—Por Dios, esto es increíble.
A medida que su prometido hablaba, Emily experimentaba un aborrecimiento creciente hacia los hombres que, como ahora comprendía, estaban metidos en el asunto de la Biblioteca de Alejandría. Athanasius ya le había advertido en Egipto que sus enemigos conocían su identidad y no la perdían de vista. Ese aviso estaba resultando ser muy cierto.
—Esos hombres…, había en ellos algo… intenso —prosiguió Michael—. Vestían los mismos trajes grises, lucían el mismo corte de pelo, se comportaban igual. Parecían clones el uno del otro. Y que me aspen si alguno de los dos trabajaba para la policía local o para el Gobierno. No había en ellos ni un ápice de verdad.
Emily soltó un pequeño suspiro de alivio al percibir el tono de desafío con que pronunciaba las últimas palabras. Michael Torrance no era un pusilánime que se achantara. Aunque Emily tenía una gran seguridad en sí misma y su porte y comportamiento hacían que todos creyeran que era ella quien mandaba en la pareja, lo cierto es que estaban a la par. Él tenía una fuerza y una resistencia que ella encontraba inspiradoras.
—Pero preferiría no volvérmelos a cruzar de nuevo. Parecían conocer la respuesta a todas sus preguntas incluso antes de formularlas. Tengo un sexto sentido para saber cuándo me están interrogando y cuando me ponen a prueba. —En esta ocasión permaneció callado un rato más largo—. No quiero ni imaginar lo que me hubieran hecho de haberles dado una sola respuesta distinta a lo que ellos esperaban.
La joven intentó sofocar la vorágine de emociones que la embargaba: ira, odio, miedo, confusión. Debía seguir el modelo de Michael y pensar con calma qué significaba todo aquel lío. Detrás de aquello debía de estar el Consejo, como había llamado Athanasius al grupo que operaba contra la biblioteca, y también ellos eran los responsables del registro de su despacho y de su hogar, y de la entrevista con Michael. La estaban buscando a ella, resultaba evidente.
La buscaban a ella y estaban dispuestos a hacer todo cuanto fuera necesario con el fin de atraparla. Habían llegado incluso a su prometido.
Ya no estaba a salvo, pero tampoco era ya una simple observadora pasiva. Hasta ese momento, la búsqueda a la que la había lanzado Arno Holmstrand había sido la clase de misterio en el que ella siempre había soñado verse envuelta: un enigma que alcanzaba a personas normales e insignificantes y las lanzaba de lleno a la plenitud de la historia. Ahí estaba ella, una profesora novata, convertida en actriz protagonista de un drama que iba desde los faraones a los gobernantes actuales, abarcando varios continentes y muchos siglos. En ese sentido había sido algo perfecto. Pero ese planteamiento se había invertido tras el ataque a Michael, pues ella lo consideraba una injerencia, un ataque, a pesar de que únicamente le hubieran interrogado. Emily ya no entraba de lleno en la plenitud de la historia, la historia le caía encima. Hechos hasta ese momento perfectamente impersonales se convertían ahora en algo personal e inaceptable.
—Michael, esos hombres son peligrosos —informó, volviendo al presente—, pero no tengo la menor idea de por qué tendrían que ir a por ti.
—¿Sabes quiénes son? —quiso saber Michael, no muy seguro de si estar al corriente iba a tranquilizarle o a provocar que temiera aún más por ella.
—Me hago una idea aproximada. El tipo que me habló de ese grupo, el Consejo, me aseguró que disponía de un grupo numeroso de informantes. Les llaman «sus Amigos».
—Pero ¿por qué hacían preguntas sobre Washington? —insistió Michael—. ¿Qué relación guarda la biblioteca con lo que está sucediendo aquí? ¿Tiene alguna relación, sea la que sea, con los escándalos?
Ella estuvo a punto de contestarle, revelándole el secreto del siglo, pero se mordió la lengua a tiempo. El instinto le decía que pondría en un peligro aún mayor a su prometido si le relevaba todos los detalles del Consejo y su complot con el vicepresidente, e hizo caso a su instinto de protección. Esa información había determinado la muerte de Arno Holmstrand y de otros cuatro hombres más, al menos hasta donde ella sabía.
En vez de contarle nada, hizo una enfática declaración:
—He de ir a casa. —No era algo planeado con detenimiento ni tampoco un plan, solo el curso de la acción a seguir. No podía continuar adelante con la búsqueda mientras las vidas de ambos corrieran peligro. Tal vez le gustara la aventura, pero no era tan egoísta—. Aún estoy en el aeropuerto. Estoy segura de que esta misma tarde puedo coger un vuelo de vuelta a casa.
Se produjo otro silencio, pero cuando él habló, no le dio la respuesta que esperaba:
—Ni en broma.
—Mike, no voy a seguir jugando a los detectives sin ti cuando las cosas se han puesto tan difíciles. Esto iba a ser un viajecito rápido para encontrar la biblioteca para un colega.
La repentina firmeza en el tono de voz de su prometido le permitió advertir a Emily que este había llegado a ver la situación como un desafío y no estaba dispuesto a que Emily la abandonara por él.
