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Authors: Juan Antonio Cebrián

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La aventura de los conquistadores (29 page)

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Posteriormente, se trasladó a México para participar en una reunión de religiosos que allí se celebraba. En dicha Junta tuvo un agrio enfrentamiento con el virrey Antonio de Mendoza, quien se negaba a discutir sobre la esclavitud de los indios, por lo que el terco dominico volvió a plantarse en 1547 ante la corte española en busca de apoyos para las tesis que defendía con tanto ardor. Sus infatigables gestiones dieron como resultado que, en julio de 1550, se convocara en Valladolid una reunión de teólogos, expertos en derecho canónico y miembros de los consejos de Castilla y de las Indias. El propósito no era otro sino debatir cómo debía procederse en los descubrimientos, conquistas y población en las Indias. Y como es obvio en este congreso confluyeron diversas corrientes ideológicas encarnadas en prestigiosos oradores que pronto se enzarzaron en duras discusiones. Acaso los principales ponentes fueron fray Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Este último sostenía que los indios, como seres inferiores, debían quedar sometidos a los españoles. Frente a él el padre Las Casas presentó su escrito sobre la
Apología
, texto clave en las discusiones. La Junta quedó inconclusa y por ello se emplazó para el año siguiente.

El padre Las Casas, decepcionado al no haberse tomado medida alguna sobre sus peticiones, optó por la renuncia de su cargo episcopal en Chiapas para volcarse en su particular lucha en defensa de los indios desde España. En estos años publicó algunas de sus obras y obtuvo cédulas reales en favor de los indios, en especial los que habitaban en Tezulutlán. En 1552 consiguió enviar nuevos misioneros a las Indias, mientras publicaba una serie de tratados, entre ellos la
Brevísima relación de la destrucción de las Indias
, el
Confesionario, El tratado sobre esclavos
y otros que editaron en Sevilla.

Radicado en la capital hispalense, tuvo a su alcance la Biblioteca Colombina, en la que pudo consultar libros y manuscritos que le permitieron avanzar en la redacción de su
Historia de las Indias
, un trabajo emprendido en 1526 que vio la luz treinta años más tarde. Asimismo, pudo completar la redacción de
Apologética historia sumaria
, verdadero tratado de antropología comparada en el que, poniendo en parangón a las culturas indígenas con las de la antigüedad clásica, subrayó las virtudes y grandes merecimientos de los habitantes del Nuevo Mundo. Singular experiencia para Bartolomé fue encontrarse, de regreso a Valladolid, con un indígena caxcán de Zacatecas, llamado Francisco Tenamaztle. Éste había sido deportado a España por haber encabezado una rebelión en su tierra. Las Casas, tras escuchar a Tenamaztle, emprendió con él su defensa.

Se conservan interesantes documentos, varios suscritos por Tenamaztle, en los que éste daba a conocer al Consejo de Indias su situación y la de su pueblo, demandando justicia. Las Casas en esta actuación hizo aplicación de sus ideas al caso particular de Tenamaztle y los indios caxcanes de la lejana Nueva España. Doloroso debió de ser para fray Bartolomé enterarse más tarde de que, en 1558, los dominicos que trabajaban en la guatemalteca Vera Paz reconocieran la necesidad de aceptar el uso de las armas para someter a los indios de la región Lacandona y de Puchutla. Tal forma de proceder, a la que siguió en 1559 la iniciación de hostilidades en la región de Tezulutlán, significó el fracaso de una idea a la que tantos desvelos había consagrado.

Los últimos años de su vida los pasó en Madrid. Había concluido ya para entonces la
Historia de las Indias
. Todavía escribió varios memoriales, así como la obra que intituló
De thesauris
, en la que cuestionaba el supuesto derecho de propiedad, tanto de los tesoros derivados del rescate del inca Atahualpa, como de aquellos otros encontrados en los sepulcros o guacas de los indígenas. En febrero de 1564 redactó su testamento y todavía pudo escribir un memorial al Consejo de Indias reafirmándose en todo lo que había expresado en defensa de sus queridos indios. El 17 de julio de 1566, este honorable dominico falleció en el convento de Nuestra Señora de Atocha, siendo enterrado en la capilla mayor de dicho recinto sagrado. Tiempo más tarde sus restos mortales fueron trasladados al convento dominico de San Gregorio, en Valladolid. Hoy día nadie discute que fray Bartolomé de Las Casas fue un auténtico adelantado en la protección, no sólo de los indígenas americanos, sino también de los derechos humanos.

A decir verdad muchos tomaron el testigo del padre Las Casas, siendo el caso más destacado el protagonizado por los combativos jesuitas. En 1540 el futuro San Ignacio de Loyola obtenía licencia papal para la fundación de la orden católica más viajera y emprendedora de la historia. Nacía de ese modo la Compañía de Jesús, y una de sus primeras tareas sería la expansión evangelizadora por el nuevo continente.

En tiempos de la conquista de América muchos fueron los objetivos que se fijaron las diferentes potencias intervinientes, uno de ellos, el de socializar de la manera más urgente a los pueblos indígenas, dado que su esfuerzo laboral se presumía fundamental en la edificación de los muros imperiales. La aportación de las diferentes órdenes religiosas y su impulso evangelizador contribuyeron de forma decisiva a esos fines. Las primeras oleadas de franciscanos, dominicos y mercedarios precedieron a la llegada de los jesuitas y, con éstos, una filosofía religiosa y cultural bien diferenciada de otros europeos que veían en América tan sólo una fuente inagotable de riqueza y honores sin reparar en los posibles perjuicios que se estaban ocasionando a los nativos americanos.

