Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (25 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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En efecto, en esa larga noche electoral del 15 al 16 de junio de 1977 un nutrido grupo de generales del Ejército español, en el que se integraban los jefes de las Divisiones operativas del Estado Mayor del Ejército con su general en jefe a la cabeza, los máximos representantes de las Direcciones Generales y de Servicios del Ministerio del Ejército y otros altos generales de la cúpula militar en Madrid (Estado Mayor Conjunto de la Junta de Jefes de EM, Capitanía General…) se reunieron en el más absoluto de los secretos en el palacio de Buenavista de la madrileña plaza de Cibeles para vigilar al segundo el escrutinio en marcha. Si éste no finalizaba con arreglo a sus deseos y las fuerzas políticas de izquierdas salían de él victoriosas, ellos pensaban actuar en consecuencia frenando en seco el proceso político democrático iniciado en España dos años antes.

Esta atípica reunión, que se inicio sobre las nueve de la noche del 15-J y no se dio por finalizada hasta las siete de la madrugada del día siguiente (cuando ya se tuvieron noticias oficiosas fiables sobre el triunfo, aunque pírrico, de la UCD, el partido político inventado en torno a la figura del natural de Cebreros). De hecho, fue convocada de la forma más reservada posible (por no enterarse de ella, no se enteró ni el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, considerado por los militares franquistas que gobernaban el Ejército en aquellas fechas como su enemigo público número uno) y ha permanecido celosamente ignorada por la Institución castrense española (oficialmente, nunca existió) durante muchos años, hasta que en marzo de 1994 el que esto escribe, jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército en aquel importante día y colaborador obligado de los participantes en tan oscuro evento, la sacó a la luz por primera vez en un libro sobre la transición política española que fue ¡como no! parcialmente censurado por el poder, léase la Moncloa (que era ocupada aún por Felipe González) y La Zarzuela.

Hasta ese año 1994, la mayoría de los españoles ignoraba que el 15-J de 1977 fue una jornada especialmente difícil para la naciente democracia española, un día de los llamados «históricos» en la vida de la nación, en el que otra vez los carros de combate de la División Acorazada Brunete, los «paracas» de Alcalá de Henares, los escuadrones de Caballería de Retamares o los batallones de Infantería Mecanizada de Leganés y Campamento pudieron terminar de un solo golpe, como pudo suceder meses atrás, con el sueño de las urnas y la libertad. Hubiera bastado una victoria moderada de la izquierda, un pálido anticipo de lo que después fue el aplastante triunfo de octubre de 1982, para que la cúpula de generales que pasó toda la noche del 15 al 16 de junio reunida en secreto en el palacio de Buenavista de Madrid, revisando al detalle los informes sobre el recuento de votos que llegaban periódicamente a mi despacho de jefe de Servicio del EME, pisara en bloque el freno de emergencia castrense y resumiera la situación en un dramático «hasta aquí hemos llegado».

Todo estuvo preparado aquella larga noche para que ese freno pudiera ser pisado; nadie durmió en el Cuartel General del Ejército hasta que en la madrugada del 16 de junio los canales reservados de información del Ejército adelantaron datos fidedignos sobre los resultados, casi definitivos, de la consulta electoral, con el triunfo de la Unión de Centro Democrático, aunque sin llegar a alcanzar la mayoría absoluta.

***

Pero vayamos por partes. No adelantemos todavía acontecimientos y veamos antes cómo se preparaba la cúpula militar para hacer frente a tan trascendental momento de la vida política nacional, en el que quiero entrar con todo lujo de detalles para que el lector español se dé cuenta del peligro real que corrimos a lo largo de muchas horas todos los ciudadanos de este país, y de la nuevamente anómala y cobarde actuación del rey Juan Carlos que, enterado de lo que ocurría en el Cuartel General del Ejército, en Cibeles, dejó nuevamente hacer y no se atrevió a llamar al orden a los generales franquistas que conspiraban en secreto. Apoyándome para ello en mis vivencias personales como inesperado «notario» de esa conspiración
sui generis
del franquismo castrense. Fue así porque aquel día, desde mi puesto de jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército, tuve bajo mi control personal y mi coordinación directa tanto ese alto organismo de mando y planeamiento de las Fuerzas Armadas como todas las capitanías generales y unidades operativas de intervención inmediata. Estaba metido hasta el tuétano en el meollo de la cuestión, vamos.

