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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (15 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—¡Cuádrense, capullos! ¡Soy el teniente coronel Díaz-Bombona!

Los dos agentes se llevaron las respectivas manos a las gorras con entrechocar de tacones y de dientes.

—¿Adónde se llevai a este hombre? —bramó el recién llegado.

—A las dependencias, mi teniente coronel.

—Por presunto sospechoso de haber chorizao una joya, mi teniente coronel.

—¿Y a vosotros quién os ha dado permiso para responder, so capullos? Veamos a ver, ¿dónde coño está esa joya de los cojones?

—Aquí, en el meñique me la había puesto, mi teniente coronel, a ver cómo me quedaba.

—Pues devolvérsela a su dueño, quitarle las esposas y salir de aquí pitando si no queréis que os caiga un puro de maría santísima. ¿Estáis sordos o sordos o qué?

Obedecieron los agentes y al instante se perdió escaleras abajo el ruido de sus pasos precipitados. Se frotó las manos satisfecho el desconocido y sonó una voz familiar a sus espaldas que decía:

—Lo has hecho muy bien, Marcelino.

Tras lo cual entró en el apartamento mi vecina Purines, muerta de la risa. Iba vestida de institutriz, con falda plisada de franela gris, rebeca de angorina, moño y gafas. En una mano llevaba una regla y en la otra, un catón. Por lo visto, estando ella en el suyo con un asiduo de sus servicios, allí presente, oyeron primero el timbrazo y luego los golpes y las imprecaciones. De esto y de lo oído aplicando la oreja al tabique dedujeron que me encontraba en una situación comprometida. Entonces Purines, llevada de su espíritu filantrópico y con la gentil colaboración de su cliente, montó el número que acababa de ser representado allí. Le di a ella las gracias más sinceras y a su espontáneo colaborador unas palmadas en la espalda que hicieron tintinear sus condecoraciones.

—Te felicito, macho —le dije—. La farsa ha sido estupenda y este disfraz tan chusco te cae que ni pintado.

—Bah, no tiene mérito —rió él—. En realidad soy teniente coronel de la Guardia Civil y el uniforme es mío. Me lo pongo cuando vengo a ver a mi bomboncito. ¿Por qué lo llevaban preso?

—Por algo que no he hecho.

—Sí, sí. Lo mismo le digo yo a Garzón, y ya ve los resultados.

—Siento mucho no poder ofrecerles nada —dije.

—No te preocupes —dijo Purines—, ya nos vamos. Hoy Marcelino no me ha hecho los deberes y la señorita le va a poner un castigo muy, muy, muy severo.

Reiteré a ambos mi agradecimiento, quedamos en vernos más adelante y organizar una cena de vecinos y se dirigían ellos hacia la puerta del piso cuando sonaron en ésta unos discretos golpes.

—Vaya —mascullé—, ¿quién será ahora?

Y alzando la voz pregunté quién iba. Respondió alguien desde fuera:

—Soy el alcalde.

Reconocí, en efecto, su voz inconfundible y carismática. Algo confuso ante aquel inesperado honor, volví a preguntar:

—¿Quién le ha abierto el portal?

—Dos guardias muy simpáticos que salían a todo correr.

—Preferiría que no me encontrara aquí —susurró a mi oído el teniente coronel Díaz-Bombona—. No es por nada, pero…

—Lo comprendo. Métase en el armario —le sugerí—. Purines puede esconderse en el aseo. Usted no cabe.

Recuperé la llave, abrí el armario y antes de que pudiera salir Ivet empujé dentro al teniente coronel Díaz-Bombona. Purines se metió en el aseo y yo fui a abrir. El alcalde entró derrochando cordialidad.

—Me gusta ver cómo viven los ciudadanos a las cuatro y veinte de la madrugada —dijo consultando su reloj de pulsera.

—¿Cómo me ha localizado?

—Oh, llevo el padrón municipal en la cabeza. ¿Le molesto?

