La biblia de los caidos (48 page)

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Authors: Fernando Trujillo

BOOK: La biblia de los caidos
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Sara no tenía ganas de hablar de Álex, ni siquiera se sorprendió de escuchar que el niño sabía que el objetivo final de Álex era matar al Gris. Bien mirado, debían de saber todo, o casi todo, los unos de los otros si eran compañeros. Y eso la ponía a ella en desventaja.

—Me lo debes por Miriam —dijo en tono firme—. La dejaste morir ante mis ojos. Ayúdame a entenderlo, por favor.

—Ya te lo dije. Ellos me maldijeron y ella trabajaba para los ángeles. No era nada personal. ¿Por qué te interesa tanto mi maldición?

—Porque no quiero odiarte. Quiero entenderte.

Diego asintió con gesto reflexivo.

—La verdad es que me parece una razón cojonuda. Eres persuasiva, rastreadora. Y me caes bien. ¡De acuerdo! No creo que te mole la historia, pero por probar... Total, no puedo mentir, así que no tiene sentido ocultar algo obvio. Lo primero, mírame bien. —El niño separó las manos con las palmas hacia arriba y puso una cara peculiar—. ¿Qué tal? ¿Notas algo raro? No, el cuerpo, no, ahí no verás nada. Mira bien mi cara.

Sara lo hizo. Le giró para que la luz de la luna bañara su rostro.

—No sé qué estoy buscando —admitió. Se sintió un poco boba—. Puede que... Me da la sensación de que tienes más bigote, pelusilla, en realidad, pero algo más poblada. Tus ojos... no sé, puede que algo diferentes. No estoy segura.

—¿Es todo? —dijo él decepcionado—. Esperaba algo más. En fin, voy a cargar con esta pinta de crío durante mucho tiempo. Verás, la pelusa y todo eso es porque he crecido. Ahora tengo quince años, aunque siga aparentando doce.

—¿Ayer fue tu cumpleaños? —preguntó la rastreadora sin ver a dónde quería ir a parar, ni qué relación guardaba aquello con la maldición.

—No, vas flipar un rato, tía, así que céntrate. He envejecido un año desde ayer. Yo no crezco como los demás.

Era la enésima vez que tenía que recordarse que Diego no podía mentir. Entonces su memoria recuperó la historia sobre el artificiero que había sido hombre lobo. Diego le había dicho que conoció a su hijo de cinco años y que iban a la misma clase. Lo que no cuadraba era que eso había sucedido hacía dos años.

—Cuando me contaste lo del hijo del artificiero, ¿intentabas decirme que envejeciste nueve años en solo dos?

—En realidad se me escapó —contestó el niño— Ya sabes que soy un poco bocazas. Pero lo esencial es que mi maldición me hace envejecer más deprisa que a los demás. Y siempre sé la edad que tengo, o que tendría si hubiera llevado una vida normal. Por eso sé que ahora tengo quince años. Esos cerdos quieren que me dé cuenta de lo rápido que me acerco a ocupar uno de estos asquerosos cajones —dijo soltando una patada a una lápida.

—¿Y a qué velocidad creces? ¿El doble? ¿El triple?

—¡Bah! —bufó Diego con un gesto de la mano—. Eso no sería divertido para esos mamones. Crezco como todo Dios. La cosa se acelera cuando curo a alguien.

—No lo entiendo. Te dan la facultad de curar a la gente, pero pierdes tu vida cada vez que lo haces. Entonces podrías vivir como una persona normal sin curar a nadie.

—Evidentemente. Por eso se han asegurado de que tenga un aliciente para curar, para matarme a mí mismo. Esto te va a encantar. Cuando la palme voy a ir al infierno, a pasar allí una temporada por cortesía de mis amigos alados. Cuanto más cure en vida, menos larga será esa temporada. Así que puedo elegir entre no curar nunca y luego broncearme a saber cuánto tiempo en el infierno, o sanar un poco para reducir mi estancia allí abajo. En cualquier caso, salgo perdiendo. Además, curar duele un huevo. Noto cómo la vida me abandona y sufro como un gorrino en el matadero. No mola nada.

Eso aclaraba bastante la situación. Sara no podía imaginar cómo sería vivir sabiendo que tu destino era el infierno inevitablemente, y que matarse a uno mismo era el único modo de reducir la condena. La rabia que debía albergar Diego en su interior sería infinita. Era comprensible que se le revolvieran las tripas con cualquier cosa que le recordara a un ángel, y por supuesto ahora entendía que no quisiera usar su maldición para salvar a uno de los suyos. Aunque no podía dejar de verlo como algo cruel en el caso de Miriam.

No obstante, aún había algún detalle menor que no encajaba.

—Has dicho que sufres al curar, pero cuando curaste al Gris te reíste, te dio un cosquilleo.

