Read Kafka y la muñeca viajera Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Relato, Infantil y Juvenil
Y la esperanza era más necesaria que la realidad.
–¿Por qué se ha ido Brígida de viaje sin mí? –puso morritos de disgusto.
Esperaba esa pregunta. Se sintió orgulloso de poder adelantarse, aunque sólo fuera un segundo, a la reacción de su compañera.
–¿Cuánto hace que era tu muñeca?
–Siempre ha sido mi muñeca.
–Toda la vida.
–Sí.
–Pues esa es la razón.
–¿Por qué?
–¿Tienes hermanos o hermanas mayores?
–Sí.
–¿Alguno se ha casado?
–No.
–Oh, vaya.
–Pero mi prima Ute sí.
–¿Y no se marchó de casa de sus padres?
–Sí.
–Pues lo mismo ha hecho Brígida. Está en la edad en que las muñecas han de emanciparse –no estaba seguro de si su lenguaje era comprensible para la niña, pero no conocía otro–. Quiero decir que a todos nos llega el momento de irnos de la casa de nuestros padres, para viajar, conocer la vida, el mundo, tal vez un futuro maravilloso...
–Nunca me lo dijo –Elsi seguía con los morritos prietos, rozando la recaída en su desconsuelo.
–Puede que se le olvidara, o que no la entendieras –¿Hablaban las niñas a sus muñecas? Sin duda, sí. ¿Creían que las muñecas les hablaban a el as? También.
No podía dejar en mal lugar a la intrépida Brígida ni decirle a Elsi que la vida era así. No era un comentario apropiado para su edad–. Pero por eso te ha escrito la carta.
Elsi mesuró sus palabras. Una a una. Lo hizo pausadamente, con su lógica, la nueva realidad de su vida. Franz Kafka no se movía. Pero le bastaba con ver aquel os ojitos llenos de lágrimas detenidas para saber que lo estaba consiguiendo.
Había sido muy persuasivo.
El mayor absurdo depende de la sinceridad con que se cuenta.
–¿Y por qué le ha escrito a usted mi muñeca?
Era la segunda pregunta clave.
Y también estaba preparado para el a.
–Porque soy cartero de muñecas –dijo sin pestañear.
Elsi era una máscara.
Luchaba contra el dolor tratando de digerir aquel a novedosa realidad. Aún no estaba segura de que todo fuera tan bien como lo advertía él.
–¿Los carteros no llevan las cartas a las casas?
–Los carteros normales, sí, pero los carteros de muñecas, no. Las cartas de las muñecas son especiales, porque también son distintas. Han de ser entregadas en mano a sus destinatarias. ¿No crees que tus padres se sorprenderían de que recibieras una carta siendo tan pequeña? ¿Y si prefirieran leerla el os antes, por curiosidad? ¿A que no te gustaría?
–No.
–Pues ya está.
–Yo todavía no sé leer bien.
–¿Lo ves? –se aferró a la nueva coyuntura–. Eso sucede muy a menudo. Las niñas que reciben las cartas no pueden leerlas, y entonces lo hago yo, en voz alta.
Por eso es necesario el cartero de muñecas. Es un trabajo muy importante.
Había conseguido detener por completo las lágrimas de Elsi. La niña se pasó el antebrazo por los ojos para retirar sus restos. De vez en cuando posaba su mirada en el suelo, a sus pies, pero siempre era para retomar el rumbo que la conducía a la faz del cartero de muñecas.
La tristeza era el último baluarte de su desasosiego.
–¿Por qué no va a buscar la carta?
–Ya se ha hecho tarde, lo siento. Mi horario de trabajo ha concluido hace un rato, y tú también deberás irte a casa pronto, ¿no es así?
Elsi miró el reloj de la torre.
–Las agujas todavía no están juntas –señaló–. Pero sí, me queda poco. ¿A qué hora empieza su trabajo mañana?
–¿A qué hora bajas al parque?
–Cuando las dos agujas están así –puso los dedos índices de sus dos manos en un determinado ángulo para mostrárselo.
–¡Oh, muy bien! –exclamó él–. Es justo a la hora que empiezo yo. Mañana serás la primera.
–¿Y me traerá la carta de Brígida?
Por nada del mundo, por niña que fuese, iba a olvidarse de esa carta. Llegaría a su casa y pasaría el resto del día pensando en el a. Comería, cenaría y se acostaría sin apartarla de su mente. No había nada más. Sin Brígida, ya sólo le quedaba la carta. Un pequeño gran mundo. Franz Kafka estaba seguro de que por la mañana el a despertaría y haría lo que fuese, jugar, estudiar, ir a la escuela o lo que tuviese por costumbre, pero, al l egar la hora, correría hasta el parque Steglitz en su busca.
Tenía una cita.
La más inesperada.
–Por supuesto que te traeré la carta de tu muñeca. Confía en mí.
Elsi saltó del banco y se quedó de pie frente a él. Pareció no saber qué hacer.
Finalmente dio el paso que la separaba de su nuevo amigo y lo besó en la mejil a.
El suave toque de una mariposa.
–Entonces hasta mañana –se despidió.
