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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (28 page)

BOOK: La berlina de Prim
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Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, jueves, 30 de octubre de 1873.

¡Ya están aquí! Al volver al hotel desde el Prado me esperaban dos cartas. Una de Machado Álvarez, que está parando en una casa de huéspedes de la calle de Fuencarral y otra de… ¡el marqués de Guadalcacil! (así constaba en el sobre). Abrí ésta primero. Benito me invita a acompañarles, con Machado, a la representación del
Don Juan Tenorio
de Zorrilla en el Teatro Español este sábado, que es el 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Están en el hotel de la Paz, en la Puerta del Sol, a dos pasos de aquí. Se ve que su piso en el nuevo barrio de Salamanca no está terminado todavía. Menos mal, así la tengo más cerca. Le he contestado a Benito diciéndole que les acompañaré con sumo gusto el sábado y agradeciéndoles su invitación.

Machado, por su parte, me dice que espera verme antes y que vendrá al hotel mañana a la hora de comer.

Me olvidaba, también había una nota del siempre eficaz Muñiz. Habló ayer en el ministerio, después de que yo me fuera, con uno de sus innumerables amigos, que a su vez conoce al gobernador militar de Madrid, que no es otro que el general Pavía, el que perdió en Alcolea. Es quien manda y corta en las famosas prisiones militares. Tiene fama de ser un duro y además, dicen, un resentido, no sólo porque perdió aquella batalla sino porque allí le rompieron la mandíbula. A pesar de ello Muñiz ha logrado el permiso para que yo pueda visitar a López el lunes próximo, a las once de la mañana.

No sé qué haría sin don Ricardo.

Mañana iré a ver a Ramón de Cala. He acabado la lectura de su libro sobre la Comuna, lo cual, seguramente, le complacerá.

Capítulo 13

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, viernes, 31 de octubre de 1873.

Acabo de ver a Cala. Simpatiquísimo. Y encantado, como preví, de que le haya leído, además, leído bien.

El hombre quería que le contara con lujo de detalles mi encuentro con Paul. Lo hice de buen grado. Me escuchó absorto. Sólo me interrumpió cuando describía la reacción del revolucionario ante mi pregunta de si era verdad que, según dicen algunos, Montpensier financiaba
El Combate
, y que Solís Campuzano les había visitado en la redacción del periódico.

—No me sorprende que reaccionara así —dijo Cala—, Pepe es mucho Pepe. No creo para nada que Montpensier financiara el diario, aunque con lo maquiavélico que es nuestro duque supongo que todo es posible y que, si lo hizo, sería a través de terceros, encubiertamente y sin que lo supiera Paul. Pero, desde luego, Solís nunca puso los pies en nuestra redacción. Esto se lo digo con la más absoluta certidumbre, me habría enterado en el acto.

Cuando terminé mi relato, Cala me dijo que le producía mucha rabia que Paul no pudiera volver a la España de la República, teniendo en cuenta su contribución a la Revolución.

—Si hay una persona que necesitamos aquí en estos momentos es Pepe —insistió—. Pero no puede venir, claro, le meterían enseguida en un calabozo. Me temo que no pisará nunca más España.

Hablamos luego de la situación política. Cala la ve fatal, cada vez peor, con los cantonalistas porfiando en Cartagena, los carlistas arremetiendo en el norte, los catalanes siempre en ebullición y… Castelar.

—Castelar —dijo enfático— es ya un dictador.

Le pregunté si conocía a José López. Me contestó que sabía quién era, por lo de
El Acusador
, pero que jamás lo había tratado. Y que no le constaba que fuera republicano —desde luego republicano destacado en absoluto— ni que hubiera sido amigo de Prim.

O sea que ha confirmado lo que me dijo al respecto Muñiz.

Quedan dos meses para que se reabra el Congreso. Cala está convencido de que habrá antes un golpe de Estado: me dice que los rumores al respecto son más y más insistentes.

Y ahora a comer con Machado Álvarez. Me hace mucha ilusión volver a verle.

Capítulo 14

El reencuentro de Patrick Boyd y Machado Álvarez fue motivo de alegría para ambos, y desde el momento de aparecer éste en el hotel de las Cuatro Naciones la conversación no dejó de fluir, cálida, espontánea e intensa.

Durante la comida, celebrada en un mesón asturiano de la calle del León, el sevillano le contó a Boyd, mientras daban cuenta de una excelente fabada, los planes para la visita a Doñana. Todo estaba organizado, dijo, hasta los últimos detalles. Saldrían de Sevilla en el vapor el lunes 17 de noviembre a las ocho de la mañana. Benito y Araceli habían confirmado que irían con ellos. Pasarían la noche en Sanlúcar en casa de Celedonio Palencia, naturalista amigo de su padre, y a la mañana siguiente cruzarían en falucho a Doñana. Allí les estaría esperando el guía con los caballos y mulos para llevarlos a través de los pinares a un pequeño poblado de carboneros, donde dormirían antes de continuar aquella madrugada, muy temprano, al Cerro de los Ánsares. Luego, después del gran espectáculo de la llegada de los gansos, irían bordeando las marismas hasta alcanzar el palacio de Doñana, donde pasarían la noche. Y al día siguiente arribarían a la finca de Benito y Araceli, cerca de El Rocío. Serían muchas horas a caballo, pero valdría la pena con creces.