—¡Es verdad! Eso es muy bueno. Mira, sanar duele un huevo, te lo aseguro. De hecho cuando te curé a ti lo pasé fatal, y por cierto esa curación es la que me ha hecho perder un año y cumplir los quince... De nada, no te preocupes... Lo curioso es que con el Gris no me duele. Es una pasada. Puedo curar sin dolor, y encima pierdo menos vida de la normal. No sé muy bien cómo funciona el rollo este, pero creo que tiene algo que ver con el alma de la peña, y claro como el Gris no tiene, la maldición funciona mal. Ni te imaginas cómo me puse cuando lo descubrí. Así que los dos estamos encantados. A él no te cuento cómo le viene de bien, con todos los líos en los que se mete... No sé cómo lo hace, pero siempre trinca los casos más chungos. Y en cuanto a mí, he encontrado un modo de sobrellevar esta maldición. Cada vez que trato al Gris es como si les hiciera un corte de manga. Lo que ellos quieren es que me retuerza mientras me mato curando. ¡Qué les den! No pienso sanar a nadie nunca más.

—Es la maldición más rebuscada que he oído jamás. —A Sara no se le ocurrió nada que añadir.

—Ya te digo. Así funciona la mente retorcida de Mikael.

Sara se rascó el cuello. Se sentía algo responsable de que Diego fuera un año más viejo.

—Siento mucho que hayas perdido un año por mi culpa. Te lo agradezco de verdad.

—Fue un poco menos de un año, estaba redondeando. Pero no me lo agradezcas. Yo no curo a nadie que no sea el Gris. En tu caso lo hice porque pensé que íbamos a morir. Estaba convencido de que esa mocosa nos iba a triturar —suspiró—. Así soy yo, en eso me he convertido con esta maldición. Ahora lo entenderás todo mucho mejor. Es fácil ver por qué nadie puede sentirse cómodo a mi lado, junto a un bocazas que siempre te lanza la verdad a la cara, y que solo es un triste que morirá pronto para cumplir condena en el infierno.

Sara estaba muy lejos de entender nada. Supo que le llevaría tiempo descubrir sus propios sentimientos hacia el niño. Sus actos no se podían juzgar como los del resto, ya que estaban impulsados por una maldición que lo cambiaba todo. ¿Cómo enfadarse con él por no guardar un secreto, por ejemplo? Era imposible. Todo era muy confuso y solo el tiempo diría hasta qué punto podría desarrollarse su amistad.

Pero hubo algo de lo que Sara no tuvo ninguna duda. Ella nunca odiaría a Diego.

—Me has mentido a pesar de tu maldición —aseguró.

El niño abrió mucho los ojos, puso una cara divertida.

—Ya me gustaría poder hacerlo. ¿En qué te he mentido, lista?

—En que no me lo has contado todo —dijo ella—. Aún no me has dicho por qué te impusieron la maldición.

Diego sonrió, meneó la cabeza y la señaló con el dedo.

—Tienes razón. Pero esa historia la dejaremos para cuando nos conozcamos mejor, ¿te parece? No voy a contar mis intimidades a cualquiera...

Y Sara comprendió que, después de todo, el niño sí guardaba un secreto.

VERSÍCULO 36

—He pedido a mis hermanos que me dejen a solas contigo, Gris —dijo Mikael.

Estaban los dos en medio de la nada, en un lugar que el Gris no entendía, gobernado por unas reglas que le superaban. Y en la única compañía de un ángel que le odiaba.

—Te escucho.

Mikael suavizó la voz.

—Esto no les concierne a los demás. Solo a nosotros. Verás, Gris, no tengo pruebas, pero no te he creído. No del todo.

—He dicho la verdad —se defendió el Gris—. Y os he ayudado, no puedes negarlo.

—Admito que tu intervención nos ha favorecido, pero no nos ha servido. Es decir, te has ayudado a ti mismo y coincide que nos ha venido bien a nosotros. Pero a mí no me engañas. No, no te defiendas... No insistiré en ese punto, y no lograrás cambiar mi opinión, de modo que no malgastemos el tiempo. Mejor hablemos de otras cosas. Hablemos de Miriam. Su muerte me ha causado un gran disgusto y creo que sabes más de lo que me has dicho.

Al Gris le impresionó que Mikael confesara su afecto por ella. No era sorprendente que sintiera algo profundo por su favorita, solo el hecho de que lo admitiera abiertamente. No le había creído capaz de mostrar sentimientos hacia un mortal que no fueran odio o desprecio.

—Dio su vida por salvarme del demonio. No te he mentido.

—Y yo no te he creído —repitió Mikael—. Ella era demasiado buena. Valía mucho más que tú. Su vida por la tuya no es un cambio justo, y ella no lo habría hecho.

Una nueva posibilidad se abrió en la mente del Gris. La de que Mikael estuviera celoso de que Miriam se sintiera atraída precisamente por él, por una rareza sin alma. De ser ese el caso, su situación era más peligrosa de lo que había previsto.

