La balada de los miserables (21 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La balada de los miserables
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Tenía la voz rota y femenina, y sólo era una sombra delgada entre los escombros de la obra. Una yonqui. El Tirao nunca se había follado a una yonqui. Las despreciaba. Pero aquella voz.

—Voy a casa de un amigo.

—Este barrio es muy inseguro —dijo ella—. ¿Quieres que te acompañe?

—No tengo miedo.

—No me extraña. Eres muy alto.

—Me llaman el Largo.

—¿Y cómo quieres que te llame yo?

—Quiero que me llames Rodrigo. Y tú ¿cómo te llamas?

—Me dicen la Charita.

—Me gusta. A ti no te vamos a cambiar el nombre.

—No soy puta.

—Yo tampoco.

—Eres muy gracioso. ¿Por qué enciendes el mechero?

—Quiero verte bien la cara.

XXVI

Son niños raros. Todos son niños raros. Tienen los ojos de otra persona en la mirada.

El inspector José Jara, número de placa 90 693, informa.

30/10/08. Que, siguiendo la investigación que arranca en la desaparición el 8/11/08 de Alma Heredia Martagón, visita el domicilio de trabajo de doña Expósita Jiménez Ruiz, venezolana, carta de residencia número 402 767, empleada de hogar a cargo de don Emilio Ovelar Caneda desde 22/3/05 con número de la SS 36 887 745.

—Que, comprobados todos los papeles y en regla, confirma que la hija de la entrevistada fue denunciada como desaparecida el 6/1/05 en su residencia, S/N, del poblado de Beneficio, Madrid.

—Que la testigo Expósita Jiménez Ruiz asegura que llegó a España con su hija el 3/7/04 procedente de Caracas (Venezuela) con visado turista.

—Que admite antecedentes por tráfico y posesión de drogas en los sumarios Proc. Ordinario 0000045/8/9/04 — PA. Auto; P. Ord. 0000189/23/2/05 — PA. Auto; P. Ord 0000276/14/3/05 — PA. Auto; y P.Ord. 0000409/19/4/05 — PA. Auto.

—Que denunció la desaparición el 9/5/05, tres días después de la última vez que vio a su hija, demora que justifica en su afición a la heroína.

—Que el 21/3/05 normalizó su situación en España tras formalizar contrato como empleada de hogar con don Emilio Ovelar Caneda tras entrevista personal.

—Que su función doméstica consiste en la limpieza de la casa C/ Goya, 33, 4-B y el cuidado de los tres hijos del matrimonio.

—Que su sueldo mensual asciende a 1400 euros brutos.

—Que su domicilio fiscal es C/ Cañada, 79, B-B, Madrid.

José Jara Santamaría

N.º 90 693

20/11/08

Niños raros. Niños a los que les han prestado los ojos. Niños que cojean. Niños con cicatrices. Niños con recuerdos de otros niños. ¿Por qué te escribo esto, Pepe, si tu alma garbancera nunca entenderá que el mal es mágico? Sí, compañero. La maldad es prestidigitadora. Un juego de manos. Por eso se puede ejercer con tanta impunidad.

¿Sabes, Ramos, que, de las sesenta y una personas que denunciaron la desaparición de sus hijos en los últimos diez años —sólo hablo de poblados chaboleros—, cincuenta y cuatro no tenían permiso de trabajo y lo consiguieron en menos de seis meses?

Ítem más: en dos días he recorrido once viviendas. Ya no voy a los domicilios. Me dirijo directamente a los hogares de trabajo. ¿Por qué en diez de las once viviendas me encontré a niños raros? Tengo miedo de estar volviéndome loco, compañero. He tirado el frasco de las anfetaminas por la ventanilla del Dodge. Díselo al loro, para que se tranquilice.

