Read Kafka y la muñeca viajera Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Relato, Infantil y Juvenil
–Así que vas a meterte en tu estudio –suspiró.
–Sí.
–¿Y desde dónde escribirá Brunilda...?
–Brígida.
–Da igual, ¿desde dónde escribirá Brígida esta vez?
Franz Kafka lo pensó unos segundos.
Luego sonrió.
–¿Qué tal París? –propuso.
La aparición de Elsi se adelantó por lo menos dos minutos esa mañana. No importó, porque él ya llevaba allí no menos de diez, en el mismo banco, a la sombra, aguardando impaciente, mientras el resto de paseantes perseguía el tímido sol que jugaba al escondite con las nubes que sembraban el cielo de malos presagios.
El día anterior había llegado seria, expectante. En esta ocasión, todo lo contrario.
Sonreía.
Detuvo su carrera a través del parque y repitió uno de los gestos más característicos de su joven personalidad: fijar aquel os ojos firmes y dotados de una intensidad especial en los suyos.
Ojos desprovistos de contaminación alguna, limpios y puros.
–¿Ha llegado hoy carta?
–Sí.
La mirada se le iluminó aún más.
–¿De dónde es?
–De París.
–¡París! –lo repitió en un gozo sublime, una especie de canto.
–¿Sabes dónde está París?
–¡Claro, en Francia! ¡Mis padres han estado allí! ¡Hay una torre muy alta, de hierro!
Ya estaba sentada a su lado, esperando. Franz Kafka extrajo la segunda carta de Brígida del bolsillo de su chaqueta. Tampoco en esta ocasión faltaba el menor detalle. El sel o era francés y había sido despegado de un sobre remitido desde Francia. Con la misma letra clara y pulcra se leía el nombre del destinatario:
Señor cartero de muñecas, esta carta es para Elsi.
Elsi le dio la vuelta.
Champs Elysées, Paris
Leyó.
–¡Qué suerte tienes de que tu muñeca piense tanto en ti y te escriba! –observó Franz Kafka.
–Brígida es una muñeca muy buena.
–Desde luego.
Elsi abrió el sobre y extrajo las dos hojas de papel. Dos. El secreto autor del texto sonrió para sí. Lo cierto es que, ahora, se sentía cómodo. La pluma había volado con mucha más soltura y las palabras se habían encadenado como una larga trenza de emociones y sentimientos.
Brígida estaba dentro de su cabeza.
–¿Me la lee?
–Claro.
Ninguna pregunta comprometida acerca de la pasmosa celeridad con la que llegaban las cartas desde cualquier lugar hasta Berlín. Ninguna duda o interrogante. Por lo menos esa era una parte del encanto infantil mejor aprovechada por los adultos: su credulidad.
Bastaba con ser convincente.
Querida Elsi
Había meditado mucho sobre la mejor forma de comenzar la carta, y estaba seguro de que aquel a era un acierto.
¿Sabías que el cielo de París es del color de tus ojos cuando ríes y que las nubes son como los melocotones que se te forman en las mejillas? Pues así es. ¡Estoy en París!
¿Puedes creerlo? En esta segunda etapa de mi viaje he querido navegar por el Sena, ver el museo del Louvre, pasear por los Campos Elíseos y subir a la Torre Eiffel, la torre de hierro… Espero que no te aburras con mis aventuras, porque voy a contarte todo lo que he hecho. ¿Estás dispuesta?
–Sí –dijo Elsi respondiendo a la pregunta de la carta.
Franz Kafka siguió leyendo.
Ya no sentía el miedo ni la inquietud del día anterior. Ya no experimentaba ninguna otra cosa que no fuera serenidad y emoción. Si había escrito aquel as palabras atrapado por el magnetismo de la historia, si se había volcado en cada uno de los sentimientos que sentía, ahora era capaz de leerlas con la misma devoción. Lo fundamental en una relación como aquel a era la complicidad.
Elsi y él eran cómplices.
Leyó y leyó, marcando cada inflexión, creando misterios en la narración, aprovechando el tono y lo fascinante de cada nueva experiencia. Brígida era muy singular. No sólo le apetecía la cultura, como lo probaba que visitara el museo del Louvre, sino también descubrir la animada vida nocturna parisina. La muy tunante había ido nada menos que al Moulin Rouge, a ver un espectáculo de baile. Y a juzgar por su entusiasmo al describirlo, se lo había pasado la mar de bien.
Además, su día y sus horas debían de ser extensibles. Subir a la Torre Eiffel, pasear por el Bois de Boulogne, navegar por el Sena, recorrer los puentes que lo jalonaban o ir de compras apenas si le ocupó un tiempo prudencial. También cenó en Maxim’s, fue a la Ópera y durmió en la mejor habitación del hotel George V.
Una maravilla.
La descripción de la última moda parisina tampoco faltaba en su relato.
Dora estaba al tanto.