–De acuerdo –susurró un emocionado Franz Kafka.
La vio alejarse por su izquierda, sin prisas, paso a paso, con la cabeza baja, menuda y frágil. Un soplo de vida.
Pero tan poderoso.
Elsi se hizo diminuta. Primero la devoró la lejanía, después el cruce de otras gentes que la engulleron ocultándola a sus ojos, y finalmente la distancia.
Desapareció.
No de su mente.
Sólo entonces Franz Kafka pudo reaccionar.
–¡Válgame el cielo! –se llevó las dos manos a la cara.
Acababa de meterse en un lío espantoso.
No le tenía miedo a nada ni a nadie, pero sí a una personita que ni siquiera alzaba un metro del suelo y era capaz de llorar con aquel desgarro o mirarlo con la intensidad de aquel os ojos. Sí a una fuerza devastadora como la del corazón de su nueva amiga. Sí a la huella profunda que lo sucedido podía causarle.
–Con los niños no se juega –rizó el rizo.
Sin aquel a carta, Elsi crecería con el trauma más duro: su muñeca la había abandonado. Si lo hacía mal, Elsi tal vez desatara en su alma la frustración del rechazo. Si no cumplía con su palabra y acudía a la cita del día siguiente sin la carta prometida, Elsi jamás volvería a creer en la naturaleza humana.
Estaba en juego una esperanza.
Lo más sagrado de la vida.
Franz Kafka sintió el hormigueo en sus manos, el nacimiento de las alas de Ícaro que le elevaban hasta aquel os mundos sólo posibles en su mente inquieta e inquietante, cuando se abocaba sobre el papel con la pluma y trenzaba las historias más singulares jamás concebidas.
Era escritor.
Pero nunca había escrito la carta de una muñeca viajera a la niña que había sido su dueña hasta el momento de separarse.
Se levantó del banco presa de los nervios, literalmente enfebrecido.
Por si acaso, dio una vuelta por el parque, mirando a todas las niñas con muñecas. Ni siquiera sabía cómo era Brígida. Un error. ¿Cómo pudo dejar pasar ese detalle? Pero ni una sola de aquel as pequeñas parecía haber robado la que con tanto amor sostenía en sus brazos o con la que jugaba encandilada. Y ningún mayor llevaba una en el bolsilo o corría a ocultar el objeto de su robo.
Cuando salió del parque Steglitz era mucho más tarde de la hora en que acostumbraba a hacerlo. A pesar de el o y del motor que acababa de dispararse en su cuerpo, no corrió, no se precipitó. Su cabeza bullía. Pensaba en Brígida, en Elsi, en el lugar en que primero hubiera desembarcado la muñeca, en la forma en que se lo escribiría a su dueña.
Llegó a su cal e, a su casa, envuelto en la misma fiebre.
Había creado un singular y misterioso enigma: la muñeca viajera.
La señora Hermann tenía una hija de la edad de Elsi.
Se detuvo en su rellano antes de subir a su piso y llamó a la puerta. La espera fue breve. La misma señora Hermann le abrió después de preguntar quién era. Sus ojos de mujer cansada no mostraron excesiva simpatía aunque sí curiosidad. Era la primera vez que su vecino la visitaba o quería hablar con el a. En la comunidad sabían que el extraño señor Kafka no trabajaba, estaba enfermo y acudía a clínicas con una periodicidad cada vez mayor.
–Buenos días, señora Hermann –miró la hora y modificó su saludo–. O buenas tardes –su sonrisa no consiguió cambiar el tono adusto de la mujer–. ¿Está su hija en casa?
–No.
Era una contrariedad, casi un contratiempo.
–Disculpe la molestia, y lo insólito de mi petición, pero... ¿tendría usted alguna muñeca suya para prestarme un segundo?
Logró sorprenderla.
–¿Una muñeca?
–De cualquier tipo, sí, de trapo, porcelana... Una muñeca.
–¿Y para qué la quiere?
–Necesito examinarla, sólo eso. He de escribir algo relacionado con una y apenas recuerdo como eran las muñecas de mis tres hermanas. Si no fuera mucha molestia...
La señora Hermann continuó apoyada en el quicio de su puerta. A veces hablaba con Dora Dymant, la joven que vivía con él. Los dos habían llegado al modesto y humilde edificio no mucho antes. Y desde luego no estaban casados. Se decía que el padre de el a no lo autorizaba, quizás por su persistente enfermedad, tal vez por ser un vulgar empleado de una compañía de seguros, aunque gozase de cierta relevancia como escritor.
–No puedo dejar que se la lleve. Mi hija volverá en un momento y si la echa en falta es capaz de hundir la casa a gritos.
–La inspeccionaré aquí mismo, no hay problema.
Doblegó su tenue resistencia.
–Aguarde –se resignó.
Franz Kafka esperó en el rellano. Dora debía de estar impaciente, preocupada por la demora. Lo cuidaba y protegía. Tal vez hubiera debido avisarla, aunque sólo se tratase de perder uno o dos minutos.
