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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

La albariza de los juncos (12 page)

BOOK: La albariza de los juncos
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El 17 de mayo de 1973 acudí a Jerez para asistir a una corrida de toros en la que toreaba Rafael de Paula, que siempre ha sido mi torero preferido. Estuvo fatal, y el público se comportó de forma lamentable. Tengo por costumbre no entrar en discusión alguna, pero cuando mi vecino de contrabarrera le llamó «¡Cagón!» no pude controlarme. Me salió el carácter de Mamá, que me sale muy de cuando en cuando.

—El cagón lo será usted, señor mío —le dije al vociferante mientras adoptaba las primeras posiciones de huida.

El encrespado diletante, al observar que mis movimientos eran propios de un digno repliegue, me agarró con fuerza el brazo derecho y mirándome muy fijamente a los ojos me espetó:

—Mire, usted, petimetre, señorito de pan pringao. —Esto último me molestó sobremanera, más que «petimetre»-. A mis ochenta y cuatro años no voy a permitirme la frivolidad de pegarle una bofetada a un chumino como usted. A un hombre sí, pero a un chumino no se le pega. Pero no ha nacido el que llame «cagón» al teniente general Hontorio de Sanchís y Valladares sin que sufra las pertinentes consecuencias. O sea, que considérese arrestado.

La situación era dificilísima. El teniente general Hontorio de Sanchís y Valladares —según supe posteriormente— tenía siete heridas de guerra y se le consideraba más que a un héroe de la contienda civil. Pequeño de estatura, pero todo un hombre. Principiaba mi retahíla de disculpas cuando me interrumpió al grito de «¡Guardias!».

Una pareja de guardias civiles que deambulaba por el callejón tomó nota de su llamamiento y le preguntó el motivo de su imperativa solicitud.

—Soy el teniente general Hontorio de Sanchís y Valladares, y este melindres me ha llamado «cagón». Les ordeno que procedan a su detención.

Dicho y hecho, los guardias civiles se apresuraron a detenerme.

Confusión en los tendidos. Oí voces conocidas comentando el acontecimiento:

—Mira, Pepe; la guardia civil se lleva al tonto de Sotoancho.

—A la que hay que detener es al bicho de su madre.

—¡Ojalá le metan veinte años de trabajos forzados!

Y más cosas horripilantes.

En el cuartelillo me tuve que identificar. Ante mi empaque —un poco desmoronado, hay que admitirlo-, los agentes del orden iniciaron lo que se llama el «callado baile de la duda». Pero la tercera pregunta fue demasiado directa.

—¿Reconoce haber llamado «cagón» al teniente general Hontorio Sanchís y Valladares?

—No —respondí con una rapidez que a mí mismo me sorprendió-. Si yo hubiera sabido que se trataba de Su Excelencia, jamás habría insinuado tal cosa.

—De cualquier forma, pasará esta noche en el calabozo, por faltón.

Al conocer mi identidad y la coincidencia ideológica de Mamá con el Caudillo, el teniente general retiró la acusación y admitió mis disculpas. Pero todo eso sucedió a la mañana siguiente. Dormí un día en la cárcel y Mamá pasó la noche más amarga de su vida. Cuando, al día siguiente, ya libre de la opresión del Régimen, me presenté ante ella en La Jaralera, me dijo algo que jamás olvidaré:

—Si no fuera por lo que te quiero, no habría movido ni un dedo para sacarte. Eres más rojo que Marcelino Camacho.

Yo no sabía quién era Marcelino Camacho. Aguanté el chaparrón y le ordené a Tomás que me preparara el baño. Cuando me introduje en el agua caliente y reconfortante, sentí el latigazo del luchador clandestino. De mañana leí todos los periódicos. Ni una referencia a mi calvario. Ni en el
ABC
de Sevilla. Cosas de la censura de prensa. Entonces entendí que mi lucha no había merecido la pena. Y volví al redil, inmediatamente.

