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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (32 page)

BOOK: La biblioteca perdida
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Si la biblioteca había estado ahí, en tal caso, tenía cierto sentido que Holmstrand la condujera hasta ese lugar como parte del proceso de descubrimiento de su localización. Emily no podía reprimir la sensación de que Arno la estaba obligando a seguir en su viaje el peregrinaje de la propia biblioteca, como si quisiera que se acercara a ella… ¿personalmente?, ¿emocionalmente?

Con independencia del trayecto, había una cosa de especial interés: la biblioteca no había abandonado esa ciudad hasta mediados del siglo XVI, si Athanasius estaba en lo cierto, y por tanto había permanecido en la urbe mientras tenía lugar la gran transferencia de poderes de la centuria anterior. Había llegado a la ciudad imperial bajo el estandarte de los emperadores bizantinos y la abandonó cuando ya ondeaba el pabellón de los otomanos.

Y eso significaba que el «palacio del rey» mencionado por Arno en su última pista no podía ser la residencia del último emperador bizantino, entronizado en el inmenso templo de Santa Sofía, ahora convertido en un museo.

El coche pasó por delante de la iglesia. Emily tuvo entonces la sensación de que se estaba quedando de nuevo en la superficie de las cosas, en el significado aparente de las palabras de Arno, cuyo significado aparente y fácil de descifrar llevaba en la dirección equivocada. Los señores de Constantinopla habían sido famosos y su palacio, aunque estaba en ruinas desde hacía mucho y ahora solo era centro de excavaciones arqueológicas, era una célebre atracción turística de la moderna Estambul. Y allí era adonde a lo mejor debía dirigirse.

Ahora bien, si la biblioteca había estado allí en pleno periodo de conquista islámica, después de la caída del Imperio bizantino y de su capital, Constantinopla, entonces la referencia al palacio del rey debía aludir a algo diferente, y ella estaba bastante segura de que tenía relación con la residencia del sultán otomano, un lugar conocido como el palacio de Topkapi hacia el que el pequeño Audi se acercaba como una bala, a todo lo que daba de sí su motor.

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6.05 p.m.

Cuando el coche dobló una pronunciada curva en la calle Kabaskal, oyó dos avisos de móvil, seguidos enseguida de otros dos, procedentes del bolsillo de su chaqueta. Sacó el BlackBerry, cuya pantalla iluminada anunciaba la recepción de sendos mensajes de texto, y se puso a examinarlos. Al lado figuraba un código de país y un número de teléfono desconocidos.

Tuvo claro quién le había escrito nada más abrir el primero por un breve mensaje personal, que empezaba:

De Athanasius: Cuando esto llegue a ti, ya lo tienes todo en tus manos
.

Emily pasó el pulgar por el ratón de bola a fin de ver el resto del mensaje, que contenía un listado de nombres de personas a quienes no conocía. Abrió el segundo mensaje, que también consistía en otra lista, pero esta vez de nombres destacados.

Al frente de la misma figuraba Jefferson Hines, vicepresidente de los Estados Unidos de América.

Cuando el vehículo se detuvo de forma brusca delante del palacio de Topkapi, Emily comprendió que lo que sostenía en las manos era la lista que había sentenciado a Arno Holmstrand.

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Washington DC, 10.30 a.m. EST

(5.30 p.m. en Estambul).

El Secretario se acercó a los hombres sentados en la mesa negra y miró por encima de sus espaldas mientras los dedos de estos volaban sobre las teclas de los sofisticados ordenadores. Ellos, al igual que todos los empleados del Consejo, figuraban entre los mejores de su oficio, y el material ya reunido sobre la conversación entre Athanasius Antoun y Emily Wess era formidable. Y continuaban acumulando más y más información a medida que rastreaban los nombres y los lugares de la transcripción, y lo confrontaban todo con las biografías de las personas cuyas identidades habían sido tomadas de los escáneres de reconocimiento facial hechos a la entrada y a la salida de la Bibliotheca Alexandrina. «No dejar piedra sin remover» era un método de investigación que se había convertido en algo muchísimo más detallado con el advenimiento de la piratería informática.

