Ira Divina (48 page)

Read Ira Divina Online

Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Ira Divina
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Volvió la cabeza hacia la carretera que había delante de ellos. Hacía rato que el todoterreno subía por las montañas nevadas y tenía la impresión de que se encontraban a mucha altitud. Hacía frío y el aire parecía más leve.

El pasajero se inclinó hacia el muyahidín que iba a su lado.

—¿Nos falta mucho?

El muyahidín señaló la cima de las montañas frente a ellos.

—No —contestó—. El Nido del Águila está ahí.

Estaba entusiasmado por conocer al hombre al que Estados Unidos consideraba responsable de la yihad en sus ciudades, pero Ibn Taymiyyah se esforzaba por permanecer sereno. Se había pasado todo el viaje pensando en aquel encuentro y preguntándose qué querría Osama bin Laden de él y, ahora que estaba a punto de llegar, le devoraba la curiosidad. Sus expectativas eran tantas que tuvo que hacer un esfuerzo para distraer la mente.

—Estamos a mucha altitud —dijo mirando el valle que se extendía a sus pies.

—Estamos a tres mil metros. —El muyahidín señaló otro pico más alejado—. En la yihad contra los rusos, los
kafirun
instalaron allí una base que nos dio muchos problemas. Tuvimos que bombardearlos día y noche para expulsarlos de ahí.

—¿Luchaste contra los rusos? —preguntó Ibn Taymiyyah, cuyo rostro reflejaba admiración y respeto.

—Alá, en su grandeza, me concedió esa oportunidad.

—¿Y cómo eran?

—Valientes. No eran como los
kafirun
norteamericanos que huyeron en cuanto les dimos la primera tunda en Mogadiscio. Los rusos eran duros y pacientes. Fue una yihad muy dura, que dejó atrás muchos mártires entre los creyentes.

El pasajero asintió. ¡Como le habría gustado participar en la yihad contra los rusos, esa guerra ya mítica que reportó tanta gloria al islam! Se frotó las manos para calentarse y miró a su alrededor, cautivado por el deslumbrante paisaje que se desplegaba ante ellos. Contempló los picos nevados y escarpados. Cortaban la respiración, sobre todo perfilado contra el cielo azul y anaranjado del crepúsculo, como en ese momento. La existencia de lugares como ése en la Tierra era la prueba irrefutable de que Alá era el supremo artista.

—¿Qué montaña es ésta?

El muyahidín lanzó una nueva mirada a la montaña por la que subían antes de responder, con un sentimiento de protección, como si le perteneciera.

—Tora Bora.

Acá y allá se abrían grutas en la ladera nevada de la montaña. A pesar de que anochecía rápidamente, aún había actividad. Delante de las cuevas había muyahidines armados. El todoterreno siguió subiendo por la montaña unos cientos de metros, giró a la altura de una gruta y se paró con un chirrido. La nube de polvo se fue disipando tras el vehículo.

—Hemos llegado —anunció el conductor, que echó el freno de mano y luego paró el motor.

La calma se instaló en el lugar. Ibn Taymiyyah se apeó lentamente; dudaba sobre qué debía hacer a continuación. Sin embargo, no tardó mucho en toparse con un hombre de mediana edad que salió a su encuentro desde la gruta. Después de saludar al recién llegado, el hombre le hizo señas de que lo siguiera. Ibn Taymiyyah se despidió de los muyahidines que lo habían traído desde Jaldan y acompañó a su nuevo guía.

—El jeque te espera —le anunció el hombre.

La gruta estaba casi a oscuras, a pesar de que había algunos quinqués de luz amarillenta en las paredes. Ibn Taymiyyah recorrió los corredores. El corazón se le salía por la boca. Al principio, creía que era de excitación, pero pronto tuvo que pararse porque le faltaba el aliento.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre que lo conducía por la gruta—. ¿Estás bien, hermano?

El recién llegado jadeaba y se apoyó en la pared para descansar.