El tabaco

Hoy, Mamá, inesperadamente, me ha prohibido fumar. Cuando le he dicho que a un hombre de más de sesenta años no se le puede prohibir nada, ha sufrido un principio de crisis emotiva algo preocupante. Acabábamos de desayunar, y como siempre, yo lo había hecho con gusto esperando el solemne momento del primer pitillo del día. Cuando me disponía a encender mi Marlboro, Mamá ha interrumpido mi intercomunicación cerebral y motriz con un gesto nada amistoso. «Te prohíbo que fumes delante de mí, Susú.» Me he quedado de una pieza. Pero antes voy a explicar lo de Susú.

Admitirlo públicamente es, además de heroico, un poco consecuencia de un chantaje. Mi pariente lejano Estanis de Vivar —que no tiene nada en común con nuestro épico héroe medieval— me pidió hace dos años cinco millones de pesetas en concepto de préstamo á corto plazo con los consiguientes intereses, que fijamos en un quince por ciento mensual siguiendo la recomendación de mi administrador. Veinticuatro meses después no me había devuelto ni una peseta. Mantuve con él hace una semana una conversación áspera y desagradable y le puse al corriente de mis legítimas intenciones. Si no me devolvía el principal en diez días escribiría una carta al director del
ABC
de Sevilla en la que revelaría su gran vergüenza personal. Que a los sesenta y siete años, y sin interrupción desde que nació, se hace pis en la cama. Su contestación, recibida ayer, ha sido la siguiente:

Querido primo: Me he gastado los cinco millones. Tres de ellos con putitas. No te los voy a devolver porque no puedo. Me importa un rábano que publiques que me hago pis en la cama. Por lo menos no soy tan guarro como tú, que usas orinal. Pero si insistes en reclamarme el pequeño préstamo que me concediste, seré yo quien publique en el
ABC
de Sevilla una carta desvelando tu más humillante secreto. Que tu madre te llama «Susú». Un abrazo de tu primo.

Estanislao de Vivar.

Entiendan mi quebranto anímico. Ningún Sotoancho ha dejado que una perdiz deudora se marche de La Jaralera sin pasar por caja. No puedo humillar a la tradición. Y conociendo a Estanis soy plenamente consciente de que su advertencia no es un farol. Como no pienso renunciar a mis cinco millones me adelanto a su carta y reconozco públicamente que, en efecto, Mamá me llama en privado Susú.

Y ahora, vamos con lo del tabaco.

—Te prohíbo que fumes delante de mí, Susú.

—No puedes prohibirle que fume a un hijo con más de sesenta años, Mamá.

Y le sobrevino el sofoco emotivo, mi tanto preocupante.

Cuando a Mamá le sobreviene la crisis de emoción, parpadea tres veces, abre la boca, emite un sonido gutural y adquiere la expresión del urogallo disecado del comedor.

Posteriormente se queda rígida y deja de respirar a propósito, para asustarme más. Como tiene unos pulmones de buzo puede estar sin respirar tres minutos, que para mí se hacen eternos. Su rostro se tiñe de violetas raros, sus labios, de morado, sus orejas, de lila luto de alivio y sus ojos se inyectan de sangre decidida.

O se reacciona a tiempo, o se pierde a una madre. Como era de prever, he reaccionado a tiempo.

—Te prometo que nunca más fumaré en tu presencia, Mamá.

—Ni en mi ausencia, Susú —ha remachado el urogallo fijando su mirada en la mía.

Llevo un día sin fumar. Doy vueltas sobre mí mismo y no me encuentro. Esto es durísimo. Las promesas hay que cumplirlas y Mamá confía en mi palabra. Como un loco, como un potro de malas riendas, he trotado de desahogos hasta la albariza de los juncos.

«¿Tú qué harías, Papá?», he preguntado a mi padre atravesando el cielo con mi angustia.

Y Papá, desde arriba, abriéndose paso entre una nube tonta y una bandada de azulones, me ha contestado lo que habría que esperar de él: «Aprovecha, hijo, que en el cielo no hay tabaco.»Y he fumado mi pitillo, mientras un garza impertinente me miraba como diciéndome: «Te la estás jugando, Susú.»

