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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (3 page)

BOOK: La balada de los miserables
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Cuando el psicópata la atrajo hacia sí cogiéndola por la cintura, los dedos de la Muda serpentearon hasta el bolsillo trasero de su pantalón, y la cartera voló milagrosamente entre las piernas de los transeúntes granviarios hasta ser recogida al vuelo por el Tirao, que en menos de diez segundos la había vaciado del billetaje y la arrojaba con la documentación y las tarjetas de crédito en una papelera.

Después, el gitano le guiñó un ojo al Calcao, que junaba secretas entre la multitud, y se fue adonde la china Chu a comprar un bocata de jamón y queso y una cerveza; mientras, la Muda se deshacía del psicópata.

A la china Chu (o quizá Tsu: no sé hablar yen-min-piao) le encanta el Tirao, como a todas las mujeres que tienen los pies feos y el corazón poderoso de tanto caminar. Esas mujeres para las que, en las rachas jodidas, cuando no les queda otro remedio que venderse para amamantar un sueño o para alimentar a un hijo, yo me transmudo en
billet-doux
petrarquista.

—Hola, señol, hase una noche muy flía pelo no djueve.

Y sólo le responde el rumor noctario y plural de la Gran Vía, que está reventona de busconas y buscones. Porque el Tirao nunca habla. O casi nunca. Pero a la china Chu le da igual. Cuando el Tirao se le acerca, sus pies feos bailan y su corazón poderoso canta una canción que ella no ha escuchado nunca: «Allez, venez, milord, vous assoir à ma table, il fait si froid dehors, ici c´est confortable…». Y los ojos de la china Chu se desoblicuan y se enormecen, porque se acuerdan del día en que el Tirao le salvó la vida también sin decir nada.

—Que sea buena la noche, señol, y la vida toda suya. —Y se queda tranquila en su puesto. Sabe que, si el Tirao anda cerca, nadie le va a hacer daño. Aunque parezca que no la oye. Aunque parezca que no la ve. Aunque parezca que le da igual.

La Muda ya ha encandilado al panoli. Ha subido a un taxi con él y se ha quitado los zapatos de tacón, como si le dolieran los pies de hacer la calle.

—¿Te duelen los pies, gitanita mía? Te voy a dar un masaje en cuanto lleguemos al hotel. —La Muda lo mira y le sonríe, agradecida de promesas.

El taxista, fisgón, es hombre de mundo y observa el cinemascope del flirteo en el espejo retrovisor con gesto extrañado: las gitanas no hacen la calle. Y ésta no es travelo.

La Muda se revuelve coquetamente para evitar las manos hurgadoras del panoli, que la acorrala contra la puerta del asiento de atrás buscándole las tetas y la cara interior del muslo.

Al llegar al primer semáforo en rojo, cerca de Sol, la Muda deja de revolverse y enseña una sonrisa que alumbra el interior del taxi. Acerca su carita moinante a la del panoli como si le fuera a besar y le muerde salvajemente la nariz. El panoli aparta un montón de manos de un montón de coños y de un montón de tetas y grita.

Antes de que el taxista tenga tiempo de darse la vuelta para ver qué pasa, la Muda le ha clavado un tacón en el ojo al galán sin billetera, ha saltado del taxi y ha salido corriendo entre el tráfico, descalza, hacia la esquina donde la esperaba ya el Calcao disimulándose entre la multitud.

El Tirao ha aparecido pocos minutos después, terminando de comerse el bocadillo de jamón y queso de la china Chu.

—Se me caen los pantalones con el cordal, jefe —dice el Calcao.

A la turba de buscadores de nada que remaban aquel viernes por la noche de Madrid les extrañó ver a aquel gitano elegante arrodillado ante el despojo humano, luchando con el nudo del cordal que le servía de cinturón al Calcao y convirtiéndolo, no sin esfuerzo, en un lazo corredizo, mientras una puta bellísima con los tacones en la mano —manchados de la córnea de un putero— sonreía tiernamente.

