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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (8 page)

BOOK: La balada de los miserables
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Malquerido diario, bienodiado Pepe: así empezó el día de la gran superperiodista pija Ximena O’Sea, ex no novia del teniente O’Hara y heredera del Marquesado de la Falta de Escrúpulos, por parte de padre, y del Condado de los Visones Despellejados por parte de madre.

Pero no te preocupes, mi amor: te gustará saber que a lo largo del día todo fue empeorando para bien.

Empezó a llover y los goterones de la tormenta ahogaron mis lágrimas y las convirtieron en determinación (lo siento, leí a Charlotte Brontë demasiado joven). Enfilé la Kangoo hacia el Poblao (¿no te escribí ya que he vendido el Golf?) acelerando por los barrizales, dispuesta a seguir trabajando y conseguir que el mundo leyera la historia de la niña, y agarrando fuerte el volante. Hasta que, claro, me la pegué. Se me fue el coche debajo del puente de la M-40 que separa Valdeternero de la ladera que sube hasta el Poblao. No sé si lo conoces. Por suerte esta mañana no había allí ningún yonqui durmiendo en sus cartones. Lo habría matado. Supongo que a ti no te importa matar yonquis, pero yo soy una ex pija sensiblera. Ya sabes. Por tanto me alegré de no haber matado a ningún yonqui e intenté arrancar. El motor funcionaba. Y, como haría cualquier niña pija, aceleré a tope hasta que las ruedas se hundieron veinte centímetros más en el fango.

Me asusté cuando le vi en la ventana. Es silencioso como un sioux, rotundo como una montaña y bastante más guapo que tú. No golpeó el cristal. Apoyó su manaza y vi escrita una enorme M de muerte en las rayas de su mano. Me miró a través del parabrisas y leí en sus labios: «Espera». Nunca había sido tan dócil con un hombre. Por una vez se me olvidó que sois una especie de especie inferior.

Esperé como una niña buena (ya te gustaría verme). Trajinó entre las basuras y debajo de mis ruedas. Volvió a poner su manaza de mapa en el cristal. Arranca y acelera poco a poco cuando yo me coloque detrás del coche, leí en sus labios y en sus gestos. El coche se caló dos veces y a la tercera salió. Esperé a que se acercara, pero siguió de largo, barrizal arriba, hacia el Poblao. Sin mirarme. Mojándose. Con las perneras de los pantalones negros embarradas hasta las rodillas por los escupitajos del acelerón de mis ruedas traseras bajo el puente. Bajé el cristal.

—Suba —grité y pasó de mí—. Suba, por favor. Le llevo a donde me diga.

Ni me miró. Me puse señorita.

—¿Cómo puede un solo hombre levantar un coche? —y sonreí.

Él siguió caminando, indiferente. A la mierda las señoritas. Se alejó hacia la otra vera del camino y empezó a subir por los escombros para alejarse de mí (¿o para alejarme de sí?). Entonces vi un gran charco y metí la Kangoo en él a conciencia, con marcha corta recordando que en el manual de la autoescuela se dice que los charcos deben ser sobrenadados con la marcha más larga posible. Y allí se quedó la Kangoo. ¿A que es un golpe maestro? ¿Qué hombre puede resistirse a tal falta de pericia ovárica al volante?

Él puede. El Tirao. Mi noticia. El hombre al que la Guardia Civil se había llevado la mañana anterior.

Él pudo.

Me miró desde lo alto de la escombrera, descendió a la trocha y siguió caminando hacia el Poblao ignorando mi argucia. Cabrón feminista.

Cargué a mis hombros las dos cámaras, el portátil y el trípode y eché a andar camino arriba. Mis botas Gucci aprendieron lo que es la puta realidad. Llovía con más inquina que los lapos que yo he escupido en los últimos cinco meses y tres días sobre tu memoria, Pepe O’Hara, y eso es mucho llover. Las suelas de mis botas Gucci se adherían con tanto cariño al barro que se abrieron en una gran sonrisa, como las alpargatas de Chaplin, y supe entonces que no volvería a bailar canciones de Alejandro Sanz con ellas en Snobissimo ni en Archie.

