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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (32 page)

BOOK: La berlina de Prim
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Capítulo 25

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, lunes, 10 de noviembre de 1873.

¡Tenía razón! Al volver al hotel esta mañana lo primero que hice fue comprobar si alguien había tocado los papeles y libros de mi mesa. Aunque estaban más o menos como los había dispuesto antes de irme, noté enseguida algunos cambios. Además estaban en el suelo los tenues y casi invisibles papelitos que había colocado debajo de ambos cajones de la mesa y que forzosamente, al abrirse éstos, se tenían que desprender. De modo que alguien, al tanto de que me iba unos días, aprovechó mi ausencia para llevar a cabo una búsqueda. Alguien que no sólo sabía qué habitación ocupaba sino que pudo conseguir la llave de la misma. Alguien o bien del hotel o con cómplice dentro. Pero ¿quién, Dios mío?

Tendré que volver a hablar inmediatamente con Muñiz y pedirle si me puede decir dónde conseguir una pistola y el necesario permiso para llevarla.

Capítulo 26

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, martes, 11 de noviembre de 1873.

Esta mañana, breve conversación con Muñiz en su casa. Le conté lo de la visita de un desconocido a mi habitación de las Cuatro Naciones. Se quedó consternado. Me dijo que consultará hoy mismo lo de la pistola con un amigo del ministerio y que, entretanto, proceda con sumo cuidado.

Por una vez no me suministró ningún documento nuevo. ¿Se va agotando la cantera?

Le rogué, pidiéndole como siempre disculpas, que buscara la manera de conseguirme una entrevista en las prisiones militares con Pastor. Le insistí en que ya me parece imprescindible. Me dijo que haría todo lo posible.

Si me han dejado visitar allí a López, a lo mejor acceden a esta nueva solicitud, aunque Muñiz lo considera difícil. De todas maneras, no hay nadie como él para hacer la gestión.

Telegrama de Solís. Está de acuerdo. Me estará esperando el domingo 16 de noviembre a las once y media de la mañana en Castilleja de la Cuesta. Mi regreso a Sevilla no podría ser más prometedor, pues: Araceli, el coronel y Doñana, todo en uno.

Sólo hay algo que me preocupa. Los anónimos. ¿Quién me está espiando y amenazando?

A las cinco y media, nota de Muñiz. Ha hecho la gestión y conseguido el permiso para poder entrevistar a Pastor en las prisiones de San Francisco. Le contesto enseguida para agradecerle una vez más. Le explico que me voy ahora a Sevilla y que le veré a mi regreso para acordar con las autoridades la fecha del encuentro, que preveo más que espinoso. También le pido que me resuelva, si es posible, el asunto de la pistola.

Cuarta parte

Capítulo 1

Diario de Patrick Boyd. Sevilla, Fonda de Londres, viernes, 14 de noviembre de 1873.

¡Otra vez Sevilla! Desde mi primera estancia han pasado dos meses, quizás los dos meses más intensos de mi vida. No me he dado cuenta del transcurso del tiempo. Los Machado llevan semanas preparando mi visita a Doñana, y ahora por fin voy a poder realizar mi sueño. ¡Qué generosidad la suya!

A mi llegada me esperaban tres sobres. Uno sin remite, otro con el de Machado Álvarez y el tercero ¡horror!, con el de Francisco Mateos Gago.

Impelido por una sensación casi de ahogo abrí éste primero. Lo acabo de releer. Me dice el orondo cura que el marqués le ha puesto al tanto de los planes para nuestra excursión; que le habría encantado ir con nosotros y verificar con sus propios ojos la alegada ingestión de arena por los ánsares, pero que sus compromisos religiosos de estos días se lo impiden; que le gustaría volver a saludarme, y propone, en consecuencia, que nos veamos mañana por la tarde; que me ruega que le deje unas palabras al efecto en el hotel y que mandará recoger…

Intuyo por el tono de su misiva que sabe algo de mis investigaciones. No me fío nada de él, sobre todo después de lo que me ha contado López de su revista
El Oriente
.

No sé qué hacer. Lo consultaré con la almohada.

Machado Álvarez por su parte me invita a comer mañana con ellos y Ana y sus padres en Triana. Vendrá aquí a las doce y me acompañará.

El tercer sobre contenía un mensaje de Araceli. Lo habría abierto primero, pero como mi nombre estaba escrito por otra mano no caí en la cuenta de que podía ser de ella. Me anuncia que Benito no puede acompañarnos porque ha tenido que ir corriendo a la finca, donde, por lo visto, hay un problema con el pozo, un problema que, si no se arregla inmediatamente, nos dejaría sin agua para nuestra pernoctación allí, lo cual no puede ser. Se juntará con nosotros en el palacio de Doñana tras la visita a las dunas.