—Además, Miriam hubiera podido con el demonio —continuó Mikael—. No, su muerte tiene otra explicación. Yo no puedo investigarla debidamente. Con todo lo que ha pasado, mis hermanos y yo vamos a estar ocupados. Pero puedo deducir lo que sucedió. Tú la mataste, Gris. La traicionaste.

—¿Por qué habría de hacer algo así? Me he presentado voluntariamente al cónclave. No tenía ninguna razón para desear su muerte.

—Por la página de la Biblia de los Caídos —dijo Mikael. Hizo una pausa y le miró, estudiándole a fondo, de cerca, casi rozando su cara—. Hace tiempo sospechaba que Mario tenía una, que se la había robado a un vampiro. Envié a un centinela y no la encontró, pero puede que tú sí, y Miriam te la habría arrebatado.

Eso era cierto. La misión de los ángeles era recuperar las páginas de la Biblia de los Caídos, y por extensión, la máxima prioridad de cualquier centinela. Pero no podía saber que la había encontrado. Solo lo suponía. Las motivaciones de Mikael estaban equivocadas, pero su intuición era muy buena. Lo peor era que aunque la página en cuestión no hubiera existido, el ángel hubiera sospechado igualmente. El Gris lo vio claro. Mikael nunca se fiaría de él.

—Solo cumplí mi pacto con Mario Tancredo y me ocupé de su hija. El acuerdo se selló según el código, con una centinela delante. No hay ninguna irregularidad, no tienes de qué quejarte. Y no encontré ninguna página.

La voz de Mikael cambió, le envolvió y resonó en todas partes.

—No cometas el error de pensar que necesito cumplir código alguno para tratar contigo. Has encandilado a mis hermanos con tu actuación de hoy. No te aplastaré por ahora, pero el momento llegará. Gris, hay otro modo de que hubieras sabido del cónclave, aparte de que Plata te lo hubiera contado. Podrías haberlo leído en la página de la Biblia de los Caídos.

El Gris ni siquiera había contemplado esa posibilidad. Los demás ángeles no se habían molestado en profundizar sobre ello, habían aceptado sus palabras. Seguramente porque les había convenido, o quizá porque ahora tenían otros problemas en los que centrarse. Pero Mikael no funcionaba igual. Él sí había meditado más allá de las conclusiones obvias, demostrando una inteligencia muy aguda.

—Si lo tienes tan claro, no hay nada que pueda decir para convencerte —dijo el Gris— Y sin embargo, no tomas medidas. ¿Qué quieres de mí?

—Cuidado con tu tono. No olvides con quién hablas. —No fue el tono lo que molestó a Mikael. El Gris sabía que le irritaba más que hubiera deducido sus intenciones—. Y ahora escucha con atención dos cosas muy sencillas. La primera es que nada de lo que ha sucedido en el cónclave puede saberse, ¿está claro?

Era de esperar. Solo había un inconveniente.

—Ya corre el rumor de que Samael ha muerto. Si no se explica, todo el mundo pensará que fui yo quien lo mató.

—¿Y?

Entonces lo entendió. Los ángeles no querían que se supiera que era posible hacerse con sus armas, y menos aún, matar a uno de ellos. Era mucho mejor que se creyera que había sido el Gris, porque él era único, nadie podía hacer lo mismo que él. Pero, ¿cómo le afectaría eso a él? Ya tenía suficiente mala fama. Claro que eso no le importaba a Mikael.

No vio razón para discutirlo.

—¿Y la segunda cosa sencilla?

—Quiero que recuperes el martillo de Miriam —dijo Mikael.

Esta petición no se la esperaba. El Gris tardó varios segundos en reaccionar.

—¿Por qué es tan importante ese martillo?

—Eso no te incumbe.

—No lo haré.

—Lo harás.

—No es asunto mío, vuestros problemas no me conciernen. Tienes razón en una cosa, Mikael. No siento especial aprecio por vosotros, no tiene sentido negarlo. He participado en esta ocasión porque me he visto involucrado contra mi voluntad, seguramente a causa de Plata, pero estamos en paz. Yo seguiré mi camino, que espero que me lleve lejos de vosotros.

—Tu camino puede terminar cuando yo lo decida, no lo olvides. Acabar contigo ni siquiera se puede considerar matar, ya que no tienes alma, así que más te vale ser de alguna utilidad para justificar tu existencia. En realidad, lo que te interesa es que yo piense que eres de alguna utilidad. ¿Me he expresado con claridad?

—Perfectamente —contestó el Gris—. Pero no es suficiente. Yo no soy el esclavo de nadie. Y si eso significa mi fin, que así sea. No valoro tanto mi vida, o mi existencia si así prefieres que la denomine, como para dedicarla a los intereses de otro. Si no puedo seguir mi camino, no me importará acabar con todo aquí y ahora.

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