Cuando vi a doscientos metros el rótulo de Sanitale en la furgoneta medicalizada de Sole, me derrumbé y se me cayeron al barro el trípode y el portátil (las cámaras no, nunca las cámaras). Tenías que ver cómo corre Sole cuesta abajo sobre un lodazal, Pepe. Se nota que ha vivido en África. Levantando sus rodillas sesentonas hasta las tetas se recorre, con sus ochenta kilos, doscientos metros en cincuenta segundos, salpicando barro hacia todas partes menos hacia su peinado.

—¿De qué te ríes, tonta? —me preguntó mientras recogía el portátil y el trípode—. Venga, vente a la furgona, que pareces un
ecce homo
.

Y aun cuesta arriba volvió a recorrer los doscientos metros en cincuenta segundos, el portátil en una mano y el trípode en otra, salpicando barro a todas partes, incluyéndome a mí, salvo a su peinado. Cuando yo entré en la medicalizada dos minutos después, ya tenía una toalla en la mano y un pijama de anestesista colocado encima de la silla donde Sole sienta cada día a los yonquis de la metadona y a los niños de los análisis. Cerró el portón corredero de la furgoneta para que nadie nos viera.

—Anda, quítate esa ropa y ponte algo seco. Date prisa, que tengo que abrir por si viene alguien —dijo mientras se sentaba tras el escritorio y simulaba repasar expedientes médicos—. Aunque hoy creo que nos vamos de vacío, con tanto civil por aquí buscando a la niña.

Me desnudé sin dejar de mirarla. Ella hacía como si sólo mirara los papeles, pero los ojos se le iban hacia el espejo desde donde me podía ver. No me importó, Pepe, aunque tú ya sabes que siempre me da vergüenza. Ella se dio cuenta de que yo me daba cuenta de que me miraba el cuerpo desnudo, y se levantó hacia el pequeño lavabo que hay al fondo de la medicalizada.

—¿Necesitas más toallas?

—No, gracias, Sole.

Cuando me vio vestida con el pijama verde de anestesista, me sonrió, y abrió el portón corredero de la furgona. Fue como si descorriera el telón sobre un cuadro de cualquier Turner arrabalero. Yo nunca había visto llover sobre el Poblao así. Yo nunca había visto el Poblao así. Las uralitas de los techos chaboleros, los cartones, los ladrillos desnudos, los esqueletos de coches desguazados y los triciclos muertos se embellecían bajo la lluvia. Bajaban regueros de barro entre los chamizos con la determinación negruzca de riachuelos que no transportan pepitas de oro. Sole se acercó por detrás y empezó a frotarme el pelo con una toalla seca.

—Perdona que te haya mirado.

—No importa.

—No es lo que piensas.

—No pienso nada, Sole.

—Es que estoy harta de ver cuerpos jóvenes llagados, heridos, vencidos, picados.

—No te voy a prestar más libros. Adjetivas demasiado un solo cuerpo. Me mirabas el coño. Tú lo sabes y yo lo sé.

Me dio un tirón de orejas.

—Si no te conociera, te llamaría frívola.

—Lo dicho: ni un solo libro más. Es bonito, ¿verdad?

—¿Tu cuerpo? Sí, es bonito.

Yo no me refería a mi cuerpo. Me refería al Turner que se pintaba en el Poblao. A la lluvia que lavaba escombreras y lomos de perros tísicos. Al desorden de colores ahora matizados por la grisura de la niebla. A la tierra dura y marrón convertida por el agua en lecho blando. Al tic-tac repiqueteador de los goterones en las uralitas.

