Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Descabalgados del poder y en prisión sus otrora confidentes y validos, Armada y Milans, y con el único apoyo cierto en aquellos dramáticos momentos de los militares cortesanos destinados en su Casa Real y del capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, decide por una parte «consagrar» a su nuevo hombre de confianza, el general Sabino Fernández Campo (que ha sabido estar a la altura de las circunstancias en el 23-F y le ha salvado la corona y hasta la vida) e iniciar una reservada operación política y militar que le permita hacerse con el poder real del Estado, independientemente de lo que diga o deje de decir la Constitución, y evitarse en el futuro sustos tan fuertes y desagradables como los que acaba de vivir.
Para lograrlo, y asesorado siempre por el inteligente Sabino, Juan Carlos I abrirá dos frentes: uno, menos importante, el político, llamando a capítulo a los líderes de los partidos que, como él, habían dado su visto bueno a la fracasada operación de Armada, saliéndose después de la misma por la puerta de atrás; y el segundo, el decisivo, el militar, tratando de hacerse con todos los servicios de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y del Estado (CESID), para convertirse en el hombre mejor informado del país y, por ende, con más poder. Todo esto, tras el gran susto de Tejero, le permitiría hacer realidad su antiguo sueño juvenil de ser de verdad el rey de todos los españoles, gobernar (aunque fuera en la sombra) como un monarca a la vieja usanza y ejercer
de facto
como un pequeño dictador. Lo hará disfrazado, eso sí, de rey constitucional y demócrata, sometiendo siempre a su voluntad, entre sonrisas y abrazos, a los engreídos jerarcas políticos que, agradecidos a su persona por el mero hecho de poder ejercer como tales, no dudarían en tragar con todo con tal de que la endeble democracia que él personificaba acabara asentándose en España.
El primer baluarte de la información en este país en aquellos momentos, a pesar de sus evidentes carencias y falta de operatividad en diferentes campos (sobre todo en el de la información exterior), era sin duda el CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), formado casi exclusivamente por militares y con una estructura anticuada pero férrea volcada preferentemente, siguiendo todavía con las directrices de su órgano creador el SECED (los servicios secretos del Régimen franquista), a la información interior: política, social y militar, prioritariamente. A dominar pues totalmente este importante servicio de Inteligencia político-militar, teóricamente al servicio del Estado (del presidente del Gobierno, en concreto), pero con una dependencia directa del Ministerio de Defensa, se dedicaría con prioridad absoluta el rey Juan Carlos en los meses siguientes a la bananera asonada de Tejero.
Así, en octubre de 1981, después de someter a una presión directa e insoslayable al nuevo presidente del Gobierno, Calvo-Sotelo (que, asimismo, bajo las órdenes del monarca y en su exclusivo beneficio organizaría después el esperpento del juicio militar de Campamento) consigue que sea nombrado director general del CESID el coronel Emilio Alonso Manglano, un militar de la nobleza, monárquico visceral y que había jugado un papel esencial en la postura de «no intervención» adoptada por la Brigada Paracaidista (una de las unidades de élite del Ejército español, con cuartel en Alcalá de Henares) durante el 23-F. Esta importante unidad operativa, heredera ideológica de la Legión y formada por jefes y oficiales muy profesionales pero excesivamente conservadores, siempre fue partidaria del golpe duro o «a la turca» que, decidido finalmente para el 2 de mayo de 1981, nunca llegaría a estallar. En el 23-F, la BRIPAC, al socaire del estremecimiento general del país, estuvo a punto de salir a la calle e intentó, en contacto con diversas Capitanías Generales, adelantar el golpe de mayo a esa fecha. Ello hubiera significado el triunfo seguro de ese movimiento involucionista de corte franquista, pues los capitanes generales que lo lideraban estuvieron bastantes horas esperando un paso al frente de esta unidad de élite, así como de la decisiva División Acorazada Brunete, para decretar el Estado de Guerra y convertir el 23-F en el 2-M adelantado.
El coronel Alonso Manglano, jefe del Estado Mayor de la Brigada Paracaidista y al tanto de los entresijos de ambos operativos, fue una figura clave para frenar a su unidad, impartió órdenes severas de acuartelamiento a las distintas Banderas que la formaban y, en permanente contacto con La Zarzuela, abrazó decididamente la nueva postura reconductora auspiciada por el rey tras el vergonzante revulsivo de Tejero en el Congreso, consiguiendo en muy pocas horas que el conjunto de la Brigada hiciera lo propio.
El rey Juan Carlos, agradecido, le recompensaría magnánimamente después (en octubre de 1981, como acabo de señalar) con la dirección del Centro Superior de Información de la Defensa, un puesto clave para poder llegar en muy pocos años, y sin moverse de su despacho, a teniente general, saltándose a la torera todos los reglamentos militares que exigen el mando directo de tropas en cada uno de los puestos del escalafón jerárquico para poder optar al siguiente.