Ewan evaluó lo que ya sabían.

—Athanasius Antoun ha sido entrenado para jugar un papel principal en la Sociedad, como ya sabíamos —dijo, sin dirigirse a ningún interlocutor en especial—. A juzgar por lo que él mismo ha dicho, debe de haberse convertido en una de las dos personas que conocen la localización exacta de la biblioteca.

—Pero eso todavía no ha sucedido —apuntó uno de los consejeros—. Acabamos con Marlake antes de que la sucesión tuviera lugar.

—Eso dice Antoun —confirmó Ewan mientras miraba la transcripción de las escuchas—. Pero eso no quita para que en los últimos meses haya trabajado para asumir el papel: ha acumulado la información que es necesario tener, ha hecho contactos, etcétera. Ha hecho el trabajo de base.

—Ha habido muchas llamadas según su registro telefónico —intervino un técnico informático—. El número de llamadas hechas y recibidas se dispara de forma drástica en febrero, momento a partir del cual se ha mantenido muy elevado. Me he puesto a revisar al azar algunas grabaciones que habíamos hecho en el servicio de telecomunicaciones de la Bibliotheca Alexandrina, pero ninguna es muy reveladora. Probablemente, esa sea la razón de que nunca hayan levantado sospechas. Si han dicho algo sobre la biblioteca, lo han hecho hablando en clave. Todas las conversaciones versan sobre libros, compras y negocios normales.

—Por supuesto que no va a hablar abiertamente de la biblioteca ni se le pasa por la cabeza encriptar las llamadas —replicó el Secretario—. Le habríamos localizado de inmediato y habría tenido que dejarlo.

De pronto, el técnico informático tuvo una idea y se volvió hacia uno de los informáticos:

—Richard, sitúa esas llamadas telefónicas en el mapa. Dame una imagen visual de los sitios desde donde ha llamado.

—Sí, señor —respondió el interpelado, cuyo dedos volaron sobre el teclado. En cuestión de unos instantes apareció en la pantalla una proyección cartográfica estándar de Mercator y sobre ella se situaron unos puntos rojos, representando cada uno una ciudad. Cuando ese proceso hubo terminado, se inició otro en azul—. Los puntos rojos marcan las llamadas hechas por Antoun a un punto y los azules, las realizadas desde ese lugar a Antoun. Están representados seis meses de llamadas telefónicas.

Todos se arracimaron en torno a la pantalla del ordenador y escudriñaron la imagen.

—Decidme qué destaca en esta pantalla —ordenó el Secretario tras estudiarla en silencio durante unos instantes. Se le había ocurrido una idea, pero deseaba verificarla con los demás.

—Bueno, está claro que hizo un montón de llamadas —replicó uno de sus asesores sin apartar la vista de la pantalla.

—Ya, ya —repuso Ewan, un tanto molesto por la observación superficial y vana—, pero mirad con más atención este mapa. ¿No hay una localidad cuya ausencia llama mucho la atención ahora que conocemos la conversación entre Antoun y Wess?

Todos examinaron el mapa de la pantalla con interés renovado. Al final, el segundo ingeniero técnico lo encontró y dijo con entusiasmo:

—Ya lo tengo. En los últimos seis meses no se hizo ninguna llamada a Estambul ni desde Estambul, o una localidad próxima.

El examen confirmó la observación del Secretario. Emily Wess y el equipo de Jason habían acudido a una ciudad que era un espacio vacío en los listados de llamadas telefónicas. La conclusión parecía clara.

—La biblioteca no puede estar ahí —concluyó el Secretario—. Tal vez haya una cámara de seguridad o algo histórico, pero ya no está en activo. El Ayudante del nuevo Custodio nos lo confirma.