—Todo lo contrario. ¿En qué puedo servirle, señor alcalde?

—¿A mí? No, no. Soy yo quien está al servicio de la ciudadanía. No te preguntes lo que tu ciudad puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu ciudad, como dijo no sé quién. ¿Utiliza los transportes públicos? ¿Practica el basureo selectivo? ¿Satisface puntualmente la contribución? Esto es lo único que me importa. No tengo ambiciones políticas, ni personales. Con no acabar en chirona me doy por satisfecho. Pero no he venido a hablarle de mí, sino de mí. Usted estaba esta noche en casa de Reinona. Lo recuerdo perfectamente. No sé si usted se acuerda de mí: soy el alcalde. Dicen que no estoy bien de la azotea y a veces me pregunto si no tendrán razón. Ahora mismo, por ejemplo, me ha parecido oír a alguien cantar
Tom Dooley
dentro de aquel armario. En fin, dejemos eso. He venido a recabar su ayuda. Soy un hombre honrado, pero mi diario quehacer discurre entre volcanes, arenas movedizas y
everglades
. No me quejo: un alcalde ha de ser un artista del equilibrismo. Hasta cierto punto. ¿Quién mató a Pardalot? Si lo sabe no lo diga: éstas no son cosas que yo deba oír. Pero en caso afirmativo póngase la mano izquierda en la rodilla derecha y en caso contrario, la derecha en la izquierda. No se caiga. Pardalot tenía tantos amigos como enemigos y unos y otros eran las mismas personas. Una sociedad compleja como la nuestra no funciona si no se untan de cuando en cuando los engranajes. Pardalot se ocupaba de esto. No pregunto la identidad de su asesino. No interferiré con el poder judicial. He leído a Montesquieu. Pero quien haya dado la orden se ha metido en un lío. No sé si me explico. Todos querían liquidar a Pardalot, pero a todos les convenía que siguiera vivo. Si no me entiende tóquese la oreja izquierda con el pie derecho.

*

Las revelaciones de mi egregio visitante despertaban vivamente mi interés y gustoso le habría incitado (con el debido respeto) a seguir desembuchando, si en aquel momento no hubiera sonado el timbre del interfono. Descolgué el auricular y me lo puse en su sitio.

—¿Quién va? —pregunté.

—Soy Reinona, ¿te acuerdas de mí?

Dirigí al señor alcalde una mirada inquisitiva y el señor alcalde expresó con otra su resuelto asentimiento.

—Me acuerdo —dije pulsando el botón de apertura automática—. Suba.

—Esta mujer —dijo apresuradamente el señor alcalde— sabe más de lo que aparenta. Sería estúpido por nuestra parte desaprovechar la oportunidad de sonsacarla. Con todo, es mejor que no me vea. En mi presencia no dirá nada. Dígame dónde me puedo esconder. Y a ella, ni una palabra de lo que hemos hablado.

—Métase en el aseo —dije—, y no haga ruido pase lo que pase adentro o afuera.

Guardé al señor alcalde en el aseo y corrí a recibir a Reinona. Entró muy decidida en el apartamento y dijo:

—Cierra. No quiero que nadie sepa que he venido.

Llevaba una elegante bata de terciopelo rojo y chinelas. Con estas hogareñas prendas y una novela de Saramago bajo el brazo había hecho creer a su marido y a la servidumbre que se iba a dormir. Después, sin ser vista de nadie, había salido al jardín y allí, por el portillo, a la calle, donde había cogido un taxi. Esto me contó antes de disculparse por lo intempestivo de la hora. Los invitados, dijo, se habían ido tarde. Sin embargo, agregó, no había querido postergar nuestro reencuentro.

—Tenía que verte cuanto antes —siguió diciendo—. Sé que andas metido en el asunto de Pardalot. Te vi en el funeral. Alguien me dijo que eras el principal sospechoso del asesinato. No lo niegues.