—No sé —dijo—. Estoy… cansado.

El hombre lo observó atentamente y sonrió cuando vio cuál era el problema.

—Es normal, no te preocupes —lo tranquilizó—. Es el mal de altura. Pasar de repente a tres mil metros de altitud deja a cualquier persona sin aliento.

En cuanto el visitante se recuperó, el guía lo condujo por el corredor hasta una abertura en medio de la pared por la que entraba la luz. La franquearon y desembocaron en una galería bien iluminada, ocupada por tres muyahidines, sentados con las piernas cruzadas sobre alfombras, con los kalashnikov en el regazo.

Al ver al invitado, los tres dejaron las armas en el suelo y uno de ellos, el más alto, se acercó a él sonriendo y con los brazos abiertos.


As salaam alekum
, hermano —dijo, estrechándole las manos—. ¡Bienvenido al Nido del Águila!

Ibn Taymiyyah lo reconoció de las fotografías. Ya había visto aquel rostro alguna vez antes de los atentados de Nueva York, pero sólo se había familiarizado con él en las últimas dos semanas, al leer los periódicos que llegaban a Jaldan con los detalles de lo sucedido en Estados Unidos: era Osama bin Laden.

49

R
ebecca cogió el teléfono y miró a Tomás.

—Voy a reservar un vuelo para Washington —dijo—. ¿Quiere venir?

El portugués estaba de espaldas, contemplando la ciudad iluminada y el cielo estrellado sobre Ereván. Se encontraban en la terraza del hotel, junto a la piscina oscura y silenciosa; ya habían pasado de la una de la madrugada. Tras dejar el CCCP, la norteamericana insistió en volver al hotel para hablar con Frank Bellamy por su teléfono-satélite, el único medio de comunicación que con toda seguridad no estaría sujeto a escuchas.

Al oír la pregunta, Tomás se volvió, se rascó la barbilla y entornó los ojos, pensativo.

—¿Qué le ha dicho
mister
Bellamy?

—Que el presidente ha decretado DEFCON 4.

—¿Qué demonios es eso?


Defense Readiness Condition
—dijo ella, traduciendo el acrónimo—. Es un estado de alerta del Ejército de los Estados Unidos. El estado normal es 5. La alerta de grado 4 se refiere a una amenaza aún no muy clara y se extiende a todo el planeta. Ya ha empezado la cacería. Los servicios secretos de todo el mundo están apretando a sus fuentes para intentar localizar a la unidad de Al-Qaeda que va por ahí con uranio enriquecido.

—Pero ¿cómo diablos se hace una búsqueda como ésa?

—Hablando con mucha gente y haciendo muchas preguntas. Además, no olvide que tenemos una pista.

—¿Cuál?

—¿No le dijo su antiguo amigo que el terrorista de Al-Qaeda se llama Ibn Taymiyyah? Ahora todo el mundo está buscando a ese tipo.

—¿Y hay alguna pista de su paradero?

La mujer negó con la cabeza, un poco preocupada.

—Aún no.

—Ni la habrá.

Rebecca alzó la vista y lo miró fijamente, sorprendida.

—¿Por qué? ¿Por qué dice eso?

—Rebecca, ¿sabe quién fue Ibn Taymiyyah?

La pregunta acentuó su expresión de sorpresa.

—No entiendo la pregunta…

—Ibn Taymiyyah fue un jeque que se levantó contra la invasión mongol de Bagdad, en la Edad Media. Es uno de los teóricos del yihadismo. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No.

—¡Ibn Taymiyyah es un seudónimo! —exclamó categóricamente—. No existe nadie con ese nombre. ¡Pueden escudriñar todos los registros aduaneros que quieran, no van a encontrar a nadie, porque no existe nadie con ese nombre! Y si por casualidad apareciera alguien con ese nombre en el pasaporte, puede estar segura de que no será quien ustedes buscan. ¿Me he explicado bien?

—¿Eso cree?

