Read La abadía de los crímenes Online
Authors: Antonio Gómez Rufo
—Me hago cargo.
La abadesa miró de reojo a don Jaime para asegurarse de la sinceridad de su comentario y apretó el paso, volviéndose hacia las monjas que cargaban las andas.
—Apresurémonos —ordenó—. Piedad y caridad con la hermana Catalina, por Dios Nuestro Señor.
A la nave de las enfermas se llegaba por una puerta estrecha situada en la esquina de uno de los corredores laterales, tan descuidada que nada hacía pensar que condujera a una estancia que debía de ser muy necesaria. Después de recorrer un pasillo largo de tal estrechez que las portadoras tenían que caminar de lado para no restregar los hábitos por las frías paredes de piedra, otra puerta igualmente pobre daba paso a un patio al aire libre de tierra embarrada, entre un establo, el molino y los lagares. Allí se detuvo el cortejo, y la abadesa, antes de abrir con sus llaves el portón del cobertizo que servía de enfermería, se volvió hacia las monjas para ordenarles que esperaran allí, sosteniendo el tálamo en que portaban a la enferma. La abadesa abrió el portón, se aseguró de que el médico aún no había llegado y entonces les dio orden de pasar y dejar a la enferma sobre la mesa central, donde sería atendida por don Fáñez en cuanto llegase.
Así lo hicieron y, tras santiguarse y mirar a la hermana enferma con ojos de despedida, abandonaron la nave. Sólo quedaron allí el rey y la abadesa, a la espera de que el médico llamase a la aldaba de la otra puerta, situada en el extremo opuesto, la que daba al exterior del monasterio.
La sala era grande, fría, solitaria e inhóspita. De altos techos, se trataba más bien de una especie de establo rehabilitado para sala de enfermería. El suelo era de tierra, las paredes de madera, al igual que los marcos de las dos ventanas altas por las que entraba la escasa luz de las últimas horas de la tarde, y todo el mobiliario de la estancia se componía de la gran mesa central sobre la que reposaba la litera de Catalina, una silla cercana, otra mesa larga de madera junto a una pared en la que se apilaban utensilios de cirugía, unas palanganas con agua y algunos trapos limpios doblados unos encima de otros, y al otro lado una especie de estantería con varias baldas transversales en las que había algunos frascos de los que era imposible deducir su contenido. No había una chimenea que diera tibieza al lugar, ni la sala parecía disfrutar de la esmerada limpieza que se podía observar en el resto del monasterio. A ese lugar, pensó don Jaime, no se iba para curarse, sino para morir. Era la única explicación a su naturaleza.
—No parece un lugar muy acogedor —observó el rey con la mirada puesta en las alturas.
—Hacemos lo que podemos, mi señor —explicó doña Inés.
—Pues a fe que no es mucho —replicó el rey, malhumorado—. ¿Lo crees lugar adecuado para recobrar la salud? Presidio de mal enemigo, parece más bien. Te aseguro que mis prisioneros moros, antes de ser ajusticiados, permanecen cautivos en salas mejores que ésta.
La abadesa no respondió. Tomó un paño limpio de la mesa que había junto a la pared, lo humedeció y alivió con esmero la frente de Catalina, que ardía de fiebre. Luego se la quedó mirando.
—Pobre niña. Va a morir. ¿No lo leéis en su tez pálida y en el fuego de sus fiebres? Está inconsciente. Aunque la lleváramos a la mejor sala del mejor de vuestros castillos, ella no notaría la diferencia. Si don Fáñez alivia su mal, se repondrá en su celda. No puedo deciros más.
—No te entiendo, doña Inés. No, no te entiendo.
El rey se alejó unos pasos y abrió la puerta que daba al exterior. Por el final del camino, un hombre se acercaba a lomos de un mulo, pausadamente. Seguro que se trataba del médico. Mientras lo veía acercarse, miró los alrededores. Allí mismo, al lado de la nave, una especie de huerto sin cultivar estaba cercado por traviesas de madera casi a ras del suelo, una parcela de unos diez metros de longitud por unos cinco de anchura. Lo único que llamó la atención de don Jaime fue que la tierra estuviese removida de una manera tan uniforme, como si se tratara de una inmensa manta que cubriera un sembrado de melones.