La parte final de la carta era, según su criterio, otro acierto:
Espero que el señor cartero que te entrega mis cartas sea una persona amable y buena, como lo son todos los carteros de muñecas –se fijó en que Elsi asentía con la cabeza–. Y espero que tú te estés portando muy bien ahora que no estoy yo, que comas como es debido y no hagas enfadar a…
–Parece mi madre –suspiró la niña.
Franz Kafka se mordió el labio inferior.
Tal vez se hubiera pasado un poco.
Te quiere mucho, tu amiga Elsi»
Decidió despedirse.
La pequeña continuó tal cual, feliz y orgullosa, pero todavía con aquel atisbo de tristeza que a veces florecía en su rostro. Por ella, la carta habría podido tener diez páginas.
Miró a la niña que pasaba por delante de el as en ese momento, empujando un cochecito con una muñeca en su interior. Una mujer con aspecto de institutriz velaba por su seguridad.
–Qué suerte poder viajar –musitó Elsi.
–Tú también lo harás algún día si lo deseas –dijo Franz Kafka.
–¿Usted ha viajado?
–Un poco –pensó en los hospitales y lugares de reposo visitados en los últimos tiempos a causa de su enfermedad, diagnosticada casi seis años antes: Matliary, Spindlelmühle, Planá, Müritz... Y le habían hablado de sanatorios muy buenos, el de Wiener Wald, el Kierling, la clínica Hajek–. Un poco, sí.
–¿Por su trabajo de cartero?
–No, antes de eso.
–¿Y qué hacía?
Lo meditó un par de segundos. Un cartero de muñecas no podía trabajar en una compañía aseguradora, el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo. Un cartero de muñecas que recibía cartas de una muñeca viajera llamada Brígida tenía que haber sido, por lo menos...
–Era maquinista de tren.
–¿Sí? –los ojos de Elsi se convirtieron en lunas.
–Conducía una extraordinaria máquina de vapor, sí –lo anunció orgul oso–. Hacía sonar el silbato cada vez que entraba o salía de los pueblos y ciudades.
–¿Era emocionante?
–No estaba mal.
–¿Y por qué lo dejó?
–El humo. Por eso a veces tengo tos. Y también porque con los años ya me aburría. Iba siempre por el mismo camino, sobre los raíles. La vida tiene muchos caminos, Elsi.
–Brígida viaja en tren, en barco, en automóvil... ¿verdad?
–Ese es el espíritu de la aventura.
Dejaron de hablar el uno con el otro. Una niña de la misma edad que Elsi, como mucho unos meses mayor, llegó corriendo por la derecha. Ni siquiera se fijó en él.
–¿Vienes a jugar?
Elsi se guardó la carta en el bolsilo de la chaquetilla.
–He de irme –le dijo a su amigo el cartero.
–Claro.
–Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Brígida tenía todo un mundo por delante.
De noche, en la cama, supo lo mucho que le iba a costar conciliar el sueño.
La culpa no sólo era de la carta escrita a lo largo del día, sino también de aquel beso.
Se llevó la mano a la mejilla.
¿Por qué los besos de los niños tenían sabor?
Elsi se lo había dado antes de echar a correr con su amiga, repitiendo su gesto de la primera vez, rápido y afectuoso. Un beso de cariño, dulce, de rendido afecto.
Un beso que se había ganado a pulso.
Y quien es capaz de merecer un beso...
Se dio la enésima vuelta en la cama.
–¿No puedes dormir? –escuchó la voz de Dora a su lado.
–Oh, sí, sí, perdona.
–¿Te preparo algo?
–No, en serio.
–¿Un té?
–Duerme, no seas tonta.
–No serías tú si no te involucraras hasta el fondo, cariño –musitó la adormilada voz de su compañera.
Hasta el fondo.
No le habría ido nada mal un té, o un calmante. Cuando le costaba dormir se sentía presa de una desazón mayor que la del insomnio en sí. «¡Ah, los niños son traidores!», pensó. «¡Sorprenden con lo mejor y más puro de sí mismos! ¡Pueden dar afecto con una facilidad que asusta!» Y en un mundo siempre zozobrante, que se movía al filo del egoísmo, la incertidumbre y la crueldad humana, cualquiera sabía que eso era algo peligroso. Un niño igual mataba con su sinceridad como atravesaba los gruesos muros de la conciencia con su desparpajo.
Abrió los ojos y miró la oscuridad.
Nadie veía en la oscuridad, pero él sí.
La oscuridad era una pantalla, como la de los cinematógrafos.
Unos meses atrás había pedido a su amigo Max Brod que, cuando muriera, destruyera toda su obra, todas aquellas páginas escritas y nunca publicadas.
Ahora se daba cuenta de que las cartas de Brígida a Elsi quedarían fuera de esas l amas.
Qué tontería.
¿Importaba mucho?
No las escribía él, sino Brígida.
