La biblia de los caidos (55 page)

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Authors: Fernando Trujillo

BOOK: La biblia de los caidos
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Álvaro dejó la sierra a un lado y separó las costillas. La masa roja quedó a la vista, palpitando con ritmo constante.

—Es un corazón muy grande —dijo la enfermera.

—Sí que lo es, pero hay que extraerlo —apuntó Álvaro en tono aburrido.

Ya había realizado varios trasplantes de corazón y no sentía nada remotamente parecido a un reto. Se trataba de un procedimiento rutinario para él. El paciente obtendría un corazón nuevo y pasaría el resto de su vida tratando de prolongarla el máximo posible. Acataría dócilmente un sinfín de normas, que implicarían renunciar a gran cantidad de vicios y actividades que la inmensa mayoría de las personas consideraba placenteras, y lucharía por aferrarse a este asqueroso mundo cuanto le fuese posible.

Álvaro le envidió.

—Bien, vamos allá —dijo dirigiéndose a su equipo—. No quiero ni un solo…

La puerta se abrió de repente, cortando su discurso. Álvaro clavó una dura mirada en el entrometido y consideró retirarse la máscara antes de hablar. Quería asegurarse de que se escucharan con claridad todos los insultos con que iba a inflar su explicación de por qué no era aconsejable irrumpir en un quirófano.

El recién llegado ni siquiera vestía una bata, iba con ropa de calle y lucía una sonrisa despreocupada, tan campante.

Álvaro dejó el instrumental sobre una mesa y se acercó al intruso. Su compañero y las dos enfermeras estaban tan sorprendidos que no reaccionaron. El desconocido se aproximó a Álvaro y le tendió un sobre negro con los bordes blancos antes de que pronunciase una sola palabra. Álvaro agarró el sobre de mala manera, intuyendo cuál era su contenido. El mensajero no esperó ni un segundo; se dio la vuelta y salió del quirófano.

Sin duda era una resolución legal destinada a detener el trasplante de corazón. Era un mal asunto. Álvaro no había prestado la debida atención a los pormenores de la situación de su paciente, no le importaban en absoluto. Recordaba vagamente que había dos mujeres luchando por decidir qué era lo más conveniente. Una estaba a favor del trasplante, su mujer si no le fallaba la memoria, y la otra se oponía, esa debía de ser su hermana. ¿O era al revés?

En cualquier caso, el dictamen de los médicos no parecía contar con el peso suficiente para garantizarle a ese pobre desgraciado, a quien no se consideraba en plenas facultades mentales para decidir su propia suerte, un nuevo y saludable corazón. En parte era por su culpa; no es que se hubiera volcado en comunicar su opinión médica profesional. Informó del estado del paciente, recomendó el trasplante y luego dejó la mente en blanco mientras aquellas arpías se despedazaban mutuamente en su lucha por demostrar quién quería más al paciente, y por consiguiente, quién debía decidir.

Estaba claro que la perdedora había recurrido a métodos legales para insistir en salirse con la suya. Algún juez medio idiota, que no entendía nada de medicina, habría resuelto detener la intervención para que los médicos acudiesen a un tribunal a exponerle la situación una y otra vez hasta que su señoría entendiese que debía dar la razón a los profesionales del sector y apoyar el trasplante; de ahí que ahora le notificasen por escrito que no operase al paciente.

Álvaro conoció un caso similar unos años atrás. Se trataba de una amputación de pierna, pero el sobrecito llegó tarde y se encontró con una pierna que no estaba unida ya a ningún cuerpo. En esta ocasión, el paciente sólo tenía el pecho abierto de par en par. Iban mejorando.

—¿Qué es? —preguntó su compañero.

Álvaro suspiró con desgana.

—Imagínatelo —dijo mientras rasgaba el sobre con sus guantes manchados de sangre—. Lástima que no lo hubieran enviado unas horas antes. Nos habríamos ahorrado rajar al paciente. Le va a quedar una cicatriz preciosa, y todo para nada. Eso sucede cuando…

Álvaro cerró la boca y se tragó el resto de la frase. No se trataba de una notificación legal, ni siquiera era una carta oficial. El papel estaba plegado sobre sí mismo dos veces. Álvaro lo desdobló a toda prisa, sin poner cuidado alguno. Jamás había visto algo parecido. La carta estaba escrita a mano, con una caligrafía muy elegante, de trazos estilizados y terminaciones alargadas, impregnada de un cierto aire antiguo e imperecedero. Algo recargada, tal vez. La tinta era roja y presentaba un tono a veces muy vivo, otras, apagado. Álvaro no pudo imaginar una pluma o bolígrafo capaz de extender una tinta que reflejase semejantes oscilaciones. Tampoco le resultaba fácil creer en una mano que dibujase aquellas letras, y sin embargo, sabía que ningún ordenador ni máquina de escribir hubiese podido dar ese toque a aquella carta.

