sufrió un momento de tristeza esa tarde. Ya había anochecido, y miró por casualidad por la ventana hecha añicos de una cocina hacia el lugar de la margen del río donde había caído Chuck Dixon. Ya no estaba conmocionado por el modo en que Chuck había desaparecido en la explosión, pues había visto mucha más muerte y destrucción en los tres días anteriores. Lo que más le sobrecogía en ese instante, con un grado de intensidad distinto, era pensar que, algún día, tendría que contarles ese terrible momento a los padres de Chuck, Albert y Emmeline, propietarios de un banco de Buffalo; y a su joven esposa, Doris, quien tan enconadamente se había opuesto a la participación de Estados Unidos en la guerra… seguramente por el temor de que ocurriese exactamente lo que había acabado sucediendo. ¿Qué iba a decirles Gus? «Chuck luchó como un valiente.» Chuck no había luchado en ningún momento: había muerto en el primer minuto de su primera batalla, sin disparar ni un solo tiro. Daba igual que hubiese sido un cobarde, el resultado habría sido el mismo. Había sido una muerte inútil.

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