—Em, usa un poco la lógica. Ya se han entrevistado conmigo; ha sido desagradable, pero ya ha pasado y se han ido. No hay razón de que vuelvan a por mí. Pero tú…, tú… —Michael se detuvo para encontrar las palabras adecuadas— no puedes pensar que esto es un juego detectivesco de mentirijillas. Hasta yo soy capaz de ver que se trata de una historia real y no es antigua…, si guarda relación con lo que está pasando en Washington. —Hablaba con fuerza y convicción. Emily advirtió una enorme resolución en ese tono de voz.
—Creo que debería tomar ese vuelo. Podría realizar algunas investigaciones con la información descubierta. Haría algunas indagaciones. Pondría las cosas en orden. Luego, podría estar contigo.
—De ningún modo —repuso él—. No vas a utilizarme como excusa. Ven si quieres, pero mi puerta estará cerrada.
Emily esbozó una gran sonrisa y soltó una carcajada. Iba a casarse con el hombre adecuado: aventurero, fuerte, beligerante. Maravilloso. Pero mientras seguían las risas, Michael tuvo la sensación de que la sugerencia de Emily de echarse atrás podría deberse a algo más que a su preocupación por él. Hasta las mujeres fuertes pueden tener miedo.
—Podría ir contigo —sugirió sin pensarlo— y compartir lo que nos espere por delante.
La emoción embargó a Emily y movió los labios para decir «sí», pero se contuvo a tiempo. Si el futuro le deparaba algún peligro, no deseaba que lo corrieran los dos.
—No, tú tienes que defender el fuerte —acabó por contestar—. Voy a dedicarle a este asunto un día más, eso es todo, y siempre que te dejen en paz. Con que te hagan una simple llamada, lo dejo. A mi regreso quiero tener un marido.
—Eso suena bien —dijo él, que también sabía cuándo ceder.
—Ve con cuidado, Michael. Te quiero. —Sonaba un poco trillado, pero, aun así, tenía que decirlo.
—¿Yo? Mi plan es encerrarme en la oficina veinticuatro horas al día las tres próximas jornadas para tener listo mi proyecto —respondió—. Ojalá cierre la venta con la entrega de los planos. No te preocupes y aplícate a ti ese buen consejo. Emily, si esos hombres han venido hasta aquí, eso significa que están dispuestos a ir a cualquier parte. —Enmudeció un tiempo a fin de que sus palabras calaran—. Cuídate las espaldas.
5.25 p.m.
Emily sintió una opresión en el pecho tras su conversación con Michael.
Aquellos acontecimientos bastaban para volver loca a una persona cuerda y ella advirtió un nuevo nerviosismo en su caminar. El aeropuerto atestado le parecía menos seguro que antes de la llamada y miraba con recelo a todos los pasajeros.
«No te asustes. No tiene sentido reaccionar de forma exagerada», se dijo a sí misma, pero eso es fácil de decir y muy complicado llevarlo a la práctica. No había forma de serenarse.
Al doblar una esquina llegó a una larga hilera de puertas de cristal que conducían al exterior del aeropuerto y una fila de limusinas aparcadas junto a la acera. Junto a los relucientes sedanes negros había unos hombres sosteniendo unos carteles. Todos ellos tenían un aspecto de profesionales serios y caros, todos excepto uno: un hombrecillo apoyado sobre un Audi de color gris que sostenía un letrero donde rezaba: «Dr. Antoun». Vestía un traje harapiento y arrugado. El pelo parecía ignorar qué era un peine. Aun así, lucía una gran sonrisa y recibía a cada pasajero con un asentimiento, a la espera de que uno se volviera y anduviera hacia él.
Athanasius había arreglado las cosas de modo que uno de sus amigos acudiera a recogerla, pero daba la impresión de que este iba corto de presupuesto. Se dirigió al conductor con un asentimiento de cabeza y se aproximó al coche.
—Soy la doctora Wess, soy… —Emily vaciló, no muy segura de qué palabra podía usar—, soy colega del… doctor… Antoun.
Esperó a que el hombrecito le abriera la puerta del asiento trasero, ella miró dentro y después a sus espaldas. Luego, tomó asiento y se apresuró a abrocharse el cinturón de seguridad.
Emily se puso tensa cuando el coche se alejaba de la acera, pues le pareció ver con el rabillo del ojo una franja de color, o más bien sin color, era un área de un gris llamativo y apagado al mismo tiempo, pero cuando se fijó no había nadie, salvo otros conductores a la espera de sus pasajeros.
«Me estoy poniendo paranoica», se burló de sí misma. Se enderezó en el asiento y fue controlando las pulsaciones hasta que bajaron a un ritmo normal.
5.29 p.m.
A tres calles de distancia, Jason Westerberg pisó el acelerador del sedán negro a fin de mantenerse a una distancia constante del coche de Emily. Su compañero estaba sentado tranquilamente en el asiento de atrás, haciéndose pasar por un pasajero. El silenciador enroscado a la boca de la pistola que descansaba sobre su regazo era la única nota discordante en la rutinaria recogida de viajeros del aeropuerto.
Los Amigos siguieron a su objetivo en silencio.