Visita oficial

Todo llega. Hoy viene a visitarnos a casa —a su futura casa-, mi prometida Olimpia de Bolka-Romanov. Lo hace con su madre, mi futura suegra, Mercé Repullés de Bolka-Romanov y con su tío Josep Antoni Repullés y Comajuncosa, que es el administrador de los bienes de Olimpia.

Parientes rusos no vendrá ninguno porque a todos se los cepilló Lenin en la Revolución, y sólo mi suegro, el príncipe Nicolai Igorevich de Bolka-Romanov pudo escapar de la masacre disfrazado de niño inglés. Ya en el exilio, con el dinero que tenía en Inglaterra, consiguió sobrevivir con cierta holgura, y en un viaje a España, conoció en Barcelona a mi suegra doña Mercé Repullés, propietaria de la famosa peletería Repullés y Segarra, con la que se casó y tuvo una hija, mi amada Olimpia. Ahora, con la Revolución bolchevique superada, mi futuro tío Josep Antoni Repullés y Comajuncosa, ha reclamado al Gobierno de Rusia la devolución de los bienes inmuebles de la familia Bolka-Romanov, y parece que la cosa no va por mal camino. En concreto, el palacio y el parque de Borisgrad, la casa de Moscú —en la que se guardaba una de las mejores colecciones de joyas de Fabergé-, y la «dacha» de Crimea —una «dacha» es como una villa-, Dacha Josephine, que era preciosa y la proyectó
Gashasha
Blodkyn, el Pichichi Gutiérrez-Soto de la vencida Rusia imperial. El embajador de Rusia le ha dicho al administrador de Olimpia que el palacio de Borisgrad fue destruido por la aviación de Hitler, que en el parque se construyeron tres mil casas, que de la colección de Fabergé, los cuadros y los muebles, tararí que te vi, y que sólo se mantiene en pie Dacha Josephine, que era la casa que le prestaba el Soviet a Santiago Carrillo para que disfrutara de las vacaciones de verano. Si es así, no entiendo por qué dice el tío de Olimpia que las negociaciones van bien.

Mamá ha dispuesto que todo el personal de La Jaralera aguarde la llegada de la futura marquesa en la puerta de la casa. Sólo ha quedado en su sitio el guarda de la entrada principal que avisará con diez disparos de trabuco cuando el coche que trae a Olimpia traspase la cancela de honores. El coche es el Bentley, que le hemos enviado a la estación de Santa Justa. Gran nerviosismo en casa, afortunadamente amortiguado por la ponderada influencia de Mamá. Los guardas, con sus mejores galas, los mozos de cuadra, vestidos a la usanza de los bandoleros, y el cuerpo de casa, con sus uniformes impolutos. Tomasillo, el hijo pequeño de Tomás y Francisca, le entregará un ramo de flores silvestres —aquí, la primavera ya ha estallado-, y tiene órdenes de Mamá de darle a Olimpia tratamiento de Alteza Imperial.

Yo esperaré la llegada de mi futura esposa en pie y cincuenta metros adelantado del resto de la gente. Mamá lo hará en la puerta de la casa, para entregarle oficiosamente el mando del histórico recinto. Son ya las doce, y el coche tiene que estar a punto de aparecer por la loma de las perdices. Don Ignacio, el capellán, se ha puesto la capa pluvial, la sotana del Día de la Virgen y un sombrero muy raro que no nos había enseñado nunca. Es como un tricornio, pero con menos autoridad.

El jardín está perfecto, aunque todavía no en su esplendor de abril. La escena me recuerda a
Lo que el viento se llevó
cuando llegaban los señores de Tara, que creo recordar se llamaban O'Hara. Mamá, en su silla de luto, está preparada. Noto en su mirada la emoción contenida del relevo. ¡Suenan los trabucazos! ¡Su Alteza Imperial ha traspasado la puerta de La Jaralera! Se acerca el destino.