—Estoy seguro. Además, Zacarias me dijo que Ibn Taymiyyah estudiaba en mi facultad. Ya he llamado a mi secretaria en Lisboa y le he pedido que compruebe si ha habido alguien matriculado en la universidad con ese nombre en los últimos diez años. No ha aparecido nadie. ¿Han hablado ya con el SIS portugués?

—Claro. Les pedimos que identificaran a Ibn Taymiyyah.

—¿Y cuál fue la respuesta?

—Aún no han encontrado nada.

—Ni lo encontrarán, porque, como ya le he explicado, no existe nadie con ese nombre.

—Entonces, ¿cómo podemos localizar al terrorista?

—Por lo que me dijo Zacarias, sólo podemos estar seguros de que nuestro hombre frecuentaba la Mezquita Central de Lisboa y mi facultad. Probablemente fue alumno mío, o al menos eso creía Zacarias. Así que debemos empezar por la facultad.

Rebecca jugó con el cable del teléfono-satélite durante unos momentos, mientras reflexionaba sobre las palabras de Tomás.

—Tom, ¿tiene su universidad un archivo de todos los alumnos que se han matriculado en los últimos diez años?

—Claro.

—¿Y hay fotografías de todos ellos?

—Sólo son obligatorias para la matrícula.

—Muy bien. Vamos a hacer lo siguiente —dijo resueltamente—. Voy a pedirle a
mister
Bellamy que contacte con el Gobierno portugués para que dé órdenes a su universidad de que lo envíe todo a Washington lo antes posible. ¿Cree que podrá ayudarnos a identificar a sus alumnos?

—Claro.

—Entonces, tendrá que venir a Washington conmigo. También tendremos que averiguar dónde ocurrirá el atentado. Hemos puesto en alerta todos los puertos y pasos fronterizos del mundo occidental. Además…

—Yo sé dónde será.

—¿Cómo? ¿Lo sabe?

—Si tenemos en cuenta que este atentado implica una nueva escalada en el yihadismo, y conociendo la lógica de los fundamentalistas islámicos, no es difícil saber cuál será el objetivo.

—No me diga que será Estados Unidos…

—Con toda seguridad.

—¿Por qué lo piensa? ¿Porque somos el Gran Satán?

—Porque son los líderes del mundo occidental —dijo Tomás.

—¡Qué disparate! —exclamó Rebecca—. ¿Van a atacarnos sólo por eso? ¡No tiene sentido!

El historiador suspiró, armándose de paciencia.

—Oiga, ¿sabe de qué les acusan los fundamentalistas? Culpan a su país de haber exterminado a los indios; de haber esclavizado a los negros; de haber cometido crímenes de guerra en Hiroshima y Nagasaki, y también en Corea, en Vietnam, en Iraq, en Afganistán y en otros lugares; de apoyar a Israel; de apoyar a los tiranos árabes; de explotar el petróleo de los países árabes; de inmoralidad; de practicar la usura; de permitir el consumo de alcohol y la libertad sexual; de defender la democracia; de dejar que las mujeres sirvan a los pasajeros en los aviones; de…

—Ya lo he entendido —cortó Rebecca—. Somos los culpables de todo.

—¡Exactamente! Algunas de esas acusaciones son muy extrañas, como seguramente habrá notado. Por ejemplo, la acusación de que Estados Unidos esclavizó a los negros. Viniendo de quien viene, es hilarante. ¿No permitía Mahoma la esclavitud? ¡No tenía él mismo esclavos! ¿Y Arabia Saudí? ¿Sabe cuándo, ese país islámico, el más sagrado de todos, la patria de Mahoma, la tierra donde se encuentran La Meca y Medina…, sabe cuándo abolió Arabia Saudí la esclavitud? ¡En 1962! ¿Cómo pueden los fundamentalistas islámicos indignarse con prácticas en Estados Unidos que el Profeta aprobaba o él mismo ejercía?

—¿Adónde quiere llegar?

