Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
Constanza de Jesús recordaba la muerte de Lucrecia mientras comparaba la extensión de ambos cementerios. El de la abadía de San Benito le pareció desproporcionado, pero se quitó de la cabeza el pensamiento porque, fuera como fuese, esa realidad no ayudaba a entender por qué se estaban cometiendo semejantes crímenes en el monasterio. Además, la llamada a vísperas le obligaba a rezar, aunque no fueran sus intenciones en ese momento, y se detuvo en mitad de un sendero trazado entre hileras de tumbas, como camastros labrados en la tierra, y cruzó sus manos sobre el vientre, la cabeza adoptó postura de sumisión y recitó las oraciones que había aprendido.
—Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium. Et in unum Dominum Iesum Christum Filium Dei unigenitum. Et ex Patre natum ante omnia saecula. Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero. Gentium, non factum, consubtantialem Patri: per quem omnia facta sunt. Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis et incarnatus est de Spiritu Soneto ex María Virgine et homo factus est. Crucifixus etiam pro nobis: sub Pontio Pilato passus et sepultus est. Et resurrexit tertia die, secundum scripturas. Et ascedit in caelum: sedet ad dextram Patris. Et iterum venturus est cum gloria inducare vivos et mortuos: cuius regni non erit finis. Et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem: qui ex Patre et Filioque procedit. Qui cum Patre et Filio simul adoratur et conglorificatur; qui locutus est per Prophetas. Et unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam. Confíteor unum baptista in remissionem peccatorum. Et exspecto resurrectionem mortuorum. Et venturi saeculi. Amen.
Cuando acabó sus rezos, que completó con tres avemarías y un padrenuestro, se dispuso a abandonar la sacramental para ir a su celda, lavarse las manos y esperar la llamada de la cena.
El apetito no le había abandonado y las velas de sus tripas solicitaban ya su ración de viento para continuar viaje. Recordó las piernas de cabrito dispuestas la noche anterior ante el rey, tan doradas y crujientes, y aunque la regla de San Benito recomendaba no comer cuadrúpedos, la boca se le llenó de saliva. Decididamente era hora de cenar. Así que se santiguó deprisa y echó a andar hacia la salida.
Pero, de pronto, algo le hizo detenerse: una fosa, allí al fondo, desentonaba de la uniformidad de los lechos mortuorios. No tenía lápida, tampoco señal alguna de contener nada en su seno, y sin embargo la tierra estaba recién removida. Lo más probable era que hubiera sido abierta ese mismo día, o el anterior. ¿Por qué? ¿Y para qué?
Por un momento se olvidó de la urgencia de su estómago y se acercó para observarla de cerca. Con la punta de su sandalia removió un poco de tierra, en una esquina. La lluvia caída la noche anterior lo había empapado todo, pero no lo suficiente para disimular el hecho de haber sido escarbada y rellenada otra vez. Tal vez dos o tres días antes, pero sin duda había sido manipulada recientemente. Bien: lo anotaría en sus cuartillas sin decir nada a nadie del descubrimiento y volvería con las primeras luces del día siguiente para desentrañar el misterio.
Tampoco le apeteció a la reina salir esa noche de su aposento para reunirse con su esposo en la cena. Ordenó que informasen a la abadesa de que tomaría algo en la celda, junto a sus damas, y que le mostrara sus encarecidas disculpas al rey don Jaime por la ausencia, pretextando un inoportuno dolor de cabeza. Juana corrió a cumplir los deseos de doña Leonor y a pedir, sin encomendarse a su señora, que la reina degustaría con agrado cuantos pichones sobraron del mediodía, además de lo que se hubiera dispuesto para su cena.
—Y que no falten dulces, mi señora doña Inés de Osona —añadió al encontrarse con la abadesa—. Encuentro un poco débil a la reina, ¿sabéis? Pero, por Dios bendito, no le digáis que os lo he dicho. Tal vez no debería haber..., en fin, disculpad... Pero traed muchos dulces, muchos. ¿Puede ser?
—Puede ser, doña Juana —aceptó la abadesa.
—Gracias.
Cuando Juana volvió a la estancia de doña Leonor, Águeda parecía estar relatando una de sus historias, y la dama, que tanto disfrutaba con ellas, le rogó que empezara de nuevo, que no quería perderse el hilo de lo que estaba contando.
—No es nada, amiga Juana —intervino la reina—. Sancha ha preguntado por qué no les está permitido a las monjas tomar esposo ni a los hombres de Dios casarse. Nuestra querida Sancha parece buscar conversación, nada más, que de sobra sabe ella que ni a sacerdotes ni a monjas les conviene servir a nadie, salvo a Dios.
—Y yo intentaba decir —siguió Águeda— que de la lectura de la sagrada Biblia no se obtienen motivos para ello, al menos de cuanto he podido entender.
—¿No? —doña Berenguela adoptó un semblante de curiosidad—. Pues yo pensaba que Dios...