Los riachuelos que no transportan pepitas de oro empezaron a desencauzarse y a inundar los chabolos. Al primero que le ocurrió fue a Rahid el moro, que salió a la lluvia y colocó unos sacos terreros que desviaron el agua hacia el chamizo de Tito el rumano. Éste salió a los cinco minutos y colocó unos ladrillos mal puestos que derivaron el torrente sobre los hogares de Amann el turco y Ramón el gitano, quienes a su vez unieron fuerzas para diseñar un rápido y anarquizante cortafuegos que, protegiendo a los suyos, anegó en pocos segundos otros cinco o seis chabolos más. Empecé a hacer fotos desde allí.

—¿Te parece bonito? —me preguntó Sole.

—¿Mi cuerpo?

—No. Ya me di cuenta de que no te referías a tu cuerpo. —Yo seguí tirando carrete mientras Sole me insultaba—. Eres tan tonta que te parece bonito el Poblao.

—A veces me parece muy bello.

—Eres una pija gilipollas.

—Recuerda que eres monja, Sole. Ten piedad de mi gilipollez —le respondí mientras tiraba cromos sobre los trabajos de otras varias familias que desviaban la riada hacia las casas de los demás con todo tipo de ingenios.

—Míralos. Ya están todos inundados. —Era cierto; del primero al último ya habían tenido todos que salir de los chozos para frenar su Yan-Tse—. Se creen que, contagiando a su vecino, se van a curar del mal de la miseria. Si no supiera que sólo son pobres, diría que lo que son es tontos del culo.

—Madre, que se juega la condenación.

—A mí ya no me condena ni Dios, Ximena. Voy a preparar un café caliente con llamas del averno, que me hace mucha falta. —Cerró el portón de la furgona dejándome sin más Turner gris para mi Leika—. Si quieres hacer fotos, te dejo unas botas y te vas ahí fuera, que yo me muero de frío con todo abierto.

Es verdad. A Sole ya no la condena ni Dios. Nunca te he contado mucho de ella porque ahora es mi mejor amiga, y con ella suelo, sobre todo, hablar de ti. Pero la tenías que ver aquí, todos los días, desde antes que amanezca. Creo que ya te he contado que se corta el pelo ella misma, y ella misma se lo tiñe de ese rubio barato de señora en declive, y parece como si el loco de Einstein hubiera engordado y se hubiera puesto tetas. Con esa facha se planta delante de la furgona cada mañana a esperar que los residuos humanos emerjan del Poblao. No sé qué pensarían los jefazos de Sanitale si la vieran con esas pintas. Abre las piernas en plan John Wayne delante de la furgoneta medicalizada como si fuera la cárcel de
Río Bravo
. Y al poco empiezan a acercarse, con su paso lento de gusanos erguidos, los yonquis de la metadona. Los yonquis de la metadona tienen ojos oceánicos de no haber dormido nunca y huesos blandulentos de estar durmiendo siempre. Cuando hace sol, se les quejan los ojos y, cuando hay nubes, les lloran los huesos. Tienes que ver mis fotos para darte cuenta de que esto no es literatura. Ella los sienta en la única silla que hay en la medicalizada y les levanta las mangas, les mira la lengua y los tobillos y el sobaco, las rodillas y las ingles y las palmas de los pies, y siempre descubre que se han vuelto a pinchar.

—Es que me vino el azúcar, señora Soledad.

—Es que me tuvieron que dar el tétanos, señora Soledad.

—Es que se me fue el punto de cruz, señora Soledad.

—Es que me picó una avispa, señora Soledad.

—Yo le rezo mucho a la Virgencita, señora Soledad.

—No hace falta que le reces tanto, Castorana. ¿No ves en el espejo que ya le estás dando mucha pena? ¿Sigues de puta?

—Sólo a ratos.

—Pues mejor que lo estuvieras siempre, que así no te daba tiempo a tanto pico.