Lo más importante, no se ha opuesto a que Araceli nos acompañe, sabiendo la ilusión que le hace. ¡Y su tozudez, añado yo!

No sé si la noticia es buena o mala. Con Benito a nuestro lado habría sido imposible hablar con franqueza de mis pesquisas y de Montpensier, por lo cual su ausencia será beneficiosa. Lo malo es que, no estando él, me va a ser muy difícil no dejar traslucir los sentimientos que me inspira Araceli, algo que debo evitar a toda costa para no comprometer a los Machado, sobre todo al padre.

Estoy inquieto, la verdad, y la insistencia de Gago en verme no ayuda nada.

Capítulo 2

Diario de Patrick Boyd. Sevilla, Fonda de Londres, sábado, 15 de noviembre de 1873.

Me desperté con la convicción de que era mejor acceder a ver al endiablado cura. Antes de salir a dar una vuelta dejé una nota para él en recepción con la sugerencia de que viniera aquí a las siete. Cuando regresé una hora después ya la habían recogido. De modo que la suerte estaba echada.

Comida agradabilísima en casa de los padres de Ana. Gente sencilla y campechana, trianeros por los cuatro costados, con sangre marinera en las venas. Machado Núñez y Cipriana Álvarez muy cariñosos con ellos. La madre dice que no va nunca a Sevilla, que no entiende por qué es necesario cruzar el río cuando en su barrio tienen todo lo que les hace falta, incluida su propia «catedral». «¡Y hasta delfines!», dije yo, refiriéndome al primer encuentro de Antonio y su hija aquella insólita tarde en el puente. Todos se rieron.

Después pasamos a casa de Machado padre a revisar la parafernalia que han reunido para la expedición, que incluye algo de ropa campestre para mí y unas botas que no me van nada mal. Por lo visto su amigo Celedonio Palencia tiene en Sanlúcar un buen surtido de abrigos, capas y demás prendas por si acaso el tiempo no nos acompañara (Machado Núñez me asegura que promete bien).

Resulta que Palencia ha venido a Sevilla a resolver algún asunto y que bajará con nosotros a Sanlúcar. Ambos Machados hablan de él con gran cariño. Ha sido catedrático de ciencias naturales en distintas universidades —ya está jubilado—, es miembro correspondiente de tres o cuatro academias extranjeras y se le conoce en el mundo científico por sus trabajos pioneros sobre la vegetación salina de Doñana. Según los Machado el Coto es su vida, y habla de él con un fervor casi fanático, considerando una bendición haber nacido a su lado.

Acabo de pasar una hora con Gago. Mi premonición era acertada. No anduvo el hombre con rodeos. Nada más sentarse me dijo, como yo ya sospechaba, que le ha llegado desde Madrid el rumor de que estoy llevando a cabo una investigación sobre el asesinato de Prim. Y me lo soltó tan directamente que no tuve más remedio que decirle que sí, que era cierto, aunque luego le mentí diciendo que mi principal tarea era enviar crónicas sobre la situación actual del país.

El muy zorro quería cerciorarse de hasta dónde he avanzado en mis averiguaciones, pero no me lo preguntó de manera abierta. Su táctica consistió en empezar con la inocencia de Montpensier, en la línea: «Le habrán asegurado a usted más de una vez en Madrid, sin duda, que el duque tuvo que ver con el crimen, pero yo le repito, como le dije hace dos meses, que es mentira, que es una vil calumnia, que Su Alteza…». Y así por el estilo. Le contesté que, en efecto, mucha gente me ha hablado de su posible complicidad, pero siempre sin pruebas. Luego, volviendo a mentir, le dije que yo no me lo creía, que estaba convencido de la culpabilidad de Paul Angulo y los suyos. Se mostró contento, o por lo menos así lo aparentó, y dijo que estaba de acuerdo, que eran ellos, los republicanos, incuestionablemente.

Me estaba irritando, como la primera vez que nos conocimos, ¡y la segunda!, y decidí recurrir a una de mis bien probadas preguntas inesperadas. La formulé de esta manera: «¿Qué pasó a principios de julio de 1871, don Francisco, cuando, tras la huida de Solís Campuzano, el juez llevó a cabo la indagatoria en San Telmo?». El efecto fue tremendo, lo leí en sus ojos. Dudó un momento y dijo para ganar tiempo: «¿Indagatoria?». Para refrescarle la memoria añadí: «Me consta que, cuando Solís se enteró de que le iban a buscar en relación con el asesinato de Prim, huyó enseguida a Londres. ¿No se acuerda? Unas semanas después el juez que entendía en la causa les envió un exhorto a las autoridades sevillanas para que registrasen su casa, o sus casas, aquí. Y al poco rato llamaron a la puerta del palacio de San Telmo».

