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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (11 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Chico, no sé en qué lío andas metido, pero entre lo de antes y lo de ahora, tendrías que encontrar un término medio —dijo ella. Y sin pausa ni transición añadió—: Lo que tienes que hacer es buscarte una chica formal y de tu clase y constituir una familia.

Por lo visto, todas estaban empeñadas en casarme.

—No pongas esa cara, hombre —rió Purines al leer en mi rostro el desconcierto y la contrariedad—. ¿Has cenado? Acabo de comprar media docena de «frankfurts» en el supermercado que están diciendo comednos, y te convido.

Habría aceptado de buena gana su proposición, porque no había cenado, ni comido al mediodía por causa de la bomba, pero no quería postergar el arreglo de mi maltrecho apartamento ni causarle molestias adicionales, de modo que la decliné expresándole de nuevo mi más profunda gratitud y la esperanza de poder compartir mesa y compañía en un futuro no lejano. Y habría añadido más finezas si un bostezo horroroso no las hubiera interrumpido.

—Haz como quieras —dijo Purines—. Yo sólo pretendía ayudarte.

Y tras una pausa, cuando yo ya tenía puesta la mano en el picaporte, añadió en voz baja y titubeante:

—No soy quién para darte consejos, pero ándate con cuidado. Esa chica no es trigo limpio. No digo que sea mala persona. Ya no existen malas personas. Antes había mujeres fatales, lagartonas y pájaras de cuenta. Ahora todas somos buenas. Pero por si acaso…

—Purines —le interrumpí—, eres un cielo.

Volví a mi maltrecho apartamento y me puse manos a la obra. Restablecer el orden, incluidos los esteres de percal y las flores (de plástico) que le infundían una calidez no reñida con la sobriedad, me llevó un par de horas tirando corto. Luego dormí como un leño.

*

Veinte minutos antes de las nueve de la mañana siguiente entré en el bar de la esquina, y pedí al camarero medio bocadillo de calamares encebollados y permiso para consultar el listín telefónico. Concedido éste de malos modos, busqué en el listín el vocablo Reinona, mencionado en el mensaje telefónico registrado la tarde anterior en el contestador de Pardalot (la policía no lo había unido al resto del material confiscado) y referente, según me parecía recordar, pues en su momento no le había prestado la atención debida, a una cena el martes, unas flores y el nombre propio ya dicho, que, por más vueltas que di, no conseguí encontrar en el listín. En vista de lo cual y con el bocadillo de calamares encebollados entre los dientes, fui a la peluquería y abrí.

Puntual y amodorrado acudió Magnolio a la cita matutina concertada entre él y yo la noche anterior y resumió lo ocurrido frente al portal de la casa de Ivet con lacónica precisión: nada. Al menos, agregó apresuradamente, hasta que sonaron las doce campanadas de la medianoche en el reloj de una iglesia vecinal, pues entonces, no por miedo a los espíritus ni a nada parecido, sino porque le convenía descansar, se había ido a su casa.

—¿Y usted —preguntó— qué hizo?

—Poca cosa —respondí—. ¿Ha oído hablar alguna vez de alguien llamado Reinona? Sobre todo en los últimos días.

—No.

—No conteste a la ligera, hombre —le recriminé—. ¿Cómo puede estar tan seguro?

—Nunca olvido los nombres de los blancos —dijo—, porque me dan risa. Por la noche, en la cama, les paso revista y me desternillo. Anteayer conocí a un tal Capdepera, ¿qué le parece? Ja, ja, ja. Ja, ja.

Aún se reía a mandíbula batiente cuando se fue dejándome solo con la clientela de la peluquería, es decir, solo. Esperé un rato y luego me llegué en un salto a la librería-papelería La Lechuza y pedí prestado un callejero de Barcelona a la señora Piñol. Con esta bibliografía, un trozo de papel y un bolígrafo (también prestado) regresé al bar.

Como la clientela del bar era tan numerosa a aquella hora como la de la peluquería, le rogué al camarero que fuera a la peluquería por si venía alguien, porque yo tenía que hacer unas llamadas que tal vez me llevaran algún tiempo, comprometiéndome a avisarle si aparecía algún parroquiano en el bar. La propuesta no le hizo ninguna gracia, pero como yo era cliente habitual del bar (a mediodía) acabó por acceder. Una vez a solas, abrí el listín telefónico (páginas amarillas) sobre una mesa y también el callejero y extendí el papel y empuñé el bolígrafo y en menos de una hora confeccioné una lista de las diez floristerías más cercanas al edificio de oficinas de El Caco Español. Hecho lo cual llamé a la primera de ellas y dije:

—Buenas tardes. Soy el señor Pardalot y tengo encargado un ramo de flores para casa de Reinona en su tienda, ¿verdad?

—No, señor. No sé de qué me está hablando —respondió al otro extremo de la línea un individuo, de profesión florista.

—Pues yo tampoco. Adiós.

Mantuve el mismo diálogo cuatro veces más en otros tantos intentos. Al quinto, una mujer en cuya voz creí reconocer la del contestador telefónico de Pardalot exclamó:

—¿Es usted el señor Pardalot?