—¿Viene alguien, mi señor? —preguntó la abadesa desde el interior—. Parece que se oye una cabalgadura.
—Sí —respondió el rey—. Debe de ser el hombre que esperas.
Don Fáñez era un hombrecillo ridículo. Bajo, regordete, viejo, torpe, desdentado, inexpresivo y timorato, se dejó caer de su muía porque no había aprendido a bajarse y corrió servil a ponerse a disposición de la abadesa, sin reparar en la presencia de don Jaime ni, naturalmente, en el hecho de que se tratara de su rey. Sólo cuando doña Inés le indicó de quién se trataba, el hombrecillo empalideció, comenzó un tartamudeo ininteligible y se quedó tan inmóvil como si le hubieran anunciado que le esperaba una soga que se estrecharía alrededor de su cuello. El propio don Jaime sintió tanto desprecio por el médico que no tuvo reparo en acercarse y ponerse ante él.
—Buenas tardes, don Fáñez —dijo—. ¿Bien el viaje?
—Sí, sí... Por supuesto, señor... Sí, muy bien...
—¿Y bien? —continuó el rey—. ¿Qué tal las cosas por casa? ¿Tienes familia? ¿Todos sanos?
—Sí, majestad, señor..., quiero decir mi señor. Sanos..., sí, todos...
—Pues a ver si te esmeras con esta pobre monja —señaló a Catalina—. Quiero que viva para que la salud no sea un bien que guardas sólo para tu casa.
El médico temblaba. A punto estaba de desmadejarse y caer al suelo, desmayado. Miraba al rey, a la enferma y a la abadesa sin saber qué hacer, inmóvil en su sitio, completamente desconcertado. Sólo repetía:
—Sí..., sí..., por supuesto..., claro..., sí, sí...
—¿Y por qué no atiendes a la enferma? —gritó don Jaime, irritado—. ¿Se puede saber a qué esperas?
—Sí, sí..., claro..., naturalmente...
Don Fáñez tuvo que ser empujado por don Jaime para que, al fin, se dirigiera al lecho de Catalina. Negando repetidamente con la cabeza, incrédulo ante la situación, el rey llamó a la abadesa y salió con ella al exterior.
—¿Éste es tu médico, señora? —preguntó.
—Sí —respondió doña Inés—. Por ahora. Admito lo que podéis pensar de él, pero habéis de comprender que nuestro médico habitual, Yousseff-Karim Bassir, está de viaje, como os dije. Don Fáñez sólo nos atenderá unas semanas hasta el regreso de Yousseff, un prestigioso sanador, os lo aseguro. Es de origen árabe y estudió en Córdoba, pero ha muchos años que se ha convertido y ahora es un buen cristiano. Sólo este viaje, tan inoportuno, ha impedido que él, hoy...
—Ya sé, ya sé —interrumpió don Jaime—. Pero ¿y este pobre hombre? ¿De dónde ha salido?
—Es el mejor médico de todo el condado, mi señor. Después de Yousseff, claro.
—Está bien. Pero si esa mujer no ha mejorado al alba, haré venir a mis propios médicos para que la examinen y alivien. Ahí mismo acampan, junto a mis tropas.
—Como ordenéis, señor —aceptó la abadesa, resignada—. Pero ya veréis como don Fáñez...
—Veremos. Y ya que estamos aquí —el rey estiró el brazo—, ¿qué es esa especie de huerto y qué frutos extraños son los que forman esos montículos tan caprichosos?
—Ni idea, señor —replicó doña Inés, desentendiéndose—. Son cosas de Yousseff-Karim Bassir. Él lo atiende: hace y deshace a su antojo. Como está fuera del monasterio, no tengo jurisdicción sobre esa tierra. Y tampoco se lo he preguntado nunca. Cosas de médicos, supongo.
—Ya.
—¿Y tú lo sabes, don Fáñez? —gritó el rey para que el médico, que trajinaba sobre la monja enferma, lo escuchase.