Estoy en pie, en la recoleta de los magnolios. A lo lejos se oye el inconfundible rumor sordo del motor del Bentley. He mirado hacia atrás y todo está en orden. Hoy empieza el futuro, y cuando uno es protagonista de situaciones como la que narro, conviene recordar que la emoción es un tesoro de los hombres y que las lágrimas también pueden aparecer, tímidamente, en los ojos de un marqués que ha sabido ser responsable con la Historia. Ahí está el coche.

El primer contacto

El coche, con la solemnidad que exige el momento, ha detenido su marcha al llegar a mi altura. El chófer ha abierto la puerta derecha trasera y del interior del Bentley ha surgido mi prometida, Olimpia de Bolka-Romanov.

—Bienvenida a casa, Olimpia Nicolayeva —le he dicho según la costumbre de la corte del Zar(Q.S.G.H).

—Estoy muy dichosa de encontrarme aquí, Cristian Ildefonso —ha murmurado mi novia, Su Alteza Imperial, con marcado acento catalán.

Entonces, sin previo aviso, me ha besado en la mejilla izquierda. Tomasillo le ha entregado el ramo de flores de La Jaralera, pero se le han olvidado las palabras de bienvenida, durante tres semanas ensayadas. No obstante, Olimpia Nicolayeva, muy en su papel, le ha besado en la frente mientras decía:


¡Qué preciós!

Después de Olimpia ha descendido del coche su madre, mi futura suegra, doña Mercé Repullés, y posteriormente, el último, el tío Josep Antoni, administrador de Su Alteza Imperial. En conjunto, debo confesarlo, me han parecido muy poquita cosa, aunque no siempre el aspecto físico responde a la realidad. Así como doña Mercé y don Josep Antoni son un tanto retacos, Olimpia Nicolayeva debe superar el metro noventa de altura. En la fotografía no se adivinaba esa dimensión exagerada, muy propia, por otra parte, de la Familia Imperial rusa.

Todo el servicio ha hecho pasillo a Su Alteza. Los hombres inclinando la cabeza y las mujeres cumpliendo una profunda reverencia. A Petra, la repostera, aún convaleciente de una intervención de varices se le ha liberado de la reverencia por temor a que se le salten los puntos.

De mi brazo, Olimpia ha subido los cuatro escalones de la puerta principal y ha saludado a Mamá. El saludo ha resultado confuso, porque Mamá, impresionada por el tamaño de Olimpia y por la emoción del momento, no ha acertado a emitir sonido alguno y se ha limitado a estrechar su mano con estudiada distancia. Pero Olimpia, que es más expresiva que Mamá, ha besado ruidosamente la mejilla derecha de su futura suegra al tiempo que le decía:

—Estoy muy emocionada de conocerla, madre.

A Mamá, que la conozco muy bien, no le gusta que nadie que no sea yo la llame «madre», pero la cosa no habría tenido importancia de no ser por la inoportuna frase, que inmediatamente después, pronunció doña Mercé:

—Todavía no, Olimpia, que antes hemos de negociar la cuantía de las dotes.

En resumen, que la recepción ha resultado fría. Mamá se ha disculpado con no sé qué resfriado que no padece, y ha ordenado que la suban a sus dependencias. Y yo me he quedado solo con Olimpia Nicolayeva, doña Mercé y el tío, que no para de mirar los cuadros, los objetos de plata, las alfombras y los trofeos de caza.

Ni me gusta doña Mercé, ni me gusta el tío, ni me termina de convencer Olimpia Nicolayeva. Esperaba otra cosa, si se me permite la sinceridad. Sana está sana, y su aspecto ofrece esperanzas dé maternidad inmediata, pero se me antoja mucha mujer para un hombre de sesenta años. Puede resultar agobiante en el lecho nupcial. Mucho me temo que sea de las que piden carantoñas y mimos en los instantes posteriores a la culminación del acto. Ese modo de mirar la delata. Su primer golpe de seriedad puede ocultar a una frenética juguetona. En San Petersburgo, con dos vodkas de más, los aristócratas rusos hacían auténticas diabluras. Pero a lo que más temo es a la influencia de doña Mercé y del tío en Olimpia. Me parece que voy a tomar una determinación de contenido radical.

BOOK: La albariza de los juncos
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