La apuesta del monarca español por su amigo Alonso Manglano nunca fue desinteresada, por supuesto. Con su fiel servidor a la cabeza del CESID, él sería el primer beneficiario de cuanta información sensible y reservada generara el mayor y mejor dotado de los servicios de Inteligencia del Estado. Ello, unido al control que por su mando supremo de las Fuerzas Armadas ya ejercía sobre la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) y, en concreto, sobre la División de Inteligencia de su Estado Mayor Conjunto (el mejor servicio de Inteligencia exterior del país), y el que asimismo detentaba sobre las divisiones de Inteligencia de cada uno de los tres Ejércitos, le convertirían en el hombre mejor informado del país, en el más poderoso y capaz, por sí mismo, de erigirse
de facto
(guardando siempre las formas democráticas, cómo no) en un auténtico dictador en la sombra.
El antiguo «paraca» Alonso Manglano, un buen profesional de las armas en sus años mozos, un ambicioso politiquillo después, un hombre acérrimo enemigo de las luces y muy amigo de las sombras, un militar cortesano, fiel a su señor y desleal con sus compañeros y subordinados… se convertiría, a partir de octubre de 1981, en los ojos y los oídos del rey Juan Carlos, en la punta de lanza de su oculto poder, en la correa de transmisión, a través de la cual recibiría a diario la munición necesaria para doblegar y hacer hincar de rodillas a los políticos de la democracia elegidos por el pueblo soberano. Con el general Sabino Fernández Campo como nuevo valido y fontanero máximo del palacio de La Zarzuela, reconvertido en El Pardo de décadas pasadas; con el espía Alonso Manglano sirviéndole a mansalva y en tiempo real cuanta información sensible (mucha de ella referida a los otros poderes del Estado) llegara a los terminales del siniestro servicio de información del Estado que dirigía con mano de hierro; con la cúpula militar (JUJEM), y los servicios de Inteligencia exterior secretos adscritos a la misma, obediente y sumisa en virtud de la etérea y nunca concretada Jefatura Suprema de las FAS que le otorga la Constitución; y con el permanente «chantaje» a los políticos, y en especial a los sucesivos presidentes del Gobierno elegidos democráticamente por el pueblo, que representaba la mera existencia de esa suprema jefatura sobre los militares como valladar ante tentaciones golpistas… el camino a esa deseada dictadura real en la sombra se presentaba expedito. Sólo era cuestión, en esos amargos meses posteriores al 23-F, de recorrerlo con decisión, de hacer realidad su sueño de muchos años de espera y ansiedad. El campechano
Juanito
reinaría en España, sí, faltaría más, aunque su corona le hubiera llegado de las manos de un sanguinario dictador, de un enemigo del pueblo, pero también quería gobernar. Sí, gobernar este país, maniatado por el miedo y la esperanza, a su antojo, como hicieron sus antepasados, escudado tras una Constitución que casi nadie del pueblo se había leído pero que a él le consagraba como un dios venido del cielo.
Pero puesto en marcha el entramado informativo que le permitiría ser el hombre más poderoso del país, todavía le quedaban a Juan Carlos I algunos importantes flecos que cerrar para sentirse seguro ante eventualidades futuras. En las Fuerzas Armadas, muy sensibilizadas y molestas por el ridículo papel que les había tocado interpretar durante el 23-F (una parte de ellas aparecía ante la sociedad como golpista y otra, como salvadora de la democracia), circulaban persistentes rumores en los que se acusaba sin ambages a su comandante en jefe, el rey, de haber jugado un equívoco papel en el desgraciado evento; e, incluso, de ser el máximo responsable del mismo al haber autorizado en secreto a su hombre de confianza, el general Armada, la puesta en marcha de una compleja maniobra política, consensuada con los partidos mayoritarios, con el fin de enderezar el peligroso camino por el que en esas fechas transitaba el país. Maniobra que, al no salir como se había pensado por culpa del inefable Tejero, habría sido abandonada no solo por el soberano sino también por los líderes de los partidos políticos comprometidos con ella.
La verdad es que en el Ejército, en aquellas conflictivas fechas posteriores al «tejerazo», todo el mundo sabía y comentaba «lo del rey», pero he aquí que casi nadie se atrevía a hablar fuera de los
sancta sancturum
de las salas de banderas por miedo a ser tachado inmediatamente de «ultra», «golpista», «involucionista», o sencillamente de «extrema derecha», calificativos con los que el alto mando de las FAS, la JUJEM, había ordenado «premiar» a aquellos que osaran hacerse eco público del clamor reinante en los cuarteles. En éstos, por decirlo con cierta gracia cuartelera, hasta los maestros armeros y cabos primeros (señalamos dos de las mas modestas y conocidas categorías profesionales de la milicia) estaban al cabo de la calle de lo ocurrido entre bambalinas en relación con la planificación, ejecución y posterior abandono de la estrafalaria operación conocida como «23-F» que dio vergüenza ajena.