Tu trabajo ahora consiste en cruzar todos los datos de los contratantes de estas madres. Te envío nombres y direcciones detallados. Estoy seguro de que hay una relación. Todas obtuvieron un contrato pocos meses después de la desaparición de sus hijos: no hay hombres entre los investigados. Los sueldos que reciben las gitanas son superiores a los de cualquier empleada doméstica. ¿Qué pasa?

(Sigo pensando en los niños raros, Ramos. ¿Por qué en diez de las once casas que he visitado había un niño raro? Demasiadas casualidades. Y, aunque tú ya sabes que estoy loco, considerarás importante el hecho de que los muertos estén volviendo a decirme cosas. Incluso cuando no me he drogado, compañero. Creo que tenemos que empezar a trabajar como cabrones, porque, si no, este mundo va a seguir siendo una puta mierda. Dale un abrazo al loro. Sin pluma).

PARA: [email protected]

XXVII

Los héroes anónimos somos esa gente importante de la que nadie se acuerda. Yo soy un héroe anónimo. Cambié el curso de la historia, pero una noche me quedé dormido. Yo me habría convertido en un mito, os lo aseguro, si no me hubiera quedado dormido aquella noche. La carga explosiva estalló debajo de mi culo dormido a las 4:21 de la madrugada, hora española, del 11 de noviembre de 1991. Estaba cansado de tanta lucha y me quedé dormido. La historia no me hizo justicia porque me quedé dormido. Si al Che Guevara le hubiera atacado el sueño o una antirrevolucionaria diarrea el 31 de diciembre de 1958, hoy no se serigrafiarían camisetas con su guapa carita y andaría como yo, vagando por Camagüey o por alguna otra geografía dibujada con ciclones. Se hubiera quedado sentadito en cuclillas sobre su propia mierda mientras Fidel avanzaba hacia La Habana.

Quiero que se sepa esto antes de narrar las hermosas heroicidades firmadas aquella noche del demonio por la Muda, una retrasada mental a la que nunca nadie se dignará a escribirle en la tierra un digno
The End
.

Desde 1931 me llamaron Carbonilla. Y, hasta mi muerte, en 1991, reventado por seis kilos de explosivos que yo mismo coloqué, me siguieron llamando Carbonilla. Me pusieron Carbonilla en Mieres, el día que murió mi padre aplastado de carbón en la nada famosa mina de Tres Árboles.

Lo único que heredé de mi padre fue el apodo y las uñas negras. Y la rara ufanía de nunca sentirme culpable por el simple hecho de ser pobre. No hay que olvidar un legado así. Yo fui pobre pero nunca honrado. Y por eso le doy gracias a mi Dios. Aunque el cabrón de Él me esté puteando. Me lo merezco por gilipollas.

La Muda murió por amor. Quien tiene mucho amor acaba muriendo de amor. Como quien tiene mucho cáncer acaba muriendo de cáncer.

Yo lo vi.

Sin mis ojos.

Porque yo soy Nadie.

El señor Nadie es… adivina, adivinanza: ¿qué esposa es la que más danza?

La Muerte: baila con todos.

Yo soy don Finado Nadie, con DNI 00 000 000 y domicilio en el helio; esposo de la señora Muerte desde hace ya no sé cuánto. Pero, a pesar del paso del tiempo, todavía somos muy felices. Y eso que hace una barbaridad que no cogemos vacaciones. Mi parienta la Muerte y yo somos gente de la quinta edad. No queremos viajes organizados. Somos dos fieles amantes infinitamente aburridos de hacer siempre lo mismo: la eternidad.

Fue el O’Beng, un dios jodido, uno de los dioses más jodidos de los gitanos, el que me condenó por dejarme volar el culo con mi propia dinamita. Casi veinte años siendo nadie, vagando por la tierra de mi batalla perdida, entre las ruinas hormigoneras de la Urbanización Paraíso. Ironías de los malos dioses.

