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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (41 page)

BOOK: La balada de los miserables
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Había una cincuentena de urnas de un metro de alto por dos de largo alineadas frente a la masa. Reflejando en sus cubiertas vidriosas y amarillas las prendas de las gitanas vestidas con colores más chillones. Y formas rosadas flotando en un líquido viscoso y opaco. Los gitanos gritaban por esa tendencia humana a expresar de forma ruidosa los sentimientos que les duelen menos. Sobre todo en público. Todos habían visto y vivido horrores peores o, al menos, semejantes. A mí me dan mucho más asco las moscas en los ojos y en las llagas que aquel espectáculo limpio de cadáveres de niños metidos en urnas desinfectadas y flotando en líquido de apariencia amniótica. Pero también es verdad que eso va en gustos.

Cuando comprendieron lo que estaban viendo, los gitanos y las gitanas gritaron todavía más, rompieron las urnas, resbalaron en la laguna de líquido amniótico que se formó sobre el parqué de la sexta planta del edificio Sanitale y recogieron del suelo los cuerpos blancos de los gitanitos muertos. Se pelearon por recogerlos. Tiraron de los bracitos y de las piernecitas de hueso blando para ser ellos los que portaran los cadáveres, aunque no fueran sus hijos ni nada suyo. Ya se sabe que, donde hay mucho dolor, cierta gente necesita mucho protagonismo. Los más fuertes acabaron haciéndose con los cuerpos de los niños, que parecían desarticulados, como si les hubieran extraído muy científicamente los humores óseos. Y más blancos de lo que suelen parecer los niños gitanos. Después la multitud, encabezada por los orgullosos portadores de las decenas de cadáveres, descendió escaleras abajo hacia el portalón y hacia el parque y miró fijamente a los ojos de las docenas de alucinados policías. Hubo un silencio tan grande que ni yo pude oírlo. Sólo una vieja susurró, con esa lírica lorquiana que le sale a las viejas gitanas que no han leído a Lorca:

—Si son como rayitos de luna mojados.

Y algo así eran.

Los gitanos dejaron con gestos casi rituales los cuerpos blancos de los niños sobre la hierba del parque. El estruendo de los gritos de la masa empezó a hacerse molesto. Sobre todo cuando abrieron pasillos humanos entre los abedules, los magnolios y los pinos del parque invitando a los policías a acercarse al aquelarre.

Los policías, al principo, ni se atrevían. Al final lo hicieron y alguno vomitó sobre los niños muertos. Qué se le va a hacer. La verdad es que los cadáveres eran bastante repugnantes, quizá por esa blancura artificial que se les contagió en la piel después de meses y años conservados en líquido amniótico. Esperé a que los metieran, uno a uno, en sus bolsitas. Entonces, agotado de tanto ruido, yo me subí un rato a escuchar cómo se callan las estrellas. Pero no podía parar de reírme.

El ser humano.

Qué engendro fascinante.

XLV

—Por favor, por favor. Silencio. Si-len-cio. La próxima vez ordeno desalojar la sala. Señor Grande, ¿podría explicarnos un poco más pormenorizadamente lo que acaba de decir?

—Que había mucha demanda. Así me lo explicó el señor Rius Mont. Oferta, demanda, oferta, demanda. Disculpe, pero no sé qué quiere que le explique más. Oferta y demanda. De eso hablamos.

—Quiere decir que el señor Rius Mont le propuso un negocio de tráfico de órganos.

—Que no es tráfico de órganos. Es que se necesitaban órganos de niño. En España, antes de que se pusieran serios, había órganos para todo el mundo gracias a los accidentes de tráfico. Se mataba uno de un golpe y, bumba, las autoridades convencían a las familias de que donaran al tío entero por humanidad y esas cosas. Pero, si usted se fija en las estadísticas, ya no se mueren muchos niños en accidentes de tráfico. Entre otras cosas, porque no conducen. Además, como son inconscientes, se conoce que no tienen tanto miedo como los adultos y van relajados en el momento de la hostia, perdón, de la colisión, así que no se rompen el cuello como los adultos. No sé si usted me entiende. Lo que quiero decir es que hay muchos niños que necesitan órganos, y en el mercado no hay órganos de niños. Y no le va usted a meter a un bebé los riñones de un tío de veinte años, entre otras cosas, porque no le caben. ¿Cómo le van a caber?