Leyó con gran atención. Se extrañó un poco al ver que sus guantes de látex no dejaban manchas de sangre sobre el papel de la carta como lo habían hecho en el sobre que la contenía. Las palabras se formaban en su mente con una naturalidad sorprendente, fluían con suavidad y le impedían dejar de leer. Por un instante, olvidó el lugar en el que se encontraba y qué estaba haciendo.

Cuando terminó la lectura, Álvaro lo entendió todo a la perfección.

Arrojó la carta al suelo, despreocupado, y se fue hacia la puerta mientras se quitaba la mascarilla y los guantes.

—¿Dónde vas? —preguntó la enfermera.

—¡Eh! ¡Que tenemos a un tipo abierto sobre la camilla! —gritó el otro cirujano, asombrado.

Álvaro no les hizo el menor caso. Comenzó a quitarse la bata sin dejar de andar. Al llegar a la puerta la tiró al suelo y salió sin decir nada. Nadie supo cómo reaccionar. Las dos enfermeras y el cirujano cruzaron una mirada de incertidumbre al no saber por qué Álvaro les había abandonado de ese modo tan frío y precipitado.

—Deben de haberle dado una mala noticia —aventuró la enfermera agachándose para recoger la carta—. Tal vez un pariente haya sufrido un accidente.

El otro médico no estuvo de acuerdo con esa conjetura. Álvaro se hubiese marchado corriendo y habría dado alguna explicación. No hubiera dejado el quirófano con un paso tan tranquilo. No, no era eso. Demasiado… indiferente.

—¡Más te vale tener una buena excusa o pienso dar parte de esto, imbécil! —gritó el cirujano—. ¿Y bien? ¿Qué pone en esa carta?

El rostro de la enfermera se había deformado en una mueca imprecisa. El médico estaba perdiendo la paciencia. Arrancó el papel de las manos de la enfermera y lo examinó en busca de una aclaración.

No la encontró. El papel estaba en blanco.

 

 

Judith llegó a casa algo deprimida. Colgó el abrigo y no vio en el espejo de la entrada el rostro angelical que todo el mundo le atribuía. En su lugar contempló a una jovencita de unos veinte años, a pesar de que tenía treinta, de mirada triste y aspecto derrotado. Con gusto le hubiese soltado una bofetada a ver si reaccionaba.

Sobre la mesa de la cocina, encontró un montón de cartas que la asistenta había dejado allí tras recoger el correo. Judith las repasó rápidamente. Todo propaganda. Sus ojos se detuvieron un instante en un sobre negro con los bordes blancos que sobresalía entre los demás. No había nada escrito en él, así que dedujo que no sería importante. Y si lo era, ¿qué más daba? Que hubiesen indicado su contenido en el exterior.

Arrojó un par de troncos a la chimenea y encendió el fuego para intentar relajarse. El olor a leña quemada le encantaba. Cuando las llamas comenzaron a bailar cobre la madera, lanzó todo el correo al fuego y se quedó ensimismada viendo arder la condenada propaganda. Perdió la noción del tiempo.

John Lennon la trajo de vuelta a la realidad de la mano de Imagine, su canción favorita, mientras el móvil vibraba sobre la mesilla.

—¿Sí?

—Por fin coges el teléfono —dijo la voz de Néstor. Judith maldijo haber contestado sin mirar antes quién llamaba—. Sólo pretendo que hablemos.

—Ahora no, Néstor. No me encuentro muy bien.

—¿Entonces, cuándo? Me merezco una explicación —dijo Néstor sin poder disimular su enfado—. Me pediste tiempo y creo que he sido más que razonable. Llevo esperando cuatro meses.

—Lo sé y te lo agradezco. Pero no pasa nada por esperar un poco más.

—¡Eso se acabó! —gritó Néstor. Judith retiró un poco el móvil—. Puedo hacer cualquier cosa por ti, pero al menos dame una razón. No me trago la excusa que me diste para dejarme. Eras feliz conmigo, Judith. Lo sé, se te notaba.