La Iglesia fue pionera en la denuncia de situaciones abusivas en el trato hacia el aborigen. En este sentido, el reino de España siempre procuró defender los intereses indígenas, pero la enorme distancia entre la metrópoli y las nuevas provincias imposibilitaba, en buena medida, una justa aplicación de leyes y reglas.

Las encomiendas concedidas a los colonizadores y la explotación que éstos hicieron de los indios chocaron frontalmente con la idea de convivencia armónica que mantenían órdenes como la Compañía de Jesús, en contacto directo con un papado muy preocupado por cómo transcurrían los acontecimientos.

Los jesuitas protagonizaron casi dos siglos de vida religiosa en América. En la segunda mitad del siglo XVI iniciaron su expansión por el Nuevo Mundo: Perú, México, Brasil y Paraguay fueron territorios que, poco a poco, iban recibiendo a los viajeros de San Ignacio de Loyola.

Finalmente, en 1604, el Vaticano constituyó la región del Paraguay como una provincia religiosa bajo tutela jesuita. Esta zona incluía los territorios actuales de Chile, Argentina, Bolivia, así como partes de Paraguay y Brasil; más o menos el equivalente a nuestra Europa occidental. En ese momento se tomaron las medidas oportunas para el establecimiento de miles de jesuitas en una tierra difícil de dominar, con unos nativos atemorizados debido a los enormes impactos que estaban sufriendo por la acción del hombre blanco.

Los seguidores de San Ignacio llegaron al continente con un mensaje espiritual cuajado de esperanza y una promesa de vida mejor que pronto caló entre la población autóctona. Son los años del «cristianismo feliz» —como los bautizó el teólogo Muratori—, que quedó plasmado en el nacimiento de las «reducciones», auténticos símbolos de la presencia jesuita en América. La reducción era una comunidad que reunía las principales características de las dos culturas. Su configuración urbanística llamaba poderosamente la atención al favorecer la igualdad económica y social entre sus integrantes; en definitiva, una especie de comunismo católico supervisado por el paternalismo jesuita. El trazado incluía iglesia, edificios de administración o gobierno, plazas públicas y casas dignas para unos habitantes que trabajan para sí mismos, pero también dentro del colectivo. Todo esto bajo la supervisión de los cultos y refinados sacerdotes de San Ignacio que permitían el mantenimiento de las viejas tradiciones paganas en un camino claro hacia Dios, siguiendo el lema de su fundador: «La mayor gloria de Dios y bien de las almas».

El sincretismo religioso, la tolerancia y el trato justo provocaron que los otrora hostiles indios guaraníes se acercaran a las misiones jesuitas buscando refugio y mejores condiciones, en una huida constante de los opresivos portugueses y españoles. En las reducciones se trabajaba la mitad que en las encomiendas, lo que daba como resultado una sensación de libertad y el orgullo de laborar para uno mismo, con lo que se obtenían producciones óptimas que permitían progreso y calidad. Tanta prosperidad en régimen casi de independencia con respecto a las potencias dominantes alarmó a los más reaccionarios, quienes veían en la Compañía de Jesús un enemigo a batir.

En los siglos XVII y XVIII se levantaron treinta y dos reducciones: su aspecto asemejaba el de fortificaciones militares, con empalizadas defendidas por bravos guerreros guaraníes, siempre dirigidos por los perseverantes jesuitas. Las misiones resultaban constantemente hostigadas por esclavistas, en esencia portugueses, que encontraban en estas comunidades obstáculos infranqueables para su crudo negocio.

Numerosas misiones fueron asaltadas y sus moradores masacrados ante la pasividad de los gobernantes locales; en el fondo los jesuitas se habían convertido en elementos demasiado incómodos para la expansión colonial. Y de forma maliciosa comenzaron a circular por las ciudades de Europa y América todo tipo de noticias relacionadas con el presunto poder social y económico que iban adquiriendo los jesuitas, con lo que muchos llegaron a pensar que se estaba gestando un «imperio jesuita» en América.

Las gotas que colmaron el vaso del rechazo fueron las guerras guaraníes, en las que los de San Ignacio tomaron parte activa del lado de los indios, lo que precipitó el esperado e inevitable final. En la segunda mitad del siglo XVIII naciones como Francia, Portugal o España encontraron las excusas necesarias para expulsar a los jesuitas de sus territorios.

En España el pretexto fue la presunta participación de la Compañía de Jesús en el famoso motín de Esquilache, argumentando los acusadores que se habían visto jesuitas entre la muchedumbre amotinada y que, además, habían prestado sus imprentas para publicar los panfletos que animaban al levantamiento en Madrid. La acusación explicó que con estas acciones los jesuitas pretendían destronar a Carlos III en el intento de situar a un monarca más proclive a los intereses de la compañía.

El 2 de noviembre de 1767 el rey de España firmaba la orden de expulsión de más de cinco mil jesuitas en España y América. Era el fin de una ilusión y el comienzo de unos años muy duros para unos hombres que sólo pudieron encontrar cobijo en los Estados Pontificios. Sin embargo, la presión internacional provocó que el 21 de julio de 1773 el papa Clemente XIV se viera forzado a firmar la disolución completa de la orden.

Mientras tanto, miles de indios guaraníes se diseminaban por sus selvas ancestrales, perseguidos por la civilización y sin que nadie pudiera protegerles de su inexorable destino.

Por fortuna, en 1814 la Compañía de Jesús fue rehabilitada, continuando desde entonces su inmensa obra en misiones y colegios esparcidos por toda la geografía mundial. No obstante, el sueño de las reducciones jesuitas jamás se volvió a levantar, convirtiéndose en un lejano recuerdo perdido en lo más intrincado de las selvas amazónicas.

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