—Por favor, ujieres. Desalojen la sala. Esto es un circo. Esto no puede convertirse en un circo. Prosiga, por favor.

—Me preguntaba usted antes que a qué me refiero con lo de los servicios de información. Es muy sencillo. La regla básica de cualquier negocio es saber dónde hay demanda. Si usted no supiera dónde están los chorizos, se quedaría en paro. ¿No? Pues el señor Rius Mont sabía dónde estaban los clientes y yo podía ingeniármelas para saber cómo conseguir la mercancía. ¿Vale?

—¿Podría ser más claro a la hora de decirle a este tribunal a qué se refiere cuando habla de clientes y quiénes eran esos clientes y qué es esa mercancía?

—¿Quiénes van a ser los clientes? Los que pueden pagar. Un padre con un niño enfermo lo da todo por salvar la vida de su hijo, ¿no? Usted o yo lo daríamos todo por salvar la vida de nuestro hijo, ¿no? Nuestro hijo está enfermo y necesita un hígado, un riñón o los dos, un corazón, los ojos, lo que sea. Y ya le he dicho que no hay órganos de niños en las estanterías de los supermercados. No los hay. No hay oferta. ¿Qué hace un padre que no tiene pasta? Cualquier cosa. O sea, se sorbe los mocos, vende el piso y se lleva al chaval a Fátima. Chungo. ¿Qué hace un padre rico? También cualquier cosa pero con otro estilo. ¿Cómo traduce usted cualquier cosa teniendo posibles? Pasta. Dinero. Mucho dinero. A cambio de soluciones. A la gente con clase hay que darle soluciones. Inmediatas. Están acostumbrados a mandar y son impacientes. Mejor dicho, están acostumbrados a pagar y son impacientes.

—Por favor, no divague. ¿Cómo captaban a los clientes?

—Disculpe, siempre me lo dicen. Le ruego, señoría, que no piense usted que le estoy faltando al respeto con tanta palabrería. Es que hablamos de un negocio muy bien trabajado; es difícil de explicar todas las cosas que usted me pregunta. Como su negocio. Los libros de leyes también son enormes, y sin embargo usted y yo sabemos, sin libros ni nada, qué es lo que está bien y qué es lo que está mal.

—Por favor.

—Sí, los clientes. A ver cómo le explico una cosa que usted ya sabe… ¿Dónde? Pues…, hombre: en los hospitales más caros. No íbamos a buscar en los de la Seguridad Social. Nosotros tenemos contactos con médicos y enfermeros en todas partes. Si se le dan doscientos o cuatrocientos euros al mes a un médico o a un enfermero de un centro un poco exclusivito para que te pase un listado mensual de familias que necesitan un órgano para un hijo, no es tan costoso. Luego se investiga un poco el patrimonio de los demandantes y, si pueden pagar, planteas una oferta.

—Dios santo bendito… Perdón. Perdón. Eh… ¿Cómo se plantea una oferta?

—Nunca a cara destapada. El amigo de un amigo que ha oído que tal… Imagínese que usted tiene un hijo en estado crítico. ¿No buscaría a ese amigo del amigo que ha oído que tal? Siempre, siempre llegaban a nosotros. Más temprano que tarde, se lo puedo asegurar, llegaban a nosotros.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Nunca hacíamos llegar rumores a nadie que no pudiera pagar al menos dos millones de euros. No al contado. Se pagaba a través de donaciones a nuestras fundaciones. Un año un milloncito. El siguiente, medio… Nos traían a un chaval malo, y al mes siguiente ya teníamos un órgano a la carta para él. ¿Que el hígado? Un hígado de su grupo sanguíneo y del tamaño perfecto. Como ir a un sastre de tripas. Teníamos un catálogo impresionante. Lo que usted quisiera se lo traíamos. Rápido, seguro y garantizado. Sólo poníamos tres condiciones: pague, no pregunte y contrate a una de nuestras chicas para su servicio doméstico.

—¿Quiénes eran las chicas?