—¿A qué os referís, señor?
—A ese huerto tan peculiar —señaló el rey desde fuera—. ¿Sabes lo que cultiva?
—No me he fijado —respondió el médico—. En seguida voy a verlo. Pero, ahora, creo que lo que necesita nuestra enferma es una buena sangría. Están... en la muía, sí..., en las alforjas... Iré a buscar mis sanguijuelas...
Constanza de Jesús procedió a coser la herida abierta en el cuerpo del cadáver de la joven Isabel de Tarazona y a anotar en su pliego las conclusiones obtenidas del estudio de sus órganos. No se le olvidó apuntar el hecho de que la asfixia se había producido por ahogo en agua, y el dato significativo de que ella no se había defendido.
Una vez cosido y limpio el cuerpo de la novicia, lo cubrió con su sudario y salió al exterior de la capilla para llamar a las benedictinas porteadoras del cadáver para que lo devolvieran a su fosa. No tuvo que molestarse en buscarlas porque las monjas, santiguándose repetidas veces, estaban esperándola a la puerta.
—Vamos, hermanas. Podemos volver a inhumar el cuerpo de la hermana Isabel.
Las monjas interrumpieron sus rezos y, mostrando un evidente alivio al conocer que el penoso trabajo había concluido, se apresuraron a entrar en la capilla y a iniciar el traslado. El cortejo de regreso a la sepultura fue otra cantilena de rezos sin fin, recitados con una monotonía irritante. Ya ante el sepulcro, depositaron el cuerpo de la víctima con mimo, volvieron a rezar un responso y a correr la lápida que encerraba a la muchacha con la celeridad de quien cierra un libro prohibido para que no puedan escaparse más blasfemias ni herejías de sus páginas.
—¿Podemos marchar ya? —preguntó una de ellas a Constanza.
—Por ahora, sí —respondió la monja navarra—. Pero me temo que mi trabajo no ha hecho nada más que empezar. Mañana procederemos a la exhumación de otros cuerpos, hermanas.
—¿Cómo dices? —se escandalizó otra de las monjas, y la protesta se extendió a las cuatro benedictinas con la rapidez de un relámpago—. ¡No hablarás en serio!
—Por supuesto —replicó Constanza sin alterarse—. He de confirmar algo que me ha indicado el estudio de este cuerpo. Necesito saber que...
—¡No! ¡Ni hablar! —se opuso la mayor de las cenobitas—. La abadesa ha consentido alterar la paz de un muerto, pero no ha dicho nada de sublevar a toda la comunidad de enterrados. ¡No estoy dispuesta a semejante disparate, te lo aseguro!
—Bueno, bueno, calmaos. —Constanza prefirió no enfrentarse a una discusión estéril—. Lo hablaré con doña Inés de Osona y tomaremos la decisión más conveniente. Ella os dirá lo que haya que hacer.
Las monjas, airadas con la perspectiva que se les avecinaba, sintieron tal antipatía por Constanza que esa misma noche suplicaron confesión porque no podían irse a dormir con el pecado mortal del odio. Airadas e irritadas, abandonaron el cementerio sin esperar a la intrusa, dejándola sola en los caminos embarrados de la sacramental.
Las campanas del monasterio, en ese momento, llamaron a vísperas. Anochecía y las sombras crecieron entre los árboles que, susurrantes por el viento, se convirtieron en sombras amenazadoras. Aun así, Constanza no temía las sombras, sino los enigmas; por eso no se apresuró para ir a la capilla de la abadía a compartir los rezos de vísperas, sino que atendió a los pensamientos que no le permitían recuperar su buen ánimo.
Aquel cementerio tenía demasiadas tumbas, incluso considerando los años transcurridos desde la fundación del cenobio. Algunos nombres aparecían ya borrados de sus lápidas, aunque pudiera ser que no lo estuvieran, sino que la oscuridad ocultara lo que a la luz del día sería visible. En todo caso, muchos eran los caminos cruzados entre sepulturas, y aún más las fosas que se habían abierto en un monasterio al que, al menos en apariencia, sólo acudían personas jóvenes para su retiro de los asuntos mundanos y su consagración al servicio divino.