Estar muerto es aburrido. Yo lo pasaba mucho mejor de vivo, aunque es una opinión personal. Es cierto que gozas del don de la ubicuidad, que nunca te duelen las muelas y que no deseas a las mujeres de tus amigos. Pero nada nos parece bastante a los muertos. Echas muchísimo de menos la alegría y la tristeza, el sexo y el desamor y que, de vez en cuando, alguien querido te haga una buena putada. Ya sé que suena extraño, pero así es.

Del páramo bajaba hacia el Poblao esa niebla cambiadiza y articulada en nimbos que hasta a los muertos nos hace temer que se nos pueda aparecer un fantasma. Por eso había pocas putas de guardia a la sombra de los andamios de la Urbanización Paraíso. Las putas son muy quirománticas y supersticiosas a la hora de cabalgar este tipo de nieblas. Eso se explica porque nadie ha aclarado todavía quién fue Jack el Destripador. Que ahora se ha vuelto castizo y hace desaparecer a las niñas gitanas por las noches. Con él, desde Londres, se vino esta niebla. Bueno, es un suponer.

La única puta que zanganeaba entre las ruinas de mis petardeos de antaño era la Petrona, que no tiene dónde caerse viva. Andaba por ahí con el Lacio, un payo cirrótico y enganchao que no tiene dónde caerse muerto. Ellos vieron antes que yo la molicie de sombra que bajaba desde Valdeternero con los faros apagados y un motor no más chillón que el gaznate de un gato dormido. Una Mercedes Sprinter Chasis de color negro. Un carro de los cojones. Matrícula de ayer, metalizado, con neumáticos suficientes para aplastar la cabeza de un maño.

—Negocio, Petrona —dijo el Lacio con un medio temblor de frío y otro medio temblor de mono—. Y ése tiene sitio en la trasera para algo más que una mamada.

—Calla la boca y no seas cerdo —susurró la Petrona, que era muy recatada y pagaba una misa cada vez que se le moría un chulo o un camello.

Se agazaparon tras una colina de escombro y mierda sin ser demasiado conscientes de lo desapercibidos que pasaban allí sus dos despojos. Ni una repentina aparición de la luna consiguió delatarlos. El motor de la Sprinter acalló su ronroneo antes de que el coche se detuviera. El fantasma de una ex novia mía se deslizó entre la niebla sin enterarse de nada. Tres puertas de la furgoneta se abrieron simultáneamente y bajaron tres hombres vestidos de oscuro: uno muy bajo, otro muy alto y el tercero muy mediano.

—Joder, Petrona, vas a acabar inflada. No te van a dejar ni un solo agujero pa desaguar.

—Éstos vienen al negocio, imbécil. O a matar a alguien.

—Que no sea a mí.

—Tú ya estás muerto.

—¿No les entras, por si se animan a uno rápido?

—Tú espera callao a que yo me haga la descomposición de lugar.

Los tres hombres oscuros observaron el paisaje antes incluso de volver a cerrar las portezuelas de la furgoneta. Con tanta atención que uno de ellos incluso pareció clavar en mí sus ojos. Un tío rubio, con la nariz y una ceja rota y un ojo velado, pero, por lo demás, apuesto como payo rico.

—Hace más noche de matar que de asustar —dijo el enano.

—Lo que hace es noche de quedarse en la camita mirando teletienda —respondió el gigante.

—Bisturí y escalpelo, doctor Grande —ordenó el mediano—. Vamos a operar. Tú, Chico: vigila que no se encienda la luna.

—Vale, jefe.

El presunto doctor Grande, hombre bastante bajito, abrió la trasera de la furgona y sacó un maletín negro de facultativo, con lo que me pareció menos presunto. Se metió unas jeringuillas y unos frascos en los bolsillos de la chaqueta. Después se urgó el sobaco y extrajo un pistolón del 45, que comprobó sin usar más que una mano. Los tres se encaminaron en procesión hacia el origen de la niebla, camino del Poblao y del páramo. La Petrona y el Lacio, que se habían taquicardizado con la visión del maletín médico, esperaron a que los pasos de los tres hombres dejaran de oírse para ponerse a trabajar. Yonquis sí pero profesionales. Y que a nadie, estando en vida, le agrada que le peguen un tiro.