Boyd no lo dudaba y le agradeció desde lo más hondo el esfuerzo que hacían todos porque pudiera realizar uno de los sueños más codiciados de su vida.

No le ocultó el intenso nerviosismo que le producía saber que, después de mes y medio, iba por fin a volver a ver a Araceli a la noche siguiente, aunque acompañada de su marido.

—Ya te lo advertí al principio —le dijo Machado—, es una mujer peligrosa. Le interesas, desde luego. Lo noto cada vez que hablo con ella. «¿Cómo está Patrick?», me pregunta. «¿Qué está haciendo?» Tú te mueves mucho (no sé si te viene de tu padre), y eso atrae a las mujeres, sobre todo a las que se sienten de alguna manera atrapadas, como es su caso. Además, pese a su posición social, tiene un corazón republicano, como ya sabes, y está con nosotros. Bueno, ya la verás mañana. Pero cuidado.

Patrick le preguntó por Ana. ¿Cómo estaba?

—Pues en estado de buena esperanza —contestó Antonio, sonriendo—, te lo iba a decir ahora mismo pero te has adelantado. Sí, vamos a ser padres en marzo, si todo va bien. Como te puedes imaginar estamos contentísimos. Así como los abuelos. Ah, y otra cosa, parece ser que vamos a ir a vivir al palacio de las Dueñas, de modo que nuestro buen amigo Gumersindo, el pintor de cementerios a quien conociste allí, está que trina.

Boyd le dio la doble enhorabuena. Eran grandes noticias. Y Gago, el horrible Gago, ¿cómo andaba?

—Pues dándoles caña a los darwinistas, como siempre, con mi papá a la cabeza. Y reuniéndose a menudo con Benito para hablar de Tarteso y, me lo imagino, de asuntos políticos. De Montpensier, por ejemplo. Parecen tener cada vez más que contarse.

Terminado de comer decidieron dar un paseo por los jardines del Buen Retiro que, gracias a la Revolución de 1868, estaban ahora abiertos al público. Con el nombre, mucho más banal, de Parque de Madrid.

Los dejó el cochero en la entrada de la calle de Granada, al lado del Casón, y subiendo por el Paseo de las Estatuas alcanzaron pronto el estanque grande, sobre cuya superficie se deslizaban multitud de barcas ocupadas, no ya por princesas, infantas y duques, sino por representantes de todas las clases sociales con la excepción de la aristocrática.

—Por lo menos algo nos ha dado la Revolución —dijo Machado Álvarez, contemplando la alegre escena. Luego comentó, sombrío—: Veremos si vuelve pronto a manos de la Corona. Lo más terrible de este país, amigo Patrick, es la maldita interinidad en que siempre vivimos.

—Es lo que dice Pérez Galdós —respondió Boyd.

—Pues tiene razón. Somos un navío con las velas rotas y a la deriva, en perpetuo peligro de naufragio. Yo ya sólo tengo fe en el pueblo, en la cultura del pueblo. ¡Hace falta la unión de todos los pueblos de la tierra, empezando con los de España! ¡Será que me voy haciendo comunista!

Machado quería saber en qué punto se hallaba la investigación de Patrick. No se lo había preguntado en el restaurante por temor a que alguien estuviera escuchando. Boyd le contó con profusión de detalles su encuentro en Hendaya con Paul Angulo —algo le había dicho al respecto en una carta—, y le puso al tanto de la gran importancia que ya tenía para su trabajo el funcionario de Justicia que, gracias al jerezano, le suministraba información sobre el sumario.

—Dice que es una novela, y, por lo que me ha contado, no se equivoca. Lo terrible es que es una novela que no voy a poder leer nunca con mis propios ojos. Me suministra notas, datos concretos, la copia de algún folio, alguna sinopsis, pero no es lo mismo. Además, ¿te imaginas?, ¡el sumario ya tiene dieciséis mil páginas!

Le dijo a continuación que había llegado a la conclusión de que Solís y un antiguo policía llamado Pastor eran los personajes clave de la trama que acabó con Prim, con el dinero de Montpensier detrás. Que le había escrito al primero a Castilleja de la Cuesta, solicitando una entrevista, sin recibir todavía respuesta, y que, con suerte, iba a poder informarse acerca del otro el lunes próximo en las prisiones militares de San Francisco.

—Si te digo la verdad, Antonio —puntualizó—, no sé si voy a poder llegar al fondo del caso. Al principio creía que sí, pero el asunto es muchísimo más complicado de lo que me imaginaba. Han interrogado a más de cien personas y todavía no hay nada claro. Y arriba, en las alturas, te puedes imaginar las presiones para que no se sepa la verdad. Luego, López es un gran embustero. No creo ya para nada que se infiltrara en la organización de Montpensier con la finalidad de frustrar el atentado. Creo que estaba allí conspirando para que el duque fuera rey. Y que, cuando todo falló y le prendieron, inventó su enmarañada coartada. Por lo que le toca a Pastor, mi amigo en el juzgado está tratando de conseguirme más datos. Parece fuera de duda que estaba a las órdenes del general Serrano y que para diciembre del 70 colaboraba con Solís. O sea que, para acabar con Prim, había un contubernio de montpensieristas y de serranistas.