En relación con este general conocimiento por parte de la plebe cuartelera (con perdón) y no digamos de los altos mandos y Estados Mayores del Ejército de los entresijos del 23-F, cuesta trabajo creer que durante tantos años haya habido tan pocos, tan poquísimos profesionales de las armas (yo solo conozco uno, la verdad) que se haya permitido decir esta boca es mía en relación con tan trascendental asunto. Creo sinceramente que ello ha sido debido a que el militar español (un apestado social durante décadas, debido al endémico pasado golpista de su Institución), con el peso de la disciplina prusiana que todavía tiene que soportar y que puede truncar su carrera en cuanto diga amén, y con la penuria económica que arrastra desde el mismo momento en que ingresa de la Academia (y que el propio poder político alimenta para tenerlo siempre cogido por la barriga), no está por la labor de hacerse el héroe interpretando aunque sea unos pocos segundos, el papel de Don Quijote. Visto además lo que les ha pasado recientemente a los muy pocos, poquísimos, profesionales que se han permitido hacerlo en los últimos años…
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Con esto del 23-F ha ocurrido lo mismo, por ejemplo, que con el derribo en Afganistán, en acción de guerra, de un helicóptero Cougar de las Fuerzas Aeromóviles del Ejército de Tierra español, que se saldó con la muerte de 17 soldados. Al Gobierno español no le ha interesado nunca reconocer públicamente que el contingente militar allí destacado está en zona de guerra, con misiones propias de un estado de guerra, y que la aeronave fue objeto de un ataque directo con misiles y armas convencionales por parte de las milicias talibanes (circunstancia ésta que para cualquier experto resulta de manual y ratificada, además, por las declaraciones de los tripulantes del segundo helicóptero que se salvó gracias a la urgente maniobra de evasión de su comandante). De ahí que se montó el numerito mediático, totalmente ridículo y atentatorio a la inteligencia de cualquier uniformado, de que el «accidente» de la desgraciada «plataforma» de helitransporte táctico fue debido al viento reinante en el lugar en el momento de los hechos (apañados estábamos los militares si un viento de 18 nudos fuera suficiente para derribar un helicóptero de tipo medio) y a la misma impericia del piloto, que no supo realizar adecuadamente un sencillísimo «descreste táctico» como el que realizan a centenares diariamente los alumnos de las escuelas de helicópteros del Ejército de Tierra.
Y claro, para hacer medianamente digerible por la sociedad (que no por los militares, que alucinamos al conocerla) la «teoría Bono» del viento feroz y el descreste táctico incorrecto por parte del piloto como causas próximas de la desgraciada pérdida y no surgiera con fuerza la realidad de los hechos, la verdad pura y dura, al Ministerio de Defensa no le quedó más remedio que decretar entre los militares, tanto en Afganistán como en España, el secreto del sumario, el
no coment
, el «cállate que te sacudo»… poniendo en marcha a continuación los apercibimientos y expedientes oportunos para sellar la boca de los pocos profesionales que se habían permitido hablar hasta el momento.
Esta especie de vicio institucional que últimamente parece haberse instalado en los poderes públicos de este país de, por intereses de Gobierno o de partido, no reconocer que sus soldados han muerto en zona de guerra, o a consecuencia de la misma, cuando es absolutamente cierto que así ha sido, negándoles en consecuencia los honores y recompensas morales y económicas que les corresponden es, cuando menos, una absoluta mezquindad. Hablamos de algo que debería ser rechazado de inmediato por una sociedad democrática como la nuestra. Y si ésta no reacciona como debiera, exigiendo a esos poderes que honren adecuadamente a unos servidores públicos que han ofrendado sus vidas en el cumplimiento de su deber, esa misión deberá recaer más tarde o más temprano en la propia Institución a la que pertenecían los fallecidos. Todo menos permitir un solo día más esta ignominia.
Es más, a este antiguo profesional de las armas, que se siente orgulloso en lo más íntimo de su ser, de haber sacrificado su carrera en pro de modernizar, democratizar y profesionalizar las Fuerzas Armadas españolas provenientes del franquismo, le sorprende muchísimo que a estas alturas, después del lamentable accidente de Trebisonda (Turquía), con 67 militares muertos, del derribo del Cougar en Afganistán. con 17 víctimas mortales, y de los soldados caídos después (uno de ellos la primera mujer que ha perdido su vida en acciones internacionales del Ejército español) a bordo de sus blindados de combate en las polvorientas y minadas carreteras de Herat (Afganistán) y en El Líbano, todavía esa reacción corporativa por parte de los actuales altos mandos del Ejército no se haya producido.