Son las nueve en punto de la mañana del 15 de junio de 1977 y, como digo, por suerte o por desgracia, acabo de hacerme cargo, entre más de cien jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor, de la delicadísima tarea de controlar durante las siguientes 24 horas el conjunto de la institución castrense española. Nada más quedarme solo en mi despacho, llamo por teléfono al general jefe del Estado Mayor del Ejército (JEME). Sin duda estaba esperando mi llamada, pues apenas tarda unos segundos en ponerse al aparato. Sin hacer mucho caso a mi saludo reglamentario y al parte de novedades que le transmito, aborda rápidamente el asunto estrella de la mañana, que no es otro que la jornada electoral que está apunto de comenzar. Me dice de forma textual:

-Quiero estar informado al segundo de cualquier novedad que pueda producirse en relación con las votaciones, por pequeña que ésta sea. Por la mañana puede localizarme en mi despacho o en mi pabellón, y por la tarde, a partir de la siete, no me moveré ya de mi despacho oficial. Entrevístese enseguida con el G-2 [general jefe de la División de Inteligencia], con el que deberá coordinar todo lo referente al recibo de información procedente de las capitanías, los medios de comunicación y los organismos oficiales. A partir del cierre de los colegios electorales, deberán estar los dos en permanente contacto con las capitanías generales y pasarme datos concretos cada media hora.

El jefe del Ejército de Tierra da por terminada su conversación después de asegurarse, una y otra vez, de que estará puntualmente informado, a través de mi persona, de todo lo que ocurra en la geografía nacional relacionado directa o indirectamente con el histórico día electoral a punto de comenzar. La jornada militar se me presenta angustiosa y agotadora. Por la mañana, día de trabajo normal en el EME, procuraré apoyarme todo lo que pueda en la sección de «Interior» de la División de Inteligencia, lo que me impedirá sin duda acudir a mi trabajo habitual en la División de Organización. No debo desconectarme del tema ni un solo segundo. A partir de las siete de la tarde me encontraré solo ante el peligro pues seré el único jefe de Estado Mayor a cargo de las cinco divisiones operativas, debiendo centralizar toda la información que llegue al cuartel general desde los servicios secretos, los organismos oficiales, los otros ministerios militares, las diferentes guarniciones del país… para después elaborar rápidas evaluaciones sobre la situación y pasárselas en el menor tiempo posible al general de Inteligencia y al JEME. Con la tensión y el nerviosismo que van a reinar durante todo el día en el palacio de Buenavista, que es fácil intuir ya en estos primeros momentos de la mañana, la tarea no va a resultar nada fácil.

El general G-2 (el hombre mejor informado del Ejército) me recibe en su despacho oficial unos minutos después de las diez de la mañana. Nada más presentarme a él, para recibir instrucciones, me espeta con contundencia:

-Comandante, el momento nacional es muy grave y de los resultados de los comicios de hoy dependerá en gran medida el futuro de España. El JEME quiere estar informado al segundo durante todo el día y, sobre todo, a lo largo de la noche, de la marcha de las elecciones y de la situación política, social y militar en las distintas capitanías generales… -Y acercándose más a mí y bajando ostensiblemente el tono de su voz continúa hablando-: Quiero tener la capacidad de maniobra suficiente para reaccionar con rapidez ante cualquier contingencia que se presente.

Durante la mañana deberá usted estar en contacto permanente con la Sección de Información Interior de mi División, que tiene órdenes precisas sobre el particular, y a partir de las seis de la tarde deberá montar un puesto de mando informativo en su despacho de jefe de Servicio del EME. Yo mismo acudiré allí a esa hora y entre los dos elaboraremos los informes periódicos que el general Vega quiere recibir, cada media hora, hasta que los resultados semioficiales de la consulta electoral estén en la calle.

Me despido de mi interlocutor, después de haber recibido algunas consignas técnicas más relacionadas con la tarea que me espera en las próximas horas y luego de degustar (es un decir), por necesidades del guión, un insípido café cuartelero que el ordenanza del general, exagerando los taconazos y los saludos a mi persona, ha tenido a bien servirnos en el lujoso tresillo de piel anexo a la abarrotada mesa de su jefe.

Las horas de la mañana y las primeras de la tarde, en las que permanezco enclaustrado en los altos despachos informativos de la División de Inteligencia del EME, siempre al tanto de todo lo que ocurre en toda la geografía nacional, discurren tranquilas y hasta aburridas. Normal. Es bien sabido que en las horas dedicadas a las urnas es raro que acontezcan hechos graves de orden público, sea cual sea el régimen político y el grado de libertad del país en el que se celebren los comicios. Tanto en las democracias, como en las dictaduras, a los Gobiernos de turno no les interesa cargar con la mala imagen de un enfrentamiento violento entre adversarios políticos, o correr el riesgo de que se les acuse de irregularidades en el delicado proceso de la votación. De ahí que se toman efectivas medidas para que la jornada de las urnas se desarrolle en paz y concordia civil. La violencia electoral, el abuso de poder, el fraude y hasta los golpes de Estado encubiertos… suelen producirse después del cierre de los colegios electorales, cuando los poderes fácticos (el oficial en los regímenes autoritarios; las oligarquías partidarias, empresariales y financieras en las democracias), una vez que el pueblo ha hablado, intentan por todos los medios atraer a su molino el agua cristalina del parlamento popular.