—¿Y los autores materiales, los esbirros? —le preguntó Machado.

—No han detenido ni a uno, que yo sepa, y eso que fueron quizás diez o más. Uno de los presuntos asesinos, un tal Francisco Huertas, se escapó a Montevideo, o por lo menos es lo que me ha contado Paul. Conseguir la desaparición de tanta gente, y el silencio de sus familias, ha costado mucho dinero, mucho.

—¿Y qué vas a hacer?

—Me daré hasta finales de enero o así. Creo que he sido demasiado optimista. Necesito pruebas, y por el momento no hay. En fin, veremos qué me dice López el lunes.

Salieron del parque por la entrada de la plaza de la Independencia y fueron bajando por la prolongación de Alcalá hacia la Cibeles. Se aproximó uno de los nuevos tranvías, rumbo a la Puerta del Sol, pero Machado, tan andarín como Boyd, propuso que siguiesen a pie y que Patrick le describiera, en la esquina con la calle del Turco, cómo se desarrolló la trágica escena del 27 de diciembre.

Así lo hizo, señalándole los impactos de las balas al lado de la taberna.

Al volver al hotel le esperaba una agradable sorpresa: la respuesta de Felipe Solís Campuzano. El antiguo ayudante de Montpensier se disculpaba por no haberle contestado antes, explicando que había estado unos meses en Badajoz y que acababa de llegar a Castilleja de la Cuesta. Dijo que, tratándose del hijo de Robert Boyd y de un diario londinense solvente, le recibiría allí con mucho gusto, y le rogaba que le telegrafiara para sugerir una fecha. Patrick resolvió que para él la más conveniente sería la mañana del domingo 16 de noviembre —la víspera del viaje al Coto de Doñana—, y fue inmediatamente a Correos a proponérsela.

Estaba contento. Su investigación ganaría en peso con la entrevista, dijera lo que le dijese Solís, y quizás el coronel dejaría caer algún detalle inesperado.

El viaje a Sevilla prometía ahora ser aún más apasionante de lo previsto.

Capítulo 15

Machado Álvarez recogió a Patrick en el Hotel de las Cuatro Naciones a las siete y media de la tarde del sábado.

Boyd le refirió la buena noticia de la respuesta de Solís. Luego fueron andando, tomándose su tiempo, hacia el Teatro Español.

Cuando salieron desde el callejón del Gato a la plaza de Santa Ana, que Patrick había frecuentado durante su primera visita a Madrid en 1870, se quedó sorprendido al constatar que había desaparecido la manzana que antes ocultaba la fachada del famoso coliseo, que ahora ocupaba el lado oriental de la plaza.

Plaza que, como la de Isabel II y tantas otras, se había rebautizado a raíz de «La Gloriosa» y llevaba, desde entonces, el nombre del general Topete, aunque nadie respetaba el cambio.

Iluminada por faroles de gas, estaba repleta de gente esmeradamente vestida dirigiéndose entre los árboles al teatro, delante del cual no dejaban de parar los coches.

—¡Antonio! ¡Señor Boyd!

Araceli acababa de bajar de una elegante victoria, seguida por Benito, y les hacía señas para que se acercasen. Le estrechó la mano a Patrick con una sonrisa deslumbrante, y el marqués lo saludó con afabilidad. Luego penetraron todos en el
foyer
del Español.

A Patrick se le había acelerado alocadamente el corazón, y miraba a Araceli, que iba muy abrigada contra el frío, con mal disimulado embeleso. Cuando salió radiante de la guardarropía diez minutos después se dio por perdido. A tono con el gusto por los nuevos tintes sintéticos que hacían furor en París y Londres, la marquesa vestía un traje de seda malva subido con falda abullonada, escote generoso y un sombrero también malva, aunque más claro que el del traje, adornado con cintas de distintos colores. La visión superaba todo lo que se había imaginado durante mes y medio.

Benito había conseguido, en la segunda planta de palcos del lado derecho del teatro, uno bastante próximo al escenario. Mientras el aforo se iba llenando empezó a escudriñar con unos minúsculos gemelos los de enfrente, en busca de caras conocidas. Señalaba a intervalos las que lograba identificar.

Araceli, charlando animadamente con Antonio y Patrick, se sabía objeto de numerosas miradas de admiración dirigidas hacia ella desde el patio de butacas por el público masculino y, sin duda, de envidia o rabia por parte de no pocas de sus acompañantes.

¿Cómo se explicaba la popularidad del
Don Juan Tenorio
, que año tras año, cada Día de Todos los Santos, se reponía ritualmente en los teatros a lo largo y a lo ancho de España?

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