La señora Hermann reapareció en el vestíbulo de su piso, emergiendo de la penumbra del pasillo, con sus paredes sobrecargadas con una cretona de oscuro color rojizo. Llevaba en sus manos una muñeca vieja y gastada que ni mucho menos debía de ser ya la favorita de su hija. A lo sumo, una de las guardadas en el fondo de cualquier armario o baúl. Pero le servía igual. Nada que objetar. Sólo quería observarla, sostenerla en las manos, sentir aquel a sensación desconocida.
–Tenga usted –se la entregó la dueña de la casa.
–Gracias, es muy amable.
Le faltaba un ojo, tenía una pierna desencajada y el cabello, que surgía de un sinfín de puntos de la cabeza, estaba más que sucio, lo mismo que la ropa, de un color verdoso. Primero la observó con fijeza, su expresión eternamente sonriente, la naricita apenas elevada y los hermosos labios rosados. Después la estudió con más atención, las manos, los pies, su forma, el cuerpo.
La señora Hermann alzó una sospechosa ceja cuando le subió la ropa, para verla por debajo.
Una muñeca.
Nada más.
–¿Habla su hija con sus muñecas, señora Hermann?
–Juega con el as y les habla, sí, como todas las niñas.
Tenía algunas preguntas más, pero hubiera preferido hacérselas a la pequeña, no a la desconfiada madre. Y con su dichosa enfermedad no estaba seguro de que le permitiera acercarse mucho a su retoño.
–A esta la llama Karla y es su hermana pequeña –fue un poco más comunicativa su vecina.
–Interesante, sí.
Su examen había terminado. No tenía sentido seguir allí. La luz era tan mortecina que le dolían los ojos.
–Me ha servido de mucha ayuda –le devolvió la desvencijada muñeca–. En serio, gracias.
–No hay de qué –inició el retroceso que culminó cerrando la puerta.
Franz Kafka subió a pie hasta su piso. No tuvo que abrir con su llave porque Dora se asomó nada más escuchar el ruido de sus pasos. Lo recibió con la dulzura de una sonrisa y el afecto de sus brazos abiertos.
–Me pareció haberte oído hablar con alguien.
–Con la señora Hermann, sí.
–Qué sociable.
–Quería... –¿le contaba que su alto en el camino había sido para examinar una muñeca?
Después. Ahora lo único que de verdad deseaba era encerrarse en su estudio y comenzar aquel a singular carta.
La más difícil de su vida.
–¿Qué tal el paseo? Has tardado más que otros días –dijo Dora.
–Luego te lo cuento, ¿de acuerdo?
–¿Adónde vas?
–A escribir un rato.
–¿Ahora?
Franz Kafka la besó en la comisura del labio. Las explicaciones podían resultar muy complicadas, y Dora tal vez se riese, o le creyese un loco samaritano de niñas que perdían muñecas en los parques de Berlín. Prefería tomarse su tiempo para cada cosa. Y aquel era el tiempo de cumplir con su ansiedad.
–Necesito hacerlo.
Comprendió que eso bastaba. Era hombre de fiebres y arrebatos. El a lo sabía de sobra.
–Está bien.
–Gracias.
–Te avisaré para comer.
–Sí.
–¿Comerás?
–Sí.
No lo tenía tan claro. Conocía aquel a expresión alucinada.
Franz Kafka entró en su estudio y cerró la puerta. Se quitó la chaqueta, la colgó del perchero, ocupó su sil a y tomó su pluma. Los folios en blanco esperaban siempre sobre la mesa.
–Vamos allá, Brígida –suspiró antes de empezar a escribir.
El tiempo había transcurrido perezoso a lo largo de aquel a última hora, como si las manecillas estuviesen quietas, en huelga, incapaces de moverse y progresar.
Cada vez que miraba el reloj se le antojaba que, en vez de avanzar, jugaba con su paciencia. Llegó a contar mentalmente hasta sesenta, despacio, para asegurarse de que pasaba un minuto.
Por su cabeza aún revoloteaban las palabras de Dora.
–Eres increíble, ¡todo esto por una niña desconocida!
–Desconocida no, se llama Elsi.
–No sé si eres un santo o estás loco, querido.
A veces pensaba que las dos cosas.
Era la hora. En el lejano reloj que servía de guía a Elsi, las manecillas formaban finalmente la figura que el a había dibujado con los dedos el día anterior. Quedaba la última espera, la peor, la de la incertidumbre.
¿Y si su madre, después del incidente de la muñeca perdida, no la dejaba bajar?
¿Y si su hija le había contado la curiosa charla con el cartero de muñecas y la mujer, en lugar de tomárselo como un divertimento o un juego, lo consideraba sospechoso? ¿Y si la madre se presentaba con dos fornidos policías dispuestos a ver si sus intenciones eran buenas?
Franz Kafka tenía los ojos fijos en el punto por el cual el día anterior vio desaparecer a Elsi.
La mañana era cálida y agradable, una hermosa y armónica conjunción de placidez y buena temperatura. El parque brillaba todavía más que 24 horas antes, como si el barrio entero paseara sumido en un lánguido ocio. Por fortuna, el banco que ocupaba seguía vacío a causa de que el sol no incidía de forma directa en él. Cuando llegase Elsi estarían solos.