—No lo niego —dije—, pero yo no fui.

—Tanto da —replicó—. No he venido a resolver el caso. No es que no me interese. Pardalot y yo éramos amigos. No… Bueno, dejémoslo en amigos. Pero no he venido a decirte esto, que, en definitiva, no es asunto tuyo. He venido a una cosa más importante para mí. Por otra parte, el ejecutor material del crimen es un simple peón. Un asesino a sueldo. Alguien le dio la orden. Posiblemente nadie le dio la orden. En una sociedad civilizada como la nuestra todos dan su aquiescencia y nadie da las órdenes. A un buen subalterno no hace falta decirle lo que ha de hacer. Basta con pagarle luego. Ay de mí.

Se dejó caer sobre la silla no sin antes haber hecho de mi traje alquilado un rebuño y haberlo arrojado al suelo y haberlo pateado con saña. Era una mujer de temperamento apasionado, que había aprendido a no exteriorizarlo, salvo en los momentos más inoportunos y de la peor manera.

—Dígame en qué puedo servirla —dije para que dejara en paz el traje.

Se puso a llorar con desconsuelo. Fui a la cocina y llené un vaso con agua del grifo.

—Bébase esto —le dije—. Agua tibia y maloliente de las termas de San Higinio, muy buenas para los estados de congoja.

Con este incentivo se bebió el vaso entero sin protestar y se calmó un poco.

—¿Por qué no me cuenta lo que me ha venido a contar? —le dije.

—No puedo —respondió—, sé demasiado. Si hablo, se armará la gorda.

—Creí que no le importaba.

—Si fuera por mí no me importaría, pero…

Guardó silencio. Tenía la mirada clavada en el suelo, las cejas fruncidas, los labios apretados, en suma, la expresión crispada de quien está hondamente preocupado. Al cabo de un rato levantó la cara y dijo:

—¿Puedo ir al cuarto de baño?

—No.

—Es que el agua termal me está haciendo efecto.

—Lo siento. El aseo está inutilizado. Pero puede hacer pis en el suelo: aquí no es Pedralbes.

—No importa —dijo con resignación—. Cuando se está en grave peligro, lo demás es secundario. ¿Me ayudarás? En mi casa dijiste que eras abogado y los abogados están para ayudar a sus clientes. Y subsidiariamente al género humano.

—Le mentí. No soy abogado.

—Ayúdame como si lo fueras —imploró—. Soy una pobre mujer acosada y desvalida. No hay más que verme.

—¿Por qué no acude a la policía?

—Ah, no. Eso no. Sobre todo, nada de acudir a la policía. Júrame que tú tampoco acudirás a la policía. Júramelo.

—Por mí pierda cuidado —la tranquilicé—. Yo soy el principal sospechoso, usted misma lo ha dicho.

—Es verdad —admitió—. Pero no creo que seas un asesino. Déjame ver tus manos. ¿Ves? Las manos no engañan, y tú no tienes manos de asesino. Tienes unas manos delicadas, como de peluquero.

Era indudable que trataba de ganarse con halagos mi voluntad y así obtener mi colaboración. Al cabo de un par de intentos, advirtiendo mi natural modestia, decidió dejarse de tonterías, se puso en pie, se quitó la bata y la arrojó al otro extremo del apartamento. Llevaba un camisón tan exiguo y transparente que nada justificaba llevarlo salvo el llevarlo.

—Haz lo que yo te diga —dijo cambiando súbitamente de voz y de actitud— y no te arrepentirás.

Este argumento me pareció irrefutable.

—Dígame de qué se trata.

—Escucha —susurró a mi oído—, me han llegado rumores de que en este asunto, quiero decir en el asunto de Pardalot, no en el nuestro, está metida una chica. Más joven que yo y más guapa que yo, pero no tan expeditiva. Quiero que la encuentres. Encuéntrala. Tienes que encontrarla. Es preciso.
Il le faut!