—Sí, señora.

—Pues espero que le haya gustado la corona que enviamos a su entierro.

—Ah, señora —me apresuré a decir—, no soy el llorado señor Pardalot, sino su albacea testamentario. De ahí que utilice el nombre del difunto, pues lo represento, por así decir, en esta tierra. Y precisamente ha sido revisando con esmero sus papeles que he visto el nombre de su establecimiento y el encargo de unas flores con destino a casa de Reinona. Si no me equivoco.

—No se equivoca usted —dijo la florista—. Precisamente ayer llamé a la oficina, para pedir instrucciones al respecto y, no habiendo respondido nadie, dejé un recado en el contestador. El propio señor Pardalot llamó el viernes para encargar dos docenas de rosas rojas. Pero ahora, dadas las tristes circunstancias, supongo que habrá que anular el pedido.

—De ninguna manera, señora —dije—. Es mi deber dar fiel cumplimiento a las últimas voluntades del difunto. Envíe usted las flores sin tardanza. Yo sólo llamaba para verificar la dirección del legatario.

—¿De quién?

—De Reinona.

—La de siempre.

—¿Le importaría recordármela? Es sólo a efectos de inventario.

—No faltaría más, tome nota —dijo la florista—: Polvoalegre, veintisiete.

—Muchas gracias, señora —dije y colgué.

Devolví el callejero y el bolígrafo a la librería-papelería y permuté de nuevo con el camarero del bar nuestras respectivas posiciones. Al mediodía cerré, me dirigí otra vez al bar, saludé al camarero, me senté en una mesa y me hice servir la otra mitad del bocadillo de calamares encebollados. Iba a infligirle el primer mordisco cuando entró en el bar Magnolio. Al verlo, el camarero echó mano de la escopeta de perdigones, pero yo le tranquilicé diciendo que Magnolio era amigo mío y que yo respondía de su buena conducta. Mientras tanto, ajeno a esta negociación, Magnolio examinaba detenidamente las viandas que fermentaban en el mostrador.

—Póngame una ración de ensaladilla rusa con pan integral, amable camarero —dijo sentándose a mi mesa.

Le pregunté el motivo de su inesperada presencia allí y se le iluminaron los ojillos tras las gruesas lentes de sus antiparras.

—No soy tonto —dijo—, he estado pensando y me he dado cuenta de lo que usted se propone.

—Yo sólo me propongo comerme este medio bocadillo en paz —dije.

—Ja, ja —replicó Magnolio—, a mí no me la da con queso de búfala. Usted se propone descubrir al verdadero asesino del señor Pardalot. No lo niegue. En su situación yo haría lo mismo. La alternativa es el trullo, ja, ja. Pero déjeme decirle algo: en solitario, si tiene suerte, no conseguirá nada; y si no tiene suerte, conseguirá que le metan un balazo. Ja, ja.

—Y eso a usted ¿qué más le da?

—Me da. Todos somos hermanos.

—También el asesino de Pardalot. Váyase a comer con él.

—No es lo mismo —dijo Magnolio—. Yo soy un hombre honrado, como usted. Usted y yo militamos en el mismo bando, aunque con distintas banderas. La de mi país es como la
senyera
, pero con un mandril en medio. Si los hombres honrados no nos unimos, los granujas se apoderarán del mundo. Es posible que ya lo hayan hecho.

—No veo razón alguna para fiarme de usted —repliqué.

—Mire —dijo Magnolio sin perder la calma—, sin mala intención por mi parte, yo he colaborado al embrollo en el que estamos metidos todos. No quisiera tener su muerte sobre mi conciencia. También temo por la señorita Ivet, a quien conozco y aprecio. Es una señorita buena y tierna, en el sentido figurado de la palabra, y muy frágil y desvalida. A veces, yendo con ella en coche, de recados, la he visto llorar por el espejo retrovisor. Quiero decir mirando por el espejo retrovisor. Otras veces evidencia síntomas de confusión, fatiga, depresión y ansiedad. Yo no entiendo de psicología, pero me atrevería a afirmar que la señorita Ivet está bajo el influjo de un espíritu negativo o «papus». Necesita protección y por ahora sólo nosotros podemos brindársela. Pero esto no es lo único. También me mueven motivos personales que ahora no le voy a exponer, pues sería largo y no ha lugar.

Calló y se puso a comer su ensaladilla con pausada delectación y exquisitos modos. Mientras lo hacía me dediqué a observarlo con atención y un punto de envidia, pues aunque conservo, gracias a Dios, todos los dientes y procuro no hablar mientras mastico, no consigo terminar la comida sin dejar un muestrario completo del menú en la mesa, el suelo y las paredes, por no hablar de la ropa y los zapatos. Por este motivo y otros de orden general, no me caía mal el personaje. Ni era cosa de despreciar un poco de ayuda, sobre todo de la que podía prestarme semejante armatoste. Además tenía coche. Decidí aceptar su ofrecimiento y así se lo hice saber.