—La idea es muy sencilla: la interminable lista de quejas de los fundamentalistas islámicos contra su país no es más que un pretexto para disfrazar la verdadera motivación. Fíjese que cuando Occidente cede a alguna exigencia de los islamistas y satisface alguna de sus reivindicaciones, eso no acaba con el antagonismo. Siempre aparecen nuevas quejas. Siempre. Y lo que es peor: cuando los norteamericanos se ponen del lado de los musulmanes contra los cristianos, como ocurrió en Bosnia y en Kosovo, eso se ignora de entrada. Los fundamentalistas y los conservadores islámicos llegan al extremo de olvidar la enorme contribución norteamericana en la guerra de Afganistán contra la Unión Soviética, y no tienen ningún reparo en afirmar que los muyahidines vencieron solos a los soviéticos. Todo esto demuestra que existe un problema de fondo, ¿no le parece?

—Sí, pero ¿cuál? ¡Qué tienen contra Estados Unidos! Eso es lo que no entiendo…

—Cuando el islam nació, el gran enemigo era la tribu que dominaba La Meca. Cuando derrotaron a esa tribu, los no musulmanes que vivían en Arabia pasaron a ser el enemigo. Una vez que esos no musulmanes se convirtieron o fueron asimilados, asesinados o expulsados, el gran enemigo fue Persia. Tras la caída de Persia, el siguiente gran enemigo fue Constantinopla, que encabezaba el mundo cristiano. Con la caída de Bizancio, el gran enemigo pasó a ser Viena, la capital del sacro Imperio romano. Pero cuando Gran Bretaña y Francia pasaron a liderar el mundo cristiano, estos dos países se convirtieron en el Gran Satán. Y ahora, ¿quién es el líder del mundo occidental?

—Estados Unidos.

—Por eso es el gran enemigo —sentenció Tomás—. Los fundamentalistas atacan su país no porque maltrate a los musulmanes, sino sencillamente por ser el Estado que lidera Occidente, la principal potencia mundial y, por tanto, el mayor obstáculo para la expansión del islam por todo el planeta. Lo más grave es que al ser económica, cultural, política y militarmente superior a todos los países musulmanes juntos, Estados Unidos humilla al islam, pues demuestra que un país que se rige por las leyes de los hombres es más fuerte que varios países que se rigen por las leyes de Dios. Eso es insoportable para muchos musulmanes en general, y para los fundamentalistas en particular. De ahí que cualquier pretexto sirva para demonizar a Occidente y, sobre todo, al país que lo lidera, Estados Unidos. Saben que los cristianos de Occidente son la única fuerza que puede hacer frente al islam y creen que, si consiguen derrotar al líder, el enemigo se desmoronará dando paso al nacimiento del Gran Califato que llevará el islam a todo el planeta.

—Por tanto, el único crimen de Estados Unidos es ser poderoso.

—Así es.

Rebecca entornó los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.


Jesus Christ
!

Tomás se arrodilló junto a Rebecca y la ayudó a desmontar el teléfono-satélite, doblando las piezas hasta que el conjunto se redujo a lo que parecía un maletín metálico.

—Por eso, querida, no tengo la más mínima duda de cuál será el blanco del gran atentado que planean los fundamentalistas.

Rebecca cerró la maleta y se levantó, rindiéndose a la evidencia.

—Estados Unidos.

50

F
ue el momento más inolvidable de la vida de Ibn Taymiyyah hasta entonces. El jeque lo había saludado y ahora estaba allí delante de él, en persona. Se pellizcó para asegurarse de que los ojos no le engañaban. No había duda: el jeque era igual que en las fotografías.

Other books

The Faceless by Simon Bestwick
Solomon's Decision by Judith B. Glad
Ink and Ashes by Valynne E. Maetani
The Haunting Within by Michelle Burley
The Bathory Curse by Renee Lake
A Friend of Mr. Lincoln by Stephen Harrigan
Temptation's Kiss by Michelle Zink