De repente se le vino a la cabeza compararlo con el cementerio de su monasterio de Tulebras y se confirmó en la idea de que, siendo abadías con más o menos el mismo número de habitantes, la mortandad era mucho mayor en San Benito. En realidad, la última monja fallecida en Tulebras había sido la pobre Lucrecia, que rondaba ya los sesenta años y llevaba enferma toda la vida, como esas florecillas mustias que nacen ya heridas y que consiguen sobrevivir gracias a su mala salud. Y murió por mala suerte, no porque el mal hubiera podrido sus entrañas hasta devorarla.
Lucrecia era una monja débil que hacía sólo una comida al día, el desayuno, y tan frugal que nadie comprendía cómo era posible su supervivencia y, además, con aquel aspecto lustroso que mantenía. No era una mujer gruesa, casi ninguna lo era en Tulebras, pero tampoco es que fuera piel sobre huesos y ejemplo de esqueleto al que se le pudieran contar las piezas de su armazón. Tenía el rostro sonrosado por sus mofletes, las manos grandes y los dedos redondos. Y, a pesar de los años que iba cumpliendo, se sentaba y se levantaba emitiendo los mismos gemidos que cualquier otra hermana, incluida ella misma.
Tampoco era que su buen estado físico, dada su mala salud permanente, fuera tema de conversación en la abadía. Se sabía de su frugalidad al comer, de su escueto desayuno y de su escasez de fuerzas para los trabajos del monasterio, y por ello estaba liberada de atender el jardín, el huerto, la cocina y la limpieza general. Incluso se le ayudaba a mantener en orden su celda, porque doblarse para estirar la cama podía suponerle quebrarse como una rama en un verano seco. Toda la comunidad conocía sus achaques y nadie hablaba de ellos. Hacía mucho que la hermana Lucrecia era una excepción en el cenobio y, como tal, se había convertido en costumbre. Había dejado de ser una sorpresa hacía muchos años.
Hasta que una noche, de ello hacía ya tres inviernos, tuvo una cita con la mala suerte y murió. No por enfermedad, sino por accidente. Sucedió después del rezo de las completas, cuando todas las benedictinas estaban ya en sus celdas durmiendo o buscando el modo de conciliar el sueño entre oraciones y salmos.
Se oyó un estrépito de lozas que quebró la paz de la noche. Luego un eco de metales que retumbó en el silencio del monasterio como si el cielo se estuviera desplomando sobre el reino de Navarra. Y finalmente un aullido breve que era, imposible de confundir, un alarido de gato destripado o un chillido de mujer en agonía.
Los ruidos provenían del ala norte de la planta inferior, en donde estaba la cocina, y hasta allí corrieron la abadesa y varias monjas, entre ellas la propia Constanza. La sorpresa fue monumental cuando se encontraron con el cuerpo de la hermana Lucrecia tendido en el suelo, desnucado, manando sangre a causa del golpe que se había propinado al caer sobre una esquina de la mesa de la cocina. Y nada más se habrían preguntado de no ser porque la muerta se aferraba a un vaso de miel que apretaba con la mano y a su alrededor, por el suelo, se esparcían galletas volcadas de una vasija de barro. Por si fuera poco, por la boca entreabierta de la difunta asomaba, aún sin masticar, un buen trozo de longaniza. Que Lucrecia hiciera aquello todas las noches, para luego fingir su frugalidad en el comer durante el día, podría considerarse una manía y como tal quedar perdonada por la abadesa. Pero que las responsables de la cocina no notasen la disminución cotidiana de víveres ponía de manifiesto que las cocineras también consumían viandas a espaldas de la comunidad y que, por ello mismo, no echaban nada en falta. Lucrecia murió, así, por un accidente, al resbalar en una de sus correrías nocturnas a la cocina. En cambio, las encargadas de la manutención del monasterio, a causa de aquella muerte, fueron descubiertas y expulsadas de la abadía porque, a la postre, terminaron por confesar su pecado de gula.