La tercera procedía de Viena. Quizás le había salido menos vital, menos entusiasta que la de París o, incluso, la de Londres. Claro que Viena era una ciudad adusta y pragmática, noble y aburrida. ¿Se había dejado algo? Podía levantarse para echarle una última ojeada, o reescribirla por la mañana, antes de su cita en el parque Steglitz. La simple idea de enfrentarse de nuevo al papel le hizo rebelarse. No, ni hablar. La dejaría tal cual. La siguiente la escribiría... desde Venecia, sí, maravilloso, una ciudad perfecta para dejar volar la imaginación.
Brígida en San Marcos, Brígida en el
vaporetto
, Brígida en góndola. Fascinante.
La hospedaría en el marco más bel o, el Hotel
Danieli
. Por alguna parte tenía fotos. Y al siguiente día... ¡Moscú! Sin duda un gran contraste. Luego seguiría por España, Grecia, Hungría... ¿Sólo el Viejo Continente? No, ¿para qué limitarse?
Brígida cruzaría el mar. Los misterios de África, el exotismo asiático, la fascinante América de norte a sur.
¿Por qué estaba tan excitado? ¿Se acababa de volver loco? ¡Sí, de atar! Si alguien se enteraba de su historia con Elsi no necesitaría morirse de tuberculosis.
Le encerrarían directamente en un manicomio.
Otra vuelta en la cama.
Un gemido de Dora.
–Voy a prepararte una tila –se enfurruñó ella.
–No, perdona, lo siento...
Su compañera ya caminaba en dirección a la cocina como una sonámbula, envuelta en su somnolencia.
Dos semanas.
Catorce cartas.
Brígida recorría el mundo a una velocidad de vértigo, y sus aventuras eran cada vez más insólitas, más hermosas, más dignas de una fascinante odisea para una muñeca y de una fantasía de escritor que de la realidad, por remota que pudiera ser. Y lo extraordinario del caso, lo que más maravillaba a Franz Kafka, era la forma en que Elsi escuchaba el relato de esas experiencias, emocionada, plena e identificada, cada vez más cómplice de que su querida Brígida fuese capaz de tan singulares alardes.
Brígida había cruzado el extenso desierto del Sahara en una caravana de camellos, explorado la India, recorrido la gran mural a china, nadado en el mar Muerto, escalado las altas cumbres del Himalaya, volado en globo... Brígida había estado en Pekín, en Tokyo, en Nueva York, en Bogotá, en México, en La Habana, en Hong Kong... Brígida era famosa. Saltaba de un continente a otro en un abrir y cerrar de ojos. Ya no importaba ninguna lógica. En sus manos y su imaginación, la muñeca había conseguido que el mundo fuese un pañuelo. Ni Julio Verne la hubiese creado más fabulosa ni el mundo se le habría resistido en menos de ochenta días.
Dos semanas.
Catorce cartas.
Franz Kafka estaba impresionado.
Había tenido que comprar sel os usados en una filatélica y visitar un anticuario para mantener con dignidad el largo viaje de Brígida. Las cosas, o se hacían bien o no se hacían. Dora estaba medio fascinada y medio enfadada. Desde que Elsi había entrado en su vida, no hacía otra cosa que escribir aquel as cartas, con una voluntad y una dedicación que ya querría para sus cuentos o novelas. El enfado de Dora se debía a su catárquica concentración en pro de aquel a correspondencia unilateral. La fascinación en cambio era debida a la voluntad depositada en su empeño. Su compañera la valoraba.
De noche, cuando lo abrazaba en la cama, le susurraba:
–Sólo a ti se te habría ocurrido algo parecido, cariño. Te quiero.
¿Salvar a una niña no era como salvar al mundo?
El primer dolor solía ser duro y amargo. El primer choque con la realidad, el despertar. Elsi jamás habría olvidado la pérdida de su muñeca. Ahora, en cambio, brotaba en ella aquel orgullo...
Incansable.
¿O no?
Porque, de pronto, esa mañana...
Franz Kafka examinó de nuevo su reloj, y el de la torre. Ningún error. Pasaban diez minutos de la hora habitual a la que Elsi aparecía corriendo por el extremo del parque, a su izquierda. Diez minutos, la mayor de las tardanzas. ¿Significaba eso que su interés había muerto de repente? ¿Y si se encontraba enferma? ¿Qué haría Brígida en tal caso, seguir escribiendo día tras día para cuando se recuperase?
Dos semanas, catorce cartas, y aquel os diez minutos bastaban para enfrentarlo a una certeza desconocida hasta ese momento.
¿Hasta cuándo sería el cartero de muñecas?
¿Hasta cuándo escribiría la muy viajera Brígida?
Once minutos, doce.
Franz Kafka bajó la cabeza. Se sintió más triste y desilusionado que Elsi la mañana de la irreparable pérdida. Recordó paso a paso la escena de la que había formado parte veinticuatro horas antes sin hallar en el a nada que indujera a sospechar del cansancio de la niña. Había disfrutado mucho sabiendo cómo Brígida navegó por el Nilo y se internó valiente y audazmente por los pasillos secretos de las pirámides. Tanto como él escribiéndolo. De hecho le entraron unos deseos enormes de visitar Egipto.