A las seis de la tarde, después de acumular en mi carpeta abundantes informes de las capitanías generales sobre el desarrollo de las votaciones (porcentajes de participación, encuestas, análisis sobre tendencias de voto, comportamiento ciudadano, estado de ánimo en los cuarteles…) abandono la División de Inteligencia y me encierro para el resto de la tarde y noche en el despacho del jefe de Servicio del Estado Mayor. El oficial auxiliar a mis órdenes me transmite el frío y reglamentario comentario de rigor: «Sin novedad, mi comandante» y tras ello, me presenta al suboficial de cifra, quien acaba de incorporarse procedente del gabinete de la División de Inteligencia. Todo parece estar listo para hacer frente a la avalancha informativa que, con toda seguridad, se desencadenará a partir de las ocho de la tarde (hora prevista de cierre de los colegios electorales) y a cualquier hipotética reacción operativa del mando del Ejército, del que yo me acabo de constituir en el primer y casi único apoyo durante las próximas doce/catorce horas.

Conecto la radio y la televisión, y ordeno al oficial de servicio que me entregue cada quince minutos los télex y partes no urgentes o cifrados. Tomo asiento relajadamente en el sofá situado enfrente del televisor. Después de tantas horas de trabajo, por fin puedo aprovechar unos minutos de cierta tranquilidad…

No son muchos, desgraciadamente. Sobre las seis y media, precedido de un par de fuertes taconazos a cargo de los dos policías militares que hacen guardia en el pasillo, entra decidido en mi despacho el general jefe de la División de Inteligencia. Sus acelerados movimientos reflejan un exagerado nerviosismo y una fuerte preocupación. Me pide los últimos datos que poseo procedentes de las distintas capitanías generales. Se los resumo rápidamente en dos palabras: «Tranquilidad y orden». Charlamos unos minutos sentados en el sofá, sin quitar la mirada de la pantalla del televisor. Están dando una somera información sobre el desarrollo de los comicios en toda España. El pueblo, después de cuarenta años de dictadura, está respondiendo a esta primera llamada a las urnas con orden, civismo y responsabilidad. Todavía es pronto para adelantar resultados, pero se espera, según las encuestas y los pronósticos de destacados analistas, un triunfo importante de Adolfo Suárez, que lidera la coalición de partidos UCD (Unión de Centro Democrático). Es previsible que alcance la mayoría absoluta o se quede a muy pocos escaños de ella. Se espera, también, una buena posición para la derecha de Fraga, mientras que los resultados electorales de socialistas y comunistas son todavía una incógnita. Muchos hablan de que éstos van a ser más bien modestos, de que el techo electoral de ambos partidos es relativamente bajo; sobre todo el de los comunistas, recién legalizados. Sin embargo, una posible unión de socialistas y comunistas podría resucitar nuevamente el tristemente célebre Frente Popular. Y aunque esta hipótesis no es la más probable, sí es la más peligrosa para el Ejército que bajo ningún concepto está dispuesto a aceptarla y sí a combatirla con todos sus medios. De ello estoy cada vez más seguro conforme pasan las horas y voy viendo y conociendo en profundidad los todavía inconcretos planes de mis superiores en el Estado Mayor del Ejército. Uno de los cuales, el todopoderoso general G-2, está en estos momentos a mi lado viendo la televisión con la mirada torva y preocupada.

El general intenta de nuevo explicarme lo que bulle en su cabeza (y en la de nuestro jefe supremo, el JEME) salpicando sus juicios con continuas alusiones a la estabilidad de la nación (según él, en incipiente peligro) y al incierto porvenir de nuestros hijos y, por supuesto, de la civilización occidental en su conjunto. De todas formas, procura no ser pesimista en demasía cuando afirma textualmente:

-Lo más seguro es que todo discurra por los cauces previstos, como ha sido diseñado en las altas instancias y como conviene al Estado. Pero existe una mínima posibilidad de sorpresa electoral, y si ésta se vislumbra, deberá ser anulada o reconducida de inmediato.

El jefe de Inteligencia no me detalla, obviamente, los nombres de los encumbrados planificadores de la operación electoral en marcha, ni los de los eventuales muñidores de la «magistral» Transición política en plena fase de desarrollo; no me hace falta, por otra parte. La política de mi país siempre me ha interesado lo suficiente como para otorgarle atención preferente, dentro de mi plena dedicación profesional a la milicia, y en seguida vienen a mi memoria los tiempos difíciles del franquismo a punto de morir, los pactos secretos para evitar la ruptura democrática y asegurar a los españoles un porvenir sin traumas tras la desaparición del dictador, así como los trabajosos consensos entre bastidores… con nombres como Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Josep Tarradellas, Santiago Carrillo, Felipe González, Juan Carlos de Borbón y su entorno monárquico, la cúpula fáctica militar… Han sido años de dudas y zozobras, de cesiones y componendas, de solidaridad y esperanza.

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