El tal Jota, el tal Grande y el tal Chico caminaban con la determinación de las personas que hacen lo que hacen con rutina, como los manifestantes de izquierda, los meapilas de derechas o los equipos de fútbol perdedores al salir al campo. En el paisaje neblinoso de aquella noche, todas las sombras estaban cumpliendo perfectamente con lo que se esperaba de ellas. Los yonquis improvisando. Los asesinos, no.

—Creo que es aquí —dijo Chico antes de resbalar en un lodazal y caerse de espaldas.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó el doctor Grande.

Chico se había levantado ya y se había limpiado el culo con la presteza de quien está muy acostumbrado a caerse, levantarse y limpiarse el culo.

—No —dijo, y elevó su mirada alta hasta las ruinas del edificio Formentera, el que yo iba a volar precisamente aquella madrugada del 11 de noviembre de 1991, y en cuyas vigas aún se puede encontrar algún diente mío. Hay que mirar con atención. Se incrustaron muy profundo.

—Joder, cómo está esto. Si Chico se tira un solo pedo, se nos cae la techumbre en la cabeza.

—Pues que no se lo tire —dijo Jota bajando la cabeza y adaptando su estatura al techo bajo diseñado por algún ahorrativo arquitecto para el garaje del ya por siempre inconcluso edificio Formentera. Creo que se llamaba Fermín Algo. Lo ponía un gran cartel que voló también aquella noche. Cuando yo. Sabe Dios hace cuántos años se pudrió ya aquel cartel que lo ponía.

—Encender las linternas.

Encendieron las linternas. Ratas y lagartijas se dieron a la fuga. Los mosquitos acudieron.

—Ahora, a esperar.

—¿Y si no vienen esta noche?

—Vendrán mañana.

Apagaron las linternas y no se sentaron ni fumaron. Se metieron las manos en los bolsillos de sus gabardinas profundas y paseaban despacito entre los andamios desnudos, respirando frío, y el frío que respiraban alentaba en la niebla. Casi no los veía ni yo.

Aunque se lo habían advertido, Chico sí se tiró un pedo. Pero el andamiaje no se derrumbó. Aquel edificio lo había volado yo muy mal. Por haberme dormido sobre la dinamita en la cuarta planta. No eran más que seis kilos. De mi ser mortal no quedó ni la memoria. Pero el edificio Formentera se mantuvo medio en pie. Y como si se derrumba sólo puede matar a yonquis o gitanos, aquí lo ha dejado medio en pie nuestra municipalidad.

No sé quién del Poblao se iría de chusquelona y les contó a los asesinos que el Tirao, siempre que volvía con la Muda de hacerse cocodrilos en Gran Vía, se daba el rodeo por detrás del Formentera para evitar encuentros con yonquis o putas. No quería broncas con nadie llevando tanto dinero encima, y además a la Muda, dormidita, en brazos. Desde que se desenganchó, el Tirao no se mete en consumaos, a no ser que la circunstancia lo implore.

Serían poco más de las cinco de la mañana cuando lo vi bajar con la Muda encima. A caballito. Ella a horcajadas y con la mejilla dormida en su hombro. El Tirao trotaba despacio, como un asno dinamitero de los de antes, para no despertarla. Empezó a llover de repente y la noche se convirtió en una sombra de clausura. El Tirao corrió para guarecerse en el garaje desnudo del Formentera. La lluvia hacía tanto ruido que no escuchó los pasos embarrados de Grande al encarársele. Y apenas vislumbró la barra de metal antes de que le atizara en la frente. El Tirao no se desmayó enseguida. Se tambaleó unos pasos y dio un par de vueltas antes de dejar caer suavemente el cuerpo de la Muda y desmayarse. Entonces, la Muda se despertó.

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