—Cuando te los vayas a quitar, tiras del cabo con nudo y se deshace el apaño. —El Tirao se explica despacio para que el tardo lo entienda.

—Gracias, jefe. Ya no se caen. ¿Me puedo dar el piro? Estoy cansado de junar secretas. Qué raro estar tan cansado sin haber junado ninguno.

La Muda se arrimó al Tirao y le quiso coger del brazo, pero él la apartó sin miramientos. El Tirao se volvió discretamente con el fajo del botín de la noche y contó algunos billetes.

—No, jefe. No me lo des ahora, que luego paso por las obras y las fulanas del caballo me lo quitan… Y después no me hacen nada.

El Tirao y la Muda vieron por última vez al Calcao mezclarse en la corriente de ejecutivos con resaca prematura, yonquis anafilácticos, mendigos, maricones de urinario, pijas con carmín en los labios vaginales, niños del éxtasis, mirones ciegos de vino, guineanos con cajones de pulseras, reclutas con permiso para matar, cuarentonas con todas las canas al aire, secretas cantosos, vampiros fanados, diletantes con sueño, ladrones honrados y solitarios vecinos del sexto que han preferido, una noche más, bajar las escaleras antes que arrojarse por el balcón.

Entre aquella bandería indisciplinada de lacayos de la luna caminaban la Muda y el Tirao, gitanazos lentos, dejándose mirar. Él con su cara de póquer recién perdido y ella tonta, descalza y feliz, agarrada a su brazo y sujetando descuidadamente con la mano libre los zapatos de tacón.

Tengo que reconocer que estaba a gusto en los bolsillos del Tirao. Pensaba que desde allí no podía hacer daño a nadie, y eso, tratándose de dinero, no se puede asegurar desde cualquier bolsillo. Lo dice un billete de cincuenta.

Arribamos a un bar que se llama El Gallego Declarao y el Tirao y la Muda se sentaron a la mesa que hay junto a la cristalera. Don Suso, el patrón, acercó rápidamente sus orondeces y pasó un trapo hediondo sobre la mesa, que quedó más sucia de lo que estaba. No sé qué seña de cuatro cerdos le pudo hacer Suso el gallego al Tirao, porque el mus filibustero suele ser muy maniobrero y sutil, pero el Tirao se percató de que algo amenazaba a sus espaldas y deslizó el fajo de billetes que habían robado al panoli bajo el trapo de don Suso, que los envolvió y los hizo desaparecer con manos ágiles de fullero.

—¿Qué tal, Tirao? —gritaba el gallego mientras—. Hola, Muda. ¿Cómo van las cosas por el Poblao?

—Amanece, que no es poco.


Ti
deberías ser gallego, Tirao. Qué cosas tienes.

Desde una mesa esquinera del fondo del bar, dos grandones se levantaron y se acercaron por la espalda del Tirao. Los vio por el espejo sifilítico de la pared. Se levantó parsimoniosamente de la silla, alzando las manos con la rutina cansina de quien está acostumbrado a ser carne de cacheo.

—Pero dejar al rapaz —suplicó el gallego—. ¿No veis que es más listo que vosotros y nunca le levantáis nada?

Uno de los grandones cacheó al Tirao y el otro rebuscó el bolso de la Muda.

—Sácame una botella de orujo, dos cafés y una tortilla de las de hoy para los
meus
amigos —gritó el gallego hacia el trasbar.

—No llevan ni un duro, gallego —dijo uno de los secretas—. ¿Cómo te pagan?

El otro policía se rio mirando el escote montañizo de la Muda.

—Se la chupo yo. La niña es una estrecha —dijo el Tirao.

—Tú cállate o te entoligo.

El policía silencioso acarició con el pulgar los labios perfectos de la Muda, que se tiró un sonoro pedo, rotundo, cavernoso y muy impropio de una dama.

—¡Qué peste! —dijo el madero ligón apartándose.

Al gallego, de la risa, casi se le cae la bandeja en la que llevaba la botella de orujo, una jarra de café de pota, dos tazas, dos copas chicas y una tortilla con cara de haber envejecido mal.