Y la Castorana, la Ruli, la Garrapa, la que toque, se cubre avergonzada los tobillos o las axilas, las palmas de las manos o de los pies, la nuca o la ingle para negarse a sí misma que ha traicionado a santa Soledad y merecerse la dosis de metadona que la calme durante un sueño corto hasta el olvido, hasta que otra vez sean horas de ir de puta al vertedero a cambio de una o dos dosis de jaco que la amnesien de toda culpabilidad. Lo he visto tantas veces en estos tres meses que sé describirlo como si fuera ellas. Como si fuera ellos. A veces hago fotos a hombres y mujeres que al día siguiente están muertos, Pepe. ¿Quiere usted que le inmortalice? Sonría con sus no dientes y mire a la cámara desde el fondo más festivo de su inminente calavera. Y al día siguiente están inmortalmente muertos en un vertedero, en un túnel o en un pozo, con la boca verde de haberse contado a sí mismos demasiadas mentiras. Siempre le digo a Sole que quiero escribir un libro con su vida, y ella me contesta que no desperdicie su vida, ni la mía, en un puto libro.

—¿Qué miras, niña? —me preguntó con una taza de café en cada mano.

Desde el ventanuco de la medicalizada veía al Tirao en paños menores rodear su chabolo bajo la lluvia. Sole me dio uno de los brebajes y se asomó apartando el soporte de un gotero con descuido profesional.

—¿Qué hace?

—Va a lavarse a la poza. El Monge es el único gitano del Poblao que se lava. A lo mejor lo hace para lavar sus viejos pecados.

—¿Le llaman también monje?

—Es su apellido. Se escribe con
ge
.

—¿Y cuáles son esos pecados?

—Secreto de confesión, pequeña. No te acerques mucho a él.

Cuando ya todos los yonquis se han hecho con su metadona, a eso de las once de la mañana, empiezan a venir los niños a la revisión médica. Los niños son más anárquicos porque ellos no necesitan nada. Sole les escribe turnos en pizarras que cuelga por todo el Poblao, y los niños se acercan como a un juego porque les damos caramelos y, en invierno, helados a punto de caducar que nos regalan los supermercados de los ricos. Pero a Sole le fallan los seropositivos y en ocasiones tiene que ir a buscar a alguno a su chabolo.

—A veces, cuando me los encuentro muertos, me alegro por ellos, Ximena.

—Eso tampoco es pecado.

—Ojalá lo fuera.

Cuando se marchó el último de los niños, cerramos la Sanitale y me vestí. Sole también se cambió y se puso ropa de trapillo para ayudarme a desembarrancar la Kangoo. Cuando ya estábamos listas, llamaron a la puerta.

—Buenas tardes. Disculpe la molestia.

—Ya me extrañaba que no pararan ustedes por aquí.

—Hemos preferido respetar su horario. Serán sólo unos minutos. Éste es el sargento López y yo soy el teniente Santos. ¿Podemos pasar?

—Por supuesto.

El teniente Santos es un cincuentón con bigotito franquista y el sargento López un guaperitas que, por falta de expresión, no llega a parecer atractivo.

—¿Atendía usted aquí a Alma Heredia?

—Venía regularmente. A los niños del Poblao les hacemos análisis regulares y estudios parasitológicos. Alma era de las pocas que nunca nos fallaba.

—¿Estaba bien de salud?

—Era una niña completamente sana.

—Usted conoce esto bien. Lleva aquí…

—Seis años al servicio de la comunidad —se adelantó Sole.

—¿Tiene alguna idea de lo que puede haberle pasado a la niña?

—No.

—¿Puede tratarse de un ajuste de cuentas entre traficantes?

—Si yo metiera las narices en esos asuntos, no me dejarían estar aquí, teniente. Yo me cuido de los niños y de los enfermos.

—Y de los yonquis.

—Ya dije que cuido de los enfermos.

—¿Podríamos ver los informes médicos de Alma Heredia?

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