—¿Quiénes van a ser? Las madres. Drogotas con hijos sanos. Les prometíamos desintoxicación, un piso, trabajo y adopción para su hijo en una familia decente. Esto último no dejaba de ser, en parte, verdad.

—Por favor.

—Déjeme hablar, señoría. ¿No quiere la verdad? A los gitanos les mandábamos cartas de sus hijos cada semana, pero no podían conocer ni con qué familia estaban ni dónde. Eso creo que va acorde a la ley. Para tener muestras de su caligrafía, siempre les pedíamos, por el bien de su educación, que nos entregaran cuadernos o libros garabateados si sus hijos habían tenido estudios. Escribíamos cartas. Es fácil imitar la caligrafía de un niño. Estaba muy bien pensado.

—Siga, por favor.

—Cuando había una demanda, teníamos un fichero acojonante dónde elegir. Disculpe la sonrisa. Pero soy coronel médico del ejército en la reserva y esta idea fue cosa mía. El señor Rius Mont no hubiera podido hacerlo solo.

—Siga, por favor. No se calle, coronel.

—Sanitale estaba con la gilipollez esa de mandar ambulancias a los gitanos para darles metadona, que se enganchan lo mismo con la metadona que con la heroína. Pues dije yo: «Coño», perdón, jefe, «¿y por qué no hacemos más labor humanitaria y controlamos la salud de los niños? Así, si tenemos un pedido, también tenemos unos cuantos miles de fichas sabiendo qué chaval de tal edad tiene el hígado bueno para esto, o los ojos iguales que este otro que se queda ciego, o el trozo de niño que el cliente demande». Por eso les hacíamos análisis de todo a los chavales gitanos de los poblados. Teníamos un catálogo de lujo. Luego se perfeccionó. ¿Por qué niños gitanos? Al principio pensamos en niños en general, ¿sabe usted? ¿Qué más da el corazón de un gitano, de un negrata, de un guachupino, de un chinato o de un moro? ¿Se cree usted que no hay ninguna? Grave error, señoría. Sí la hay. Los anticuerpos. Los gitanos están criados en la misma porquería que nuestros niños, y los extranjeros no. Los extranjeros traen otras porquerías en la sangre, y eso, tratándose de trasplantes, a largo o medio plazo puede conllevar problemas ¿Me entiende? Los gitanos tienen los mismos anticuerpos que nuestros niños. Por eso nosotros creímos que lo mejor era hacer las cosas bien, aunque nos limitara, que nos limitaba mucho.

—Señor Grande, por favor. Demuestre usted un poco de dignidad y respeto para con este tribunal. ¿Se da cuenta usted de la gravedad de los hechos que está confesando?

—Claro que me doy cuenta, señoría. Pero no estoy diciendo nada insultante. Ni molesto. Creo yo. Quizá no me expresé bien. Pero no era mi intención faltarle al respeto a nadie. ¿O he dicho algo que haya podido molestar a alguna persona presente en esta sala?

—¿Puede decirme por qué se sonríe?

—Perdone. Por nada.

Madrid, Londres, Las Palmas, Lugarnuevo
,

2009-2011

ANÍBAL MALVAR, nació una noche de martes 13 y nordés en A Coruña. Con 26 años publicó su primer libro y empezó a trabajar en los periódicos, especializándose en asuntos de narcotráfico, ETA y otras mafias.

Aquí yace un hombre
(Ronsel, 1994) fue su primera novela, una ficción negra sobre la búsqueda de un escritor desaparecido durante la dictadura y cuyo fantasma enturbia el presente de los protagonistas. En 2008,
Inéditor
publica, traducida del gallego, su novela
Una noche con Carla
, radiografía de la corrupción política en la Galicia de los 90.
Ala de mosca
(Inéditor, 2009) narra la historia de degradación de un grupo de agentes del servicio secreto español desde el nebuloso 23-F hasta una guerra entre narcotraficantes que se desata quince años más tarde. Toda su obra literaria posee un parecido casi impúdico con las realidades política, social y criminal que conoció como periodista.

Ha trabajado en
El Correo Gallego
,
Antena3 Radio
,
Radiovoz
y
El Mundo
. En la actualidad es columnista en
Público
, reportero en
El Confidencial
y colaborador de
Cuarto Poder
.

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