—Ha tomado usted una sabia decisión —dijo él con una inclinación de cabeza—. Como dicen en mi tierra, entre todos lo haremos todo. Traducido pierde mucha gracia. Ahora cuénteme quién es Reinona.

Mientras él daba cuenta de la ensaladilla y el pan y pedía de postre una naranja, que mondó y se comió con tenedor y cuchillo para asombro y diversión de los clientes habituales, acostumbrados a llevarse la sopa a la boca con las manos, le conté lo del mensaje telefónico y lo que había averiguado llamando a la floristería. Cuando hubimos acabado, se limpió escrupulosamente los labios con la servilleta, la dobló, la dejó sobre la mesa y dijo:

—Todo esto está muy bien, pero hasta el momento sólo una cosa podemos sacar en claro: que Pardalot no asistirá a esa cena, que, siendo hoy martes de la semana, es esta misma noche.

—Pardalot —repuse— no asistirá, pero yo sí. Y seguramente también asistirá la persona que lo mató o lo hizo matar. Ya va siendo hora de que nos enfrentemos cara a cara. No hace falta decir que la empresa es arriesgada. ¿Puedo contar con su ayuda?

—No, señor —respondió.

—Entonces pague las consumiciones —dije yo.

Hice señas al camarero del bar para que trajera la cuenta (incluidas las llamadas telefónicas) y la pusiera discretamente ante las narices de Magnolio. Pagó él, salimos ambos y nos despedimos en la acera con toda suerte de reverencias y solemnidades.

4

Como aún faltaban unos minutos para abrir la peluquería, di la vuelta a la manzana y me detuve frente a una tienda cuyo rótulo rezaba así:

RAMACHANDRA SAPASTRA

Tintorería de ropa

sursen calsetines

SE: echan remiendos

modifican rotos

La tintorería estaba cerrada, golpeé el cristal y de la trastienda salió el señor Ramachandra en pañal y babuchas, con un plato de bodrio en una mano y una cuchara en la boca. Le expliqué que aquella noche me habían invitado a una fiesta de campanillas y quería ir hecho un brazo de mar, me hizo entrar y elegimos entre las prendas que los clientes le habían confiado, un traje que se ajustara a mi hechura, a mi presupuesto y a las conveniencias sociales, unos guantes de cabritilla y un fular. Le pagué mil pelas por adelantado y volví a la peluquería.

A las ocho menos cinco, cuando se fue el último cliente (que aquel día resultó ser también el primero), me teñí el pelo de un intrépido azabache. A continuación me hice una barba con un moño postizo, pero tras varias probaturas renuncié a ella porque me daba un aspecto montaraz poco tranquilizador. Me habría gustado pasar por casa para asearme un poco, porque tanto mi camisa como yo dejábamos bastante que desear en cuanto a pulcritud, lozanía y fragancia, pero cuando me disponía a salir, apareció inopinadamente Ivet. Estaba muy guapa y parecía agitada. Mientras yo me fijaba en estos detalles, ella me dio un somero repaso y preguntó:

—¿De dónde has sacado este disfraz? ¿Y estos lamparones?

Quise explicarle que el alquiler de la ropa después del lavado en seco valía el doble que el alquiler de la ropa antes del lavado en seco, por si había que volverla a desmanchar. En cuanto a la elección del modelo (un sobrio esmoquin plateado) me seguía pareciendo un acierto. No prestó mucha atención a mis palabras, alegando que aquel lugar repugnante y fétido (la peluquería) siempre le había dado grima, pero que ahora, después de la bomba, la estaba sumiendo en el más profundo abatimiento. Entendí la indirecta y le propuse ir al bar.

Cerré (es un decir) la puerta de la peluquería, fuimos al bar y tomamos asiento en la misma mesa en que había tenido lugar nuestra primera cita. La coincidencia me pareció significativa y le pregunté si podíamos llamar a aquel bar «nuestro bar», a lo que respondió ella que su nombre actual (Hermanos Pezuña) ya le parecía bien. Con mujeres como Ivet no conviene precipitarse, de modo que decidí imprimir un nuevo sesgo a la conversación y le pregunté por el motivo de su inesperada visita.

Respondió que el saber de mi boca mis andanzas de la noche anterior, y yo le conté brevemente lo ocurrido en el edificio de El Caco Español, sin omitir el incidente del contestador y las averiguaciones que a partir de aquél había podido llevar a cabo, finalizando esta recapitulación, que el lector ya conoce, con el plan de introducirme en casa de Reinona.

—Eso es una imprudencia mayúscula —exclamó—. Tú no sabes quién es Reinona ni qué clase de gente habrá en su casa.

—No temas —respondí—, será gente rica y catalana, o sea, inoperante. Por lo demás, no corro ningún peligro: como ves, he adaptado mi apariencia externa a las circunstancias y no me será difícil mezclarme con las élites sin ser apercibido. Por lo demás, siempre me he movido en estas condiciones —añadí con altivez—. En contra de lo que tú crees, soy hombre de recursos. ¡Monada!

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