Vacilé. Habría podido quedar muy bien revelándole que no sólo conocía a Ivet, sino que en aquel preciso momento la tenía encerrada en el armario en compañía de un teniente coronel de la Guardia Civil, pero ni siquiera a cambio de las delicias que de palabra y obra me ofrecía aquella dama de personalidad distinguida y aún más distinguida estampa quería traicionar la confianza que Ivet decía haber depositado en mí.

—Dígame antes cuál es el motivo de su interés por esa chica —balbucí.

—Lo haré —respondió ella con voz trémula— cuando acabemos. Antes bésame, sáciame y quítate la camiseta de la Unió Esportiva Lleida.

Con incredulidad primero y asombro luego me di cuenta de que lo que había empezado como un zafio intento de seducción había acabado por hacer perder la chaveta a aquel ser de espíritu impetuoso. Y no siendo yo de los que se hacen de rogar, sin duda se habrían producido allí escenas cuyo recuento haría las delicias del lector adulto, si el áspero sonido del interfono no me hubiera obligado a postergar la satisfactoria consumación de mis deseos (y mis empeños) y a volverme a poner la camiseta.

—Disculpe. Voy a ver quién llama.

Descolgué, hice la pregunta pertinente y una voz masculina respondió:

—Soy Arderiu, el marido de Reinona. ¿Puedo entrar?

Cubrí el auricular con la mano e informé a la interesada, que dio muestras de contrariedad.

—Maldito aguafiestas —masculló mientras se ponía la bata—. Si no le abres sospechará que estoy aquí. Quizá me ha hecho seguir por un detective. Recíbelo y dile lo primero que se te ocurra. Se lo tragará: es tonto. ¿Puedo esconderme en el armario?

—No. En el armario, no. La cerradura está averiada. Métase debajo de la cama.

Lo hizo con tal precipitación que se olvidó las chinelas que un minuto antes había lanzado contra el techo con ardor. Como ya sonaban golpes en la puerta, me las puse y fui a abrir. El marido de Reinona hizo su entrada diciendo:

—Buenas noches. ¿Se acuerda usted de mí? Nos hemos conocido hace unas horas. Soy Arderiu. Abelardo Arderiu. Puede llamarme Arderiu o Abelardo Arderiu, pero no Abelardo.

—Coño, Arderiu, cómo no te voy a reconocer, si estás igual. Para ti no pasa el tiempo —dije con cierto nerviosismo, porque no acababa de hacerme con el control de la situación.

El afable marido levantó la mano para atajar estas finezas y dijo:

—Le hablaré sin rodeos. Como usted sabe, soy tonto, y los tontos no podemos dar rodeos, porque nos perdemos. Mi mujer se ha ido de casa esta noche subrepticiamente y tengo motivos para pensar que usted conoce su paradero. Le hablaré sin rodeos: Reinona está en peligro. Todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres. Pero en Reinona a la violencia general se superpone otra particular y específica de ella. Le hablaré sin rodeos. Tengo motivos para pensar que Reinona forma parte de una conjura. Esto a mí me trae sin cuidado. Yo no soy de los que creen que toda mujer ha de estar en la cocina. En mi casa siempre ha habido una mujer en la cocina y meter allí a todas las demás me parece innecesario. A Reinona siempre le he dejado hacer su voluntad. Sale caro, pero con mi patrimonio y mis rentas me lo puedo permitir. Por ejemplo, si hubiera querido dedicarse a la expresión artística, yo no le habría puesto cortapisas. Acuarela, pastel, óleo, guache o buril, me habría dado lo mismo. Es sólo un ejemplo ilustrativo de mi liberalismo. Y si lo que la hace sentirse útil es participar en una conjura, por mí que participe. ¿Me entiende?

Le dije que sí y aprovechó esta muestra de entendimiento para bajar la mano. Luego agregó:

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