—No, no —corrigió Águeda con energía—. Dios nada dispuso al respecto; son instrucciones y normas de nuestra Santa Madre Iglesia. De hecho, la Biblia nos dice que fue el Señor quien envió a Oseas, un profeta menor, a casa de una mujer de mala vida con la encomienda de practicar la fornicación y obtener así hijos. Y luego nos cuenta que los tuvo, al menos uno. Y después, otra vez, Dios le ordenó fornicar con una mujer adúltera. Me imagino al pobre Oseas yendo de aquí para allá intentando cumplir los mandatos del Señor...
—No es motivo de burla, Águeda —le recriminó doña Leonor.
—Si no me burlo —sonrió Águeda—. En realidad, también se lee en la Biblia que a otros profetas más principales les ordenó extrañas misiones. A uno, que se tragase un pergamino; a otro, que se paseara desnudo por las calles; a uno más, que se vistiese con una albarda; a Ezequiel, que comiera excrementos... Sin duda, Oseas fue el que salió mejor librado de las pruebas divinas.
—¡Basta! —interrumpió la reina, mostrando su disgusto—. Más parecieras una mala mujer que una de mis más predilectas damas. Tendrás que buscar en confesión la absolución de esas palabras blasfemas...
—¡Pero si sólo repito las palabras de la sagrada Biblia, mi señora! —se quejó Águeda—. Y no soy una mala mujer, aunque, ya puestos, la Biblia también nos hace un extenso relato de malas mujeres a las que no condena, preciso es decirlo.
—Cuenta, cuenta —pidieron Teresa y Sancha.
La reina cabeceó, con disgusto más fingido que sincero.
—Está bien —aceptó—. Nos entretendremos hasta la hora de la cena...
—Pues... —sonrió Águeda— muchas malas mujeres, muchas. Hasta en el desierto, en tiempos de Moisés. La Biblia dice que con una de ellas estaba fornicando Zambri cuando le asesinó Fineas.
—¿Sí? —se espantó doña Berenguela.
—Sí, sí —continuó Águeda su narración—. Y con otra prostituta andaba copulando Sansón, en Gaza, cuando esa noche se cerraron las puertas de la ciudad con el fin de prenderle. Y fueron prostitutas también las que escondieron a los espías que Moisés había enviado a Jericó.
—No sabía que Sansón... —alzó los hombros Teresa—. Pensé que había sido muerto por la venganza de Dalila.
—Dalila... —sonrió Águeda—. Otra que tal. No era más que una vulgar ramera, por mucho que se la considerara la hermosura del valle de Sorec. Y que conste que Sansón estaba muy enamorado de ella, mucho, y nadie puede explicarse su comportamiento... De todos modos, lo más asombroso es lo que se cuenta del profeta Judá, que confundió a su nuera Thamar con una prostituta y se dedicó a fornicar con ella, aunque la verdad es que la equivocación no fue tan mala porque de aquella relación nació Fares, uno de los abuelos de Jesucristo.
—¡Águeda! —exclamó la reina, santiguándose—. ¿Cómo te atreves...? ¡Decir que uno de los abuelos de Nuestro Señor Jesucristo nació de una nuera confundida con una mujer perdida!
—Lo cuenta la Biblia, mi señora. Yo sólo me limito a repetir lo leído e ilustrar así a mi señora.
—¡No lo puedo creer! —se indignó la reina—. ¿Es verdad cuanto dice Águeda, doña Berenguela?
—Pues no lo sé, mi señora. Pero estoy segura de que algo así no puede ser invención de Águeda. No osarías, ¿verdad?
—Claro que no —replicó Águeda—. Con ello sólo quería expresar que en la Biblia se demuestra que no es Dios el que impide el amor entre hombres santos y mujeres, sean malas o no, ni por lo tanto el sagrado matrimonio, sino que es nuestra Santa Madre Iglesia la que lo prohíbe, y sus motivos tendrá. Seguro que muy justos.
—Seguro —la reina dio por finalizada la conversación—. Además, ¿qué sabemos nosotras, pobres mujeres, de las razones de la Iglesia? Con rezar y cumplir con sus mandatos, debe bastarnos.
—Sí, sí —agitó la cabeza Sancha, divertida—. Pero del amor y sus cuitas seguro que sabemos más nosotras.
—¡Sancha!
—A ver...
Todas rieron. Y en esa actitud festiva las encontró la abadesa cuando, tras golpear la puerta con suavidad, entró en la celda real seguida por las hermanas benedictinas que portaban las bandejas que contenían la cena de todas ellas. No se sorprendió de la algarabía risueña de las damas de corte, pero tampoco se abstuvo de dirigirse a doña Leonor con una reverencia y comentar:
—Celebro que la jaqueca de mi señora la reina haya experimentado tan notable alivio.
—Así es, doña Inés —replicó doña Leonor, con gesto severo—. Me encuentro mucho mejor, desde luego.
—Me complace oírlo —adoptó idéntica gravedad la abadesa.
—Gracias.
No se gustaban. Aquellas dos mujeres no simpatizaban, y por primera vez lo mostraban abiertamente. Hasta el punto de que la reina volvió la cabeza y dijo:
—Puedes retirarte, doña Inés.