Washington DC, 10.30 a.m. EST
(5.30 p.m. en Estambul).
El general Brad Huskins miró al vicepresidente, sentado al otro lado de la limusina. Dadas las circunstancias, el hombre parecía sereno, tranquilo y confiado. Todas las circunstancias deseables en el líder político de una nación.
—El arresto del presidente está previsto para mañana por la mañana a las 10 a.m. —expuso el secretario de Defensa. Ashton Davis había pasado los cinco primeros minutos del viaje hojeando los procedimientos que les esperaban… al frente de la nación—. Quedará en manos del ejército, ya que el arresto se realizará bajo las regulaciones de la ley militar.
—Yo mismo le arrestaré —apuntó Huskins.
El vicepresidente asintió y se volvió hacia el general.
—Confío en que no se produzca ninguna protesta o injerencia por parte de sus agentes en la Casa Blanca. Puede asegurarlo, ¿verdad?
—No la habrá, señor —respondió el director del Servicio Secreto—. Estamos preparando todos los detalles para los equipos del presidente y el vicepresidente, y todo nuestro personal en Washington recibirá nuevas órdenes a los pocos segundos de que empiece la operación.
—No quiero que ningún agente estropee un arresto controlado y fácil por intentar interponerse delante del presidente —comentó Huskins.
—Eso no va a ocurrir —insistió Whitley—. El cometido de mis hombres es proteger al presidente de Estados Unidos, al
legítimo
presidente. No van a resistirse a la destitución legal de un traidor.
Tanto el general como el secretario de Defensa asintieron indicando que estaban de acuerdo. Davis miró por el cristal tintado de la ventana y vio refulgir el mármol del Capitolio a la luz del sol. Detrás, más pequeño y, sin embargo, ese día, más poderoso, se hallaba el complejo que albergaba al Tribunal Supremo de Estados Unidos.
—Llegaremos al despacho de la presidenta del Tribunal Supremo, Angela Robbins, en cuestión de unos instantes —dijo, atrayendo la atención de los otros ocupantes del coche—. Nos aclarará los detalles del traspaso del poder ejecutivo y tutelará el proceso. Será ella quien diga si usted asume o no de inmediato el puesto de presidente o simplemente se hace cargo del poder ejecutivo hasta que Tratham sea condenado por traición y, por tanto, no pueda ejercer el puesto, pero sea como sea, en cualquier caso, el resultado va a ser el mismo.
—Usted va a llevar la voz cantante —soltó con seriedad extrema el general Huskins.
Durante unos instantes reinó el silencio, solo roto cuando el vehículo se aproximó a la entrada posterior del edificio del Tribunal Supremo.
—Esta va a ser la mayor prueba a la que se ha enfrentado nuestro país desde su fundación —declaró Brad Whitley.
—Gracias a Dios, contamos con hombres sensatos de mente despejada como usted para llevar esto a cabo.
Estambul, 5.35 p.m.
El pequeño coche que había recogido a Emily gracias a las gestiones de Athanasius iba a más velocidad de lo habitual por la principal carretera costera que conducía del aeropuerto al corazón de Estambul, una autovía moderna con el inverosímil nombre de avenida Kennedy. El viejo Audi parecía tener veinte años más que cualquier otro vehículo que transitara por allí y gemía y crujía por el esfuerzo al que le sometía el conductor. Este conducía con una sonrisa imperturbable. Su incapacidad para pronunciar una palabra en inglés resultaba tan evidente como la instrucción recibida de llevarla a su destino lo más deprisa posible.
Emily se devanó los sesos a fin de unir todos los fragmentos de información acumulados durante la jornada. Concentrarse en los datos más cercanos la ayudaba a no empantanarse en la preocupación que sentía por Michael y su propio nerviosismo. Iba a volverse loca si no prestaba atención a las piezas del puzle, ya fuera por la ansiedad y la culpabilidad de seguir adelante sin él, ya fuera por la amenaza contra su seguridad, una amenaza que era real, y ella lo sabía, a pesar de ser invisible. Por tanto, debía obligarse a analizar los materiales obtenidos a lo largo del día anterior.
Fuera cual fuera la causa del éxodo, una cosa era cierta: la Biblioteca de Alejandría había abandonado la ciudad de origen. Los eruditos habían pensado que se había perdido o que la habían destruido. Ahora ella sabía la verdad, la habían trasladado a escondidas y la habían ocultado. Reubicarla en Constantinopla era un movimiento guiado por el sentido común. La nueva ciudad imperial era un lugar estable y seguro. La urbe siguió siendo un centro de dominio del mundo antiguo tras la caída del Imperio romano de Occidente, y así sería durante mil años más, hasta que los turcos otomanos la tomaron al asalto en 1453. E incluso entonces había conservado su relevancia imperial, al convertirse en la capital del Imperio turco otomano, gobernado por la dinastía Osmanlí. El sultanato fue poderosísimo y sus ejércitos, imbatibles, pero al final también desaparecieron. El advenimiento de la Turquía moderna en 1923 cambió por completo el paisaje: la ciudad no era fortaleza real por primera vez desde que Constantino el Grande la fundara en el año 330.