Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Mientras permanecía con la mirada fija en aquel lugar, ensimismado en sus pensamientos, un movimiento en el puente del ferrocarril captó su atención.
Se le aceleró el corazón: unos hombres se acercaban al extremo opuesto del puente. Sus uniformes gris militar apenas se distinguían en la penumbra. Corrían con torpeza entre los raíles, tropezándose con las traviesas y la gravilla. Llevaban cascos en forma de cubos para el carbón y se colgaban los fusiles en bandolera: eran alemanes.
Gus corrió a la ametralladora más próxima, tras el muro de un jardín. Sus hombres no habían advertido la presencia de las fuerzas de asalto. Gus llamó la atención del artillero dándole unos golpecitos en el hombro.
—¡Dispare al puente! —le ordenó—. Mire: ¡alemanes!
El artillero desplazó el cañón del arma hacia el nuevo objetivo.
Gus señaló a uno de los soldados que había por allí.
—Corra al cuartel general e informe de una incursión enemiga en el puente del este —gritó—. ¡Rápido, rápido!
Encontró a un sargento.
—Asegúrese de que todos nuestros hombres disparen al puente —dijo—. ¡Ahora mismo!
Se encaminó hacia el oeste. No era fácil desplazar con rapidez las ametralladoras pesadas, y las Hotchkiss pesaban cuarenta kilos contando el trípode, pero ordenó a todos los artilleros a cargo de las granadas de fusil y de los morteros que se desplazasen a nuevas posiciones desde las que defender el puente.
Los alemanes empezaron a caer pero, con férrea determinación, no cejaron en su empeño de conquistar el puente. A través de los prismáticos, Gus vio a un hombre alto con uniforme de comandante que le resultaba familiar. Se preguntó si no sería alguien a quien hubiese conocido antes de la guerra. Mientras Gus lo miraba, el comandante recibió el impacto de una bala y cayó al suelo.
Los alemanes contaban con el apoyo de la implacable batería de fuego de su propia artillería. Era como si todas las armas de la margen norte del río hubiesen enfocado sus miras a la orilla sur del puente del ferrocarril, donde se había agrupado la defensa norteamericana. Gus veía a sus hombres caer uno tras otro, pero sustituía a cada artillero herido o muerto por otro, y apenas había pausa en los disparos.
Los alemanes dejaron de correr y empezaron a tomar posiciones, utilizando los cadáveres de los compañeros muertos para cubrirse. Los más audaces seguían avanzando, pero no había donde esconderse, por lo que caían rápidamente.
Anocheció, pero todo siguió igual: los disparos prosiguieron con una intensidad máxima por parte de ambos bandos. El enemigo se convirtió en unas siluetas imprecisas iluminadas por los destellos de los disparos y de los obuses al estallar. Gus trasladó algunas de las ametralladoras más pesadas a posiciones nuevas, con la certeza casi absoluta de que aquella incursión no era ninguna maniobra de distracción para tratar de cruzar el puente por otro sitio.
Habían llegado a un punto muerto, y al fin los alemanes se percataron de ello e iniciaron la retirada.
Al ver los grupos de camilleros en el puente, Gus ordenó el alto el fuego.
Como respuesta, la artillería alemana enmudeció.
—Dios santo… —exclamó Gus, sin dirigirse a nadie en particular—. Creo que los hemos derrotado.
VI
Una bala norteamericana le había roto a Walter la espinilla. Permaneció tendido sobre la línea ferroviaria transido de dolor, pero se sintió aún peor cuando vio a sus hombres batirse en retirada y oyó enmudecer las armas. Supo entonces que había fracasado.
Gritó de dolor cuando lo subieron a la camilla. Para la moral de los hombres era perjudicial oír gritar a los compañeros heridos, pero no pudo evitarlo. Lo llevaron a trompicones por la vía y a través de la ciudad en dirección a la enfermería, donde alguien le suministró morfina, y se desmayó.
Se despertó con la pierna entablillada. Preguntaba a todo aquel que pasaba por su lado por el avance en la batalla, pero nadie le dio ninguna información hasta que Gottfried von Kessel se acercó a regodearse en su sufrimiento: el ejército alemán había cesado en su intento de atravesar el Marne por Château-Thierry, le contó Gottfried. Tal vez debían intentarlo por otra parte.
Al día siguiente, justo antes de que lo subieran en un tren de vuelta a casa, se enteró de que el cuerpo principal de la 3.ª División de Estados Unidos había llegado y tomado posiciones a lo largo de la totalidad de la ribera sur del Marne.
Un compañero herido le habló de una cruenta batalla en un bosque en las proximidades de una ciudad llamada Bois de Belleau. Había habido muchísimas bajas en ambos bandos, pero los norteamericanos habían ganado.
Una vez de vuelta en Berlín, los periódicos seguían hablando de las victorias alemanas, pero las líneas de los mapas no se acercaban a París, y Walter llegó a la amarga conclusión de que la ofensiva de primavera había fracasado. Los estadounidenses habían llegado demasiado pronto.