—¡Cómo pee la Muda! ¡
Miña nai
! ¡Cómo pee! —exclamó depositando el contenido de la bandeja sobre la mesa del Tirao y sin dejar de reír—. Hay pocas mujeres que pean así. La mía también peía con mucho coraje, tanto que yo creo que se murió porque se le fue el ser por el agujero del culo, aquella noche del
demín
.

—Cállate tú también —gritó el secreta—, que, si te mando a los de Sanidad, te condenan a cadena perpetua en la silla eléctrica.

—Venga, rapaces —rogó el gallego
declarao
—. Idos fuera de mi bar a buscar a los malos, que sin vosotros dos en la calle se nos queda Madrid muy inseguro.

Acompañó sus palabras con unos empujones en el límite de lo amable que acabaron por convencer a los guripas. En cuanto desaparecieron, el gallego
declarao
desenvolvió el trapo hediondo y sacó el fajo entre el que yo estaba escondido.

—Toma, Tirao, que la guita te va a hacer falta. Aquí no se fía.

—Gracias, gallego.

—La tortilla está de muerte.

—Tiene toda la pinta —contestó el Tirao mirando con escepticismo la cara hepática del presunto manjar, su redondez de luna aciaga.

Luego la Muda se comió toda la tortilla sin hacer ruido con la boca, como le había enseñado el Tirao, y se bebió media botella de orujo sin sorber, que en eso nació aprendida y señorita. Y no se tiró más pedos.

Y yo estaba lírico y feliz en los bolsillos del Tirao porque aquella noche había pasado por las manos de tres buenas gentes, periplo que, tratándose de dinero, no suele ser habitual. E intuía las sonrisas enamoradas de la Muda haciendo el eco a los silencios adustos del Tirao.

Y nadie allí sospechaba aún que el Calcao ya estaba muerto con el pecho abrileño de claveles de sangre, ni que a la niña Alma le estaban abriendo las entrañas unos rubinís muy principales que al mediodía volverían a sus chalés con barbacoa y a sus esposas malfolladas, a sus cristaleras al jardín y a su wagner furioso, a su servidumbre lacaya y a sus hijas con la teta amenazada por feroces cocodrilos de Lacoste. Los ricos malician que el dinero no da la felicidad: ignoran que no se la damos porque casi nunca la merecen.

El Tirao y la Muda tardaron en encontrar un taxi. Los taxistas de Madrid se ponen muy platerescos cuando atisban a gitanos, aunque vayan elegantes, y pasan de largo. A la Muda le gustaba mucho que los taxistas los despreciaran así, porque aquella madrugada hacía frío y el Tirao la abrazaba en el borde de la acera con recidumbre calé de pretendiente. Y ella, por jugar, le robaba la cartera y el fajo de los billetes, y se los devolvía riendo. Y él la llamaba tonta, pero la abrazaba aún más fuerte.

—A Valdeternero. Luego, allí, ya te indico.

—¿Donde el Poblao?

—Antes.

El taxista, Carabanchel años setenta, escruta a la pareja desde el retrovisor. La Muda se ha dormido de repente con la boca abierta, y parece una gárgola que sobresale del Nôtre-Dame musculoso del Tirao. El taxista vuelve la cabeza en un semáforo.

—Oye, no te ofendas. Pero… je… ¿No tendréis un gramito para pasarme? Me estoy sobando y el día va a ser largo. Te invito a la carrera y te doy lo que me digas, colega, si no son más de cincuenta, que no voy muy sobrao.

El Tirao no responde. En los bloques de edificios grises de Valdeternero, orilla del Poblao, manda parar y paga la carrera.

—Hasta luego, simpático —le grita el taxista cuando ya ha arrancado el Volvo—. ¿Te han dicho que te pareces a Loquillo pero en gilipollas?

El Tirao alza a la Muda dormida en brazos y camina hacia la Urbanización, entre las casas proletas de Valdeternero y el Poblao.

La Urbanización.