Y la abadesa, forzando una sonrisa, hizo una reverencia y abandonó la estancia sin replicar.
La cena transcurrió en silencio. Salvo Juana, que devoró con su habitual apetito cuanto se le sirvió porque atendió al permiso de la reina de comer hasta que se saciase sin reparar en protocolos, tanto las otras damas como doña Leonor estuvieron muy comedidas en la ingesta del anochecer. Tal vez habían hablado demasiado y de demasiadas cosas durante la jornada y cada una entregó sus pensamientos a cuanto el día les había ofrecido.
La tormenta de la tarde anterior no tenía intención de repetirse. La noche se presentaba serena, como si anunciase la inminencia de la primavera en las tierras del norte, pero el silencio de las mujeres y la luz mortecina de la gran celda real encogían el ánimo de todas ellas como si del cielo llovieran duelos. Con el rezo de las completas, tocaba poner fin al día. Pronto procederían a irse cada cual a su celda para dormir hasta que lo permitiera el toque de maitines, antes de que naciera el alba.
Doña Leonor de Castilla tenía frío en la cama. Mandó que echaran sobre ella una manta más y cambió su gorro de dormir por otro más abrigado, pero por alguna razón el frío que sentía no desapareció. No era a causa del ambiente, tibio en la estancia, sino que nacía dentro de ella, en los pies y las piernas, en la espalda, en los adentros del pecho donde latía tímido su corazón. Se preguntó qué hacía ella en aquella abadía, tan lejos de su casa y de su hijo, y la respuesta de que su deber era acompañar al rey no le satisfizo. Si don Jaime hubiera acudido allí reclamado por el deseo de rezar, por la necesidad de que su esposa lo ayudase en algo o, incluso, por el capricho de pasar unos días con ella, apartados de la rutina de su mundo, lo habría comprendido. Pero desde su llegada apenas lo había visto, nada le había informado de las averiguaciones que se estaban realizando ni sabía cuánto tiempo más permanecerían en el monasterio. El rey estaba trabajando con Constanza, la monja navarra, y desde luego con ella no contaba. Entonces, ¿cuál era la razón de que el rey hubiera insistido en que lo acompañara? ¿Para qué quería que abandonara al príncipe e iniciara un viaje tan fatigoso y penoso como el que habían realizado? Quizá la razón estuviera en que había elegido aquel cenobio de monjas asesinadas para asesinarla a ella también. Y este pensamiento, envuelto en una duda o en una certeza, le aumentó la sensación de frío.
Pero no. No podía creerlo. Para deshacerse de una esposa no se viaja a un monasterio. Para regalar la muerte a una reina no es preciso adornar el obsequio con un envoltorio tan vistoso y llamativo como conducirla hasta un convento. Para recobrar la libertad, don Jaime ya había dado los pasos necesarios cerca del papa, solicitando la pronta anulación del vínculo. Además, su esposo era un hombre cristiano, entregado a la fe, al providencialismo y, sobre todo, a enaltecer a la Virgen María, por lo que convertía todas las mezquitas conquistadas en templos católicos consagrados a la devoción mañana. Su fe no le podía permitir acto tan vil y de tamaña bajeza en un recinto sagrado. Su religiosidad, como consecuencia de su formación en brazos de los templarios, tuvo siempre como finalidad combatir el islam y extender el cristianismo, y ambos objetivos no podía mancharlos con una muerte tan premeditada como pecaminosa. Si quería que las puertas del Cielo siguieran abiertas para él, nada conspiraría contra ella.
O ella misma se encargaría de que permaneciesen bien cerradas a la espera de su llegada ante el Sumo Hacedor.
Este pensamiento alivió en buena parte el frío que se le había agarrado a las entrañas igual que las sanguijuelas se aferran a la piel para beber la sangre del doliente. Y notó que los párpados empezaban a pesarle en exceso, como si el sueño iniciase su mordedura.
Un lejano calor se extendió suave y reconfortante bajo las sábanas, acogiéndola y meciéndole sus inquietudes para calmarlas. Entornó los ojos, se volvió para tenderse de lado y dobló la tijera de sus piernas para sentirse recogida en posición fetal. Pensó que esa noche, quizá, dormiría bien y sin pesadillas. Y en esa confianza se oyó a sí misma en una respiración profunda y confiada.
Recitó, como todas las noches:
—Salve, Regina, mater misericordiae; vita dulcendo et spes nostra, salve. Ad te clamamus, exules, filii Evae. Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle. Eia ergo advocala nostra, illos tuos misericordes...
Y se quedó traspuesta, sin acabar la Salve ni llegar a las antífonas de la Virgen.
Pero, de repente, un ruido seco la sobresaltó.
—¡Doña Berenguela! ¡Doña Berenguela!
—Lo he oído, mi señora —respondió la dueña, que dormía a su lado—. ¿Qué ha sido ese estruendo?
—Tal vez sea que nace una tormenta, ¿no te parece?
—No, señora. No ha sido un rugido del cielo, sino un estrépito mucho más cercano. Tiemblo de miedo, majestad...