Le dieron el alta del hospital para que pudiese pasar la convalecencia en su antigua habitación en casa de sus padres.
El 8 de agosto, un ataque de los aliados en Amiens utilizó casi quinientos de los nuevos tanques. Los vehículos acorazados presentaban multitud de problemas, pero podían ser imparables, y los británicos avanzaban unos trece kilómetros en un solo día.
Solo eran trece kilómetros, pero Walter sospechaba que se habían vuelto las tornas, y adivinaba, por la expresión de la cara de su padre, que el anciano pensaba lo mismo. Ahora nadie en Berlín hablaba de ganar la guerra.
Una noche, a finales de septiembre, Otto llegó a casa con el ánimo de alguien que acaba de asistir a un funeral. No quedaba ni rastro de su vitalidad natural, y Walter se preguntó incluso si no iba a echarse a llorar.
—El káiser ha vuelto a Berlín —anunció.
Walter sabía que el káiser Guillermo había estado en el cuartel general del ejército en una población de las montañas de Bélgica llamada Spa, famosa por sus aguas medicinales.
—¿Y por qué ha vuelto?
Otto bajó el tono de voz hasta hablar casi en un susurro, como si no pudiera soportar decir en voz alta lo que tenía que decir:
—Ludendorff quiere un armisticio.
Octubre de 1918
I
Maud estaba almorzando en el Ritz con su amigo lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Johnny llevaba un chaleco nuevo de color lavanda. Cuando atacaban el
pot-au-feu
, ella le preguntó:
—¿De veras está a punto de acabar la guerra?
—Eso piensa todo el mundo —respondió Johnny—. Los alemanes han sufrido setecientas mil bajas este año; no pueden seguir.
Maud se preguntó, angustiada, si sería Walter una de aquellas setecientas mil víctimas. Podía estar muerto, lo sabía, y aquella posibilidad era como una losa fría que le pesaba en el pecho, en el lugar donde tenía el corazón. No había vuelto a recibir noticias suyas desde su segunda e idílica luna de miel en Estocolmo. Imaginaba que su trabajo ya no lo llevaba a países neutrales desde los que poder escribirle cartas. La terrible verdad era que, seguramente, habría vuelto al campo de batalla para llevar a cabo la última y definitiva ofensiva de Alemania.
Eran pensamientos morbosos, pero realistas a fin de cuentas. Muchas mujeres habían perdido a sus seres más queridos: maridos, hermanos, hijos, prometidos… Todos habían vivido cuatro años en los que esa clase de tragedias sucedían a diario. A esas alturas, era imposible ser demasiado pesimista: el luto era la norma.
Apartó su plato de caldo a un lado.
—¿Hay alguna otra razón que avale la esperanza de que la paz esté próxima?
—Sí. Alemania tiene un nuevo canciller, y este le ha escrito al presidente Wilson proponiéndole un armisticio basado en sus famosos Catorce Puntos.
—¡Eso sí es esperanzador! ¿Y Wilson ha accedido?
—No. Ha dicho que, antes, Alemania debe retirarse de todos los territorios ocupados.
—¿Qué piensa nuestro gobierno?
—Lloyd George está furioso. Los alemanes tratan a los estadounidenses como si fueran sus socios en la alianza… y el presidente Wilson actúa como si pudiesen firmar la paz sin consultarnos a nosotros.
—¿E importa eso?
—Me temo que sí. Nuestro gobierno no está necesariamente de acuerdo con los Catorce Puntos de Wilson.
Maud asintió con la cabeza.
—Supongo que estamos en contra del punto cinco, que aboga por el derecho de los territorios coloniales a tener voz y voto en su autogobierno.
—Exacto. ¿Qué pasa entonces con Rodesia, Barbados y la India? No pueden esperar de nosotros que pidamos permiso a los nativos antes de civilizarlos. Los norteamericanos son demasiado liberales. Y estamos completamente en contra del punto dos, la absoluta libertad de navegación en la paz y en la guerra. La hegemonía británica se asienta sobre la Marina. No habríamos podido doblegar a los alemanes si no hubiéramos tenido la capacidad de establecer un bloqueo sobre su comercio marítimo.
—¿Y qué opinan los franceses?
Johnny sonrió.
—Clemenceau dijo que Wilson estaba tratando de superar al Todopoderoso: «Al mismísimo Dios solo se le ocurrieron diez puntos», dijo.
—Tengo la impresión de que, en Gran Bretaña, a la mayor parte del pueblo llano le gustan Wilson y sus puntos.
Johnny asintió con la cabeza.
—Y los jefes de Estado europeos no pueden decirle al presidente de Estados Unidos que cese en sus intentos de firmar la paz.
Maud tenía tantas ganas de creerlo que se asustó, y se dijo que debía tranquilizarse, que no debía alegrarse todavía. La vida aún podía depararle una gran decepción.
Un camarero les trajo unos filetes de lenguado a la Waleska y lanzó una mirada de admiración al chaleco de Johnny.