Ella también lo sabía. Se permitió un momento de flaqueza y una avalancha de recuerdos felices invadió su mente con una fuerza demoledora. Se vio a sí misma con Néstor seis meses atrás. Estaban en la cama tumbados entre las sabanas, acababan de acostarse juntos…

Judith sacudió la cabeza con brusquedad. Era un error revivir esas escenas, un descuido que no se podía permitir.

—No puedo decirte nada nuevo, Néstor —dijo con un nudo en la garganta—. Necesito un poco más de tiempo.

Néstor tardó en responder.

—Ya no puedo más, Judith, lo siento. Llevo meses aguardando, dándole vueltas, sin una explicación por tu parte. Me volveré loco. Tienes que decidir de una vez. O compartes conmigo lo que sea que te esté ocurriendo o esto se acabó definitivamente.

—No me presiones, Néstor. Solo necesito un poco más de tiempo. Lo estoy haciendo por ti, no me obligues a escoger ahora.

—Ya no lo soporto más —dijo con la voz destrozada—. O me dejas entrar de nuevo en tu vida o me perderás para siempre —sentenció.

—Entonces te perderé.

Judith colgó y luego estrelló el teléfono contra la pared. El móvil saltó en pedazos. Permaneció sentada con la mirada perdida en las llamas onduladas de la chimenea durante un tiempo indeterminado, hasta que su rabia se fue desvaneciendo lentamente.

Empezó a adormecerse, a sentir cómo su cuerpo se relajaba, y agradeció que su mente le permitiese distanciarse del mundo. Se tumbó en el sofá y se cubrió con una manta.

Se despertó con un sobresalto. Una sensación desconocida la apremiaba, como una especie de alarma. Tal vez había tenido una pesadilla. Se incorporó a medias y se frotó los ojos. Aún era de día, así que no podía haber dormido demasiado. Sin embargo, el fuego estaba prácticamente extinguido. Una par de brasas anaranjadas sobresalían entre los restos de cenizas. Los leños se habían consumido y no quedaba nada más que… Aquello no podía ser. Debía de seguir dormida porque era imposible lo que sus ojos estaban viendo.

Judith se arrodilló junto a la chimenea y cogió el sobre negro de bordes blancos, que estaba parcialmente sepultado bajo las cenizas. ¿Cómo era posible que no hubiese ardido?

Lo abrió a toda velocidad, presa de una gran excitación, y extrajo un papel sencillo sobre el que reposaban unas letras rojas trazadas con una caligrafía imposible de confundir. Judith leyó con mucha atención el contenido.

Cuando terminó, dejó la carta en el suelo, fue a su cuarto a cambiarse de ropa y luego se marchó de casa.

 

 

Lo primero que hizo Héctor fue ir al banco para averiguar cuánto podía conseguir. Fue bastante decepcionante.

No le cogió por sorpresa enterarse de lo poco que valía su vida. Había exprimido todo cuanto tenía de valor para solicitar un préstamo por el mayor importe posible.

—Si usted contase con un aval podríamos aumentar la cantidad —dijo la eficiente señorita que le atendió en el banco—. Quizás algún familiar suyo pueda aportar…

—¡No! —gritó Héctor—. Quiero el máximo que pueda obtener yo solo, sin involucrar a nadie más.

Su casa era lo único que el banco consideraba valioso. Y tampoco resultaba demasiado. El triste apartamento en el que vivía apenas alcanzaba los cuarenta metros cuadrados, y era suyo gracias a una herencia. Cuarenta y tres años y esa era toda su fortuna.

Hasta la semana siguiente no hizo nada más. Llevó al banco la documentación que le exigieron y el resto del tiempo permaneció en casa. En dos ocasiones salió a la calle, una para comprar algo de comida, la otra para ir al médico. Su psiquiatra le hizo las preguntas de siempre. Héctor las contestó distraído, recogió las recetas y pasó por la farmacia para comprar los ansiolíticos y los antidepresivos.

Por fin le concedieron el préstamo, diez días después de entregar la documentación y formalizar la solicitud. Héctor puso una transferencia por el total del importe a otra cuenta de un banco distinto y dejó solo un euro en la suya.

—Es una cantidad importante —dijo la cajera alzando las cejas—. La comisión de la operación será muy elevada.

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