Dijo Gago entonces —no pudo escurrir el bulto, estaba acorralado— que sí, que ahora recordaba, claro, que hubo una búsqueda en San Telmo, pero que el juez no encontró nada incriminador en el despacho del ayudante. Y que, además, cuando interrogaron al duque en Francia tampoco hallaron indicios de que Su Alteza hubiera tenido arte ni parte en aquel vil crimen. Total, que todo eran calumnias.

—¿Calumnias lanzadas por José López? —le pregunté a boca de jarro, recordando lo que me había dicho aquél en el Saladero.

Esta vez Gago no pudo ocultar su enojo.

—¿Quién es López? —me preguntó secamente.

—Uno de los encarcelados por la tentativa previa contra Prim y quien más abogaba, y sigue abogando, por la complicidad del duque en el asesinato. ¿No se acuerda?

—No, en absoluto —dijo.

—Pues me sorprende porque usted se metió con él en su revista. En
El Oriente
.

Había que ver la expresión del cura. No era ya el confiado experto en escudos de Carlos V o arte plateresco explicándole al inculto extranjero las particularidades de Sevilla. No, no, olía que tenía enfrente a un adversario serio y tal vez peligroso. Percibí en sus ojos un repentino destello de hostilidad mezclada, quizás, con desprecio. Con todo, reasumió enseguida su aparente afabilidad. Dijo que
El Oriente
apenas se vendió, que era una publicación efímera, y que no recordaba nada de tal individuo. Así, el embustero.

Le hablé de mi entrevista con López en el Saladero y le aseguré que no me creí nada de lo que me había dicho acerca de Montpensier. Repetí mi mentira relativa a la culpabilidad de los republicanos. Y le pregunté si sabía dónde está ahora el duque y si volvería pronto a Sevilla. Dijo que según sus noticias continuaba en Francia.

Luego una repentina intuición, o sospecha, hizo que le formulara otra pregunta directa:

—¿Usted conoce bien a Solís, don Francisco? —le dije, dando así por descontado que algún trato habría tenido con el coronel.

Su expresión volvió a registrar un amago de hostilidad. Y, una vez más, sólo duró un instante.

—Le conozco, pero no íntimamente —contestó.

—¿Y dónde se encuentra ahora?

Dudó unos segundos antes de contestar.

—Creo que en su propiedad de Extremadura —dijo—. Ahora viene poco por aquí.

—Pues le puedo asegurar que en estos momentos está en Castilleja de la Cuesta —remaché—. Y que mañana me va a recibir allí, en el palacio del duque.

—¡Válgame la Virgen! —logró articular el cura, recurriendo a su exclamación habitual—. ¡Cómo se mueven ustedes los periodistas británicos! Pues espero que le cuente algo de interés para su trabajo.

Algo en su mirada me dijo que estaba al tanto de la presencia de Solís en Castilleja. Pero decidí no insistir.

Pasamos a comentar la actual coyuntura política, que naturalmente sigue viendo calamitosa, peor que nunca. Espera que llegue cuanto antes la restauración borbónica para «poner orden». Iba a preguntarle si a su juicio Montpensier ya había abandonado toda esperanza de acceder al trono de España, pero desistí, considerando que no me iba a revelar nada nuevo al respecto.

Al despedirse me deseó una espléndida primera excursión a Doñana y dijo que esperaba verme a nuestra vuelta a Sevilla.

Curiosamente —sólo me doy cuenta de ello ahora, al apuntar todo esto— no me dijo nada de Benito o de Araceli. Tiene que estar al tanto de que el marqués no nos puede acompañar por lo del pozo. Y me imagino, además, que, como cura muy reaccionario que es, le parece una enormidad que Araceli venga sola con nosotros, pese a ir acompañada por una persona tan honrada como Machado Núñez. Pero qué digo, ¿honrado un masón y darwinista?

Gago ya sospecha algo de mi relación con Araceli, estoy convencido. Mal rayo le parta.

Capítulo 3

Al llegar el coche delante del palacio del duque de Montpensier en Castilleja de la Cuesta —el trayecto desde Sevilla se había efectuado bajo una lluvia pertinaz, y la calle principal de la población, a la que daba directamente el edificio, era un barrizal—, Boyd sintió una vez más el cosquilleo en el estómago que siempre le producía la proximidad de un encuentro clave para su trabajo.

No pudo por menos de fijarse en la imponente verja de hierro forjado que corría a todo lo largo de la fachada del palacio, y que coronaba, a trechos, la orgullosa flor de lis de los Orleans.

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