Hubo un proyecto muy socialista a finales de los años ochenta para urbanizar aquello, pero los gitanos del Poblao volaban los edificios a medio hacer con dinamita y la promotora acabó venciéndose.

Ahora es un erial de esqueletos preurbanos y vertederos, donde yonquis desahuciados vagan hacia ninguna parte con sus ojos crecidos de calavera anunciada.

Entre ellos cruzó el Tirao pisando barro, hundiendo sus huellas hasta el tobillo por el peso de la Muda, que dormía en sus brazos pesadillas de ajenjo. Chapoteó con paso firme hasta que llegó al túnel que socava el bajovientre de la M—40. Y vio desde allí los coches policiales desentonando la paz alboreña del Poblao. Descabalgó a la Muda de su abrazo sin dejar que se desplomara y metió el fajo de billetes bajo sus bragas, a modo de compresa, y siguió caminando hasta llegar a su chabolo procurando no ser visto.

Dejó a la Muda en la cama y volvió a salir. Nadie. Sólo uniformados. Enseguida adivinó, treinta metros más arriba de su chabolo, el cuerpo del Calcao, tirado boca arriba y con los ojos abiertos bajo el sol. Dos civilones, firmes, lo velaban a la espera del juez.

Volvió a entrar. Desnudó a la Muda, que se despertó y quiso abrazarle. La sentó, aún medio dormida y desnuda, ante el espejo, y la desmaquilló con mucho tacto, procurando no herir su piel oliva con las gasas. Ella quiso guiarle la mano sobre uno de sus pechos duros y grandes como granadas, pero él la apartó. Ella gimió gatunamente, mendigando lujuria. Sin hacer caso del cortejo, el Tirao le quitó la dentadura postiza y la metió en los líquidos. Y le alargó sus harapos para que se vistiera mientras él doblaba la ropa elegante de la noche y la metía en el armario. Guardaba para la Muda una veintena de modelos caros y de buen gusto que él mismo elegía pero que no le permitía llevarse a casa para evitar que la gitana y el Relamío los echaran a perder entre su mugre. El Tirao cuidaba los uniformes de trabajo mejor que un encargado de guardarropía de Donna Karan.

La Muda se negó a ponerse los harapos con un gesto y lo abrazó por detrás mientras él colgaba el vestido, y él quiso apartarla, pero la Muda se abrazó más fuerte y volvió a gemir, y bajó sus manos hasta la entrepierna del Tirao, que usó la parte más delicada de su fuerza para deshacerse de la gitana. Se volvió y cogió la cara de la Muda entre sus manazas morenas, y los ojos de la Muda se llenaron de lágrimas hueras. En mi modesta opinión, esta escena ya se había visto antes y se volvería a ver.

La Muda se vistió con sus harapos mientras el Tirao contaba el dinero para darle la mitad. El Calcao ya no iba a necesitar su tercera parte. Y luego salió de la chabola del gitano con esa sonrisa de tonta que tiene. De tonta triste. Pero mucho menos triste que muchas de vosotras, como dice ella. Y, cuando la Muda se hubo ido, el Tirao quitó el paño de la jaula del canario Bogart y abrió la cancilla. El pájaro voló un poco, se posó sobre el montón de libros de la esquina, y luego saltó de rueda en rueda por las mancuernas hasta que finalmente fue a acurrucarse entre las manos del Tirao, que estaba sentado en la cama con las palmas haciendo cuenco.

El Tirao, entonces, inclinó sus noventa kilos como si fuera a llorar sobre el hombro del canario Bogart, y lloró, e intentó imaginarse quién y por qué habían matado al Calcao, ahora que llevaba el cinturón de cordal con su lazo tan bien hecho. Lloró durante muchas horas y se quedó dormido a media tarde, con el canario Bogart empapado y jugando a picotearle las uñas de los dedos para alimentarse en calcio. Y, aunque sé que no tendría que decir esto, porque el dinero no debe tomar partido, ojalá yo pudiera haber comprado las lágrimas del Tirao a la tristeza para que no las hubiera vertido nunca.

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