Maud desvió la conversación hacia su otro asunto de mayor preocupación.
—¿Qué sabes de Fitz? —La misión de su hermano en Siberia era confidencial, pero él había confiado en ella y Johnny le transmitía los partes.
—Ese líder cosaco ha resultado ser un fiasco: Fitz hizo un pacto con él y estuvimos pagándole durante un tiempo, pero en realidad, no era más que un señor de la guerra, sinceramente. Sin embargo, Fitz se va a quedar allí, con la esperanza de alentar a los rusos a que se revuelvan contra los bolcheviques. Entretanto, Lenin ha trasladado su gobierno de Petrogrado a Moscú, donde se siente más seguro para defenderse de una invasión.
—Aunque los bolcheviques fueran depuestos, ¿existe alguna posibilidad de que el nuevo régimen reanudara la guerra contra Alemania?
—En términos realistas, no. —Johnny tomó un sorbo de Chablis—. Pero un buen número de personas muy poderosas dentro del gobierno británico detesta a los bolcheviques.
—¿Por qué?
—El régimen de Lenin es brutal.
—También lo era el del zar, y Winston Churchill nunca tramó ningún complot contra él.
—En el fondo, tienen miedo de que si el movimiento bolchevique triunfa allí, el próximo lugar donde surja sea aquí.
—Bueno, pero si es un éxito, ¿por qué no?
Johnny se encogió de hombros.
—No puedes esperar que las personas como tu hermano lo vean del mismo modo.
—No —repuso Maud—. Me pregunto cómo estará…
II
—¡Estamos en Rusia! —exclamó Billy Williams cuando el barco atracó y oyó las voces de los estibadores—. ¿Se puede saber qué diablos hacemos en la puñetera Rusia?
—¿Cómo podemos estar en Rusia? —preguntó Tommy Griffiths—. Rusia está en el este, y llevamos semanas navegando en dirección oeste.
—Hemos dado la vuelta al mundo y hemos aparecido por el otro lado.
Tommy no estaba muy convencido; inclinó el cuerpo por la borda, observando.
—Esta gente parece un poco achinada —señaló.
—Pero hablan ruso. Hablan como ese encargado de los ponis, Peshkov, el que timó a los hermanos Ponti a las cartas y luego se largó.
Tommy siguió escuchando.
—Sí, tienes razón. Pues no lo entiendo.
—Tiene que ser Siberia —dijo Billy—. Con razón hace este frío de cojones.
Al cabo de unos minutos descubrieron que estaban en Vladivostok.
La gente apenas reparó en los Aberowen Pals desfilando por la ciudad, pues allí ya había miles de soldados de uniforme. La mayoría eran japoneses, pero también había estadounidenses, checos y de otras nacionalidades. La ciudad contaba con un puerto importante, con tranvías que recorrían amplios bulevares, con teatros y hoteles modernos y centenares de tiendas. Era como Cardiff, se dijo Billy, solo que hacía más frío.
Cuando llegaron a sus barracones se encontraron con un batallón de londinenses de avanzada edad que habían llegado allí procedentes de Hong Kong. Tenía sentido, pensó Billy, enviar a aquellos vejestorios a aquel agujero, pero los Pals, pese a haber sufrido numerosas bajas, estaban formados por un importante núcleo de veteranos curtidos en el campo de batalla. ¿Quién habría movido los hilos para hacer que se retiraran de Francia y acabaran en la otra punta del mundo?
No tardaría en averiguarlo. Tras la cena, el general de brigada, un hombre de aspecto relajado que, a todas luces, estaba a las puertas de la jubilación, les dijo que iban a recibir instrucciones del coronel, el conde Fitzherbert.
El capitán Gwyn Evans, el dueño de los grandes almacenes, trajo una caja de madera que había contenido latas de manteca y Fitz se encaramó a ella, no sin dificultad a causa de su pierna malherida. Billy lo observó con mirada hostil. Se reservaba su compasión para Pugh el Retaco y los muchos otros antiguos mineros tullidos que habían quedado lisiados extrayendo el carbón del conde. Fitz era un hombre arrogante y pagado de sí mismo, un explotador de hombres y mujeres humildes. Era una lástima que los alemanes no le hubiesen acertado en el corazón en lugar de dispararle a la pierna.
—Nuestra misión tiene cuatro vertientes —empezó a decir Fitz, alzando la voz para dirigirse a seiscientos hombres—. En primer lugar, estamos aquí para defender nuestras posesiones. Saliendo de los muelles, al pasar por las vías muertas del ferrocarril, tal vez se hayan fijado en un enorme depósito de suministros custodiado por soldados. Esa extensión de cuatro hectáreas contiene seiscientas mil toneladas de municiones y otras piezas de equipamiento militar que Gran Bretaña y Estados Unidos enviaron aquí cuando los rusos eran nuestros aliados. Ahora que los bolcheviques han firmado la paz con Alemania, no queremos que el armamento sufragado por nuestros países caiga en sus manos.