—En tal caso, Emily Wess ha malinterpretado las pistas del Custodio al dirigirse a Estambul, ¿verdad?

—No —respondió el Secretario—. Estoy convencido de que lo ha hecho bien; es el Custodio, que hizo lo de siempre: engañar, manipular, estirar el chicle. Solo es otro paso en ese juego suyo del ratón y el gato. Dejemos un poco de espacio a la doctora, veamos qué tontería le ha dejado esta vez en Estambul. Necesitamos ir un paso por delante —concluyó, y volvió a mirar el mapa, como hicieron también acto seguido todos los demás.

—Una localización destaca sobre las demás —observó el hacker Richard—. Inglaterra es lugar de emisión y recepción de múltiples llamadas.

Ewan miró hacia ese punto del mapa y dio una orden:

—Amplía el Reino Unido.

Al cabo de unos segundos, ocupó toda la pantalla el mapa de Inglaterra, donde destacaba la concentración de puntos rojos y azules en el condado de Oxfordshire, y un buen número de ellos en la propia ciudad de Oxford.

«Oxford». Un pensamiento asaltó al Secretario.

—Que alguien traiga el inventario de libros confiscados en casa de Wess. —El segundo técnico seguía concentrado en el ordenador mientras Ewan repasaba la lista de libros. Había un buen montón de libros de Oxford, lógico, pues la doctora había estado allí como estudiante de posgrado. El Secretario se puso a pensar en voz alta, aunque cada vez hablaba más deprisa—: Ella estuvo en Oxford. El Custodio también había estado allí en varias ocasiones a lo largo de su carrera. Antoun hizo muchas llamadas allí.

—Pero ayer mismo estuvimos en Oxford, en la iglesia —observó un consejero—. Su destrucción era una trampa.

—Por supuesto que sí. La iglesia era una trampa, pero Oxford, al parecer, no lo es.

Mientras el Secretario continuaba hablando, Richard examinaba todos los archivos relacionados con la cuenta de correos de Antoun. Durante un tiempo lo hizo con movimientos pausados, pero de pronto levantó la vista del ordenador.

—Señor, aquí hay algo que usted debería ver.

Ewan se acercó y miró la pantalla.

—Esta imagen iba como archivo adjunto de un mensaje electrónico en blanco enviado a Antoun hará unos tres meses desde una cuenta de Yahoo. La dirección IP es de Oxford. En aquel momento no nos llamó la atención, pero no estábamos buscando con tanto detalle como ahora.

Hizo clic con el ratón y en la pantalla apareció una postal de la abadía de Westminster.

—¿Westminster? —El Secretario enarcó una ceja.

—Sí, pero no es la imagen real —contestó Richard—. Es un jpg encriptado.

—En cristiano —ordenó el Secretario, poco familiarizado con la jerga informática por su costumbre de dejar eso a los técnicos.

—Se trata de un archivo preparado para mostrar una determinada imagen cuando se abre de forma normal, pero la verdadera fotografía aparece cuando la desencriptas.

El Secretario controló sus crecientes expectativas.

—¿Eres capaz de desencriptarla?

—Por supuesto —replicó Richard—. Ya lo he hecho. No era el algoritmo de encriptación más fácil del mundo, pero tampoco el más difícil. La encriptación de un archivo jpg no puede tener un sistema codificador de alto nivel. Se usa para engañar. No sabes que ahí hay una segunda imagen a menos que la estés buscando específicamente.

—Eso me da igual —le cortó el Secretario con ansiedad—. Muéstrame la fotografía real.

Tras unos pocos clics, la pantalla mostró una imagen completamente distinta.

Ante los ojos del Secretario apareció la fotografía hecha desde lejos de un símbolo tallado en piedra. Era un glifo, una talla figurativa grabada en un techo de piedra. Y su forma era inconfundible.

En ese instante, Ewan supo adónde quería ir y qué quería hacer. Veía la localización de la biblioteca con la misma claridad que la imagen que tenía delante. Pero en ese momento otro técnico levantó la vista de la pantalla con gesto nervioso.

—Acabamos de enterarnos de que el móvil de Wess ha tenido actividad mientras estaba en Estambul.

—Dame los detalles —exigió Ewan.

—Acaba de recibir dos SMS, ambos procedentes de la misma fuente —contestó el interpelado mientras cliqueaba en su ordenador—. Los ha enviado un número desde Egipto. En breve habremos completado el rastreo.

—¿Puedes conseguir el texto de esos mensajes?

—Por supuesto. —El tecleo interrumpió la conversación durante unos instantes. El técnico se volvió hacia el Secretario con gesto grave—. Ambos mensajes son una lista de nombres.

Ewan se acercó al monitor del hombre y miró por detrás de este los dos mensajes desplegados en la pantalla. Entre los dos mensajes de texto estaba la lista entera. La filtración. La filtración se había extendido.

No dijo ni una palabra a los hombres presentes en la habitación. Extrajo con calma un fino móvil del bolsillo del traje, marcó y se lo llevó a la oreja.

—Vuestro objetivo ha cambiado —dijo cuando tuvo línea con el coche que Jason conducía hacia Estambul—. Ha llegado el momento de eliminar a Emily Wess. Averiguad si sabe algo más y luego acabad con su vida.

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Estambul, palacio de Topkapi, 6.15, hora local

Emily se detuvo en la puerta del acceso principal para pagar las veinte liras turcas que costaba la entrada y después atravesó los cuidados jardines situados delante del complejo principal.

El palacio estaba ideado para impresionar, como tantos otros lugares de los que había visto la doctora en los dos últimos días, pero lo hacía de un modo notoriamente diferente al estilo docto y erudito de la Universidad de Oxford o al modernismo vanguardista de piedra y vidrio de la Biblioteca de Alejandría. El lugar había sido residencia de los sultanes desde su construcción en 1478 por Mehmet el Conquistador, que había tomado al asalto la ciudad cristiana de Constantinopla, poniendo fin al Imperio bizantino, y por ende al Imperio romano. Era un ejemplo del tradicional estilo islámico. El modus operandi de los decoradores otomanos consistía en no construir dos edificios iguales y utilizar colores brillantes, algo casi inexistente tanto en Oxford como en Alejandría. Abundaban los azulejos rojos, azules y dorados dentro y fuera de los edificios; columnatas pintadas sostenían doseles angulosos de hojas áureas; había fontanas dispersas por todas las plazoletas y esquinas. El complejo mismo parecía más una villa de salones y edificios reales que una única estructura. Ocupaba 80.000 metros cuadrados si se incluía el espacio del serrallo.

Emily sabía muy poco sobre Topkapi, tal vez más que un turista sin formación histórica que visitara el lugar, pero sus conocimientos venían a ser los descritos en el folleto que le habían entregado con la entrada.

Los sultanes otomanos habían ocupado el palacio desde los días de Mehmet el Conquistador hasta 1856, cuando el sultán Abd-ul-Mejid I decidió trasladar su residencia al palacio de Dolmabahçe, de corte occidental, y había sido el hogar de la numerosísima familia real, lo cual incluía una pléyade de esposas imperiales y concubinas, así como su prole. El área conocida como el harén era una parte tradicional de todas las residencias otomanas, y en ella vivía el regente con los miembros más próximos de su familia. Además, el complejo albergaba también las oficinas del Estado e incluía las residencias de visires y asesores. El sultán les mantenía muy cerca de él, en el sentido literal del término. Dentro de sus muros también se hallaban el tesoro real, los establos, la plaza de armas y desfile, armerías, hospitales, baños, mezquitas, salones de audiencia y todo cuanto un monarca reinante pudiera requerir, limitando al mínimo imprescindible el arriesgado asunto de salir y mezclarse con un populacho levantisco.

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