Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (77 page)

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U ¿acaso el ARN representa el fin? La función primaria del ARN es la de formar moléculas proteínicas específicas. ¿Será la proteína y no el ARN lo que esté relacionado verdaderamente con la función «memoria»?

Una forma de verificarlo es el empleo de cierta droga llamada «puromicina», que intercepta la formación de proteínas por el ARN. El matrimonio americano Louis Barkhouse Flexner y Josepha Barbar Flexner, trabajando en equipo, acondicionaron unos cuantos ratones para resolver un laberinto e inmediatamente después les inyectaron puromicina. Los animales olvidaron todo lo aprendido. La molécula de ARN estaba todavía allí, pero no podía formar la molécula proteínica básica. Mediante el empleo de la puromicina, los Flexner demostraron que, por ese conducto, se podía borrar la memoria de corto plazo de las ratas, pero no podía hacerse lo mismo con la de largo plazo. Presumiblemente, en este último caso se habían formado ya las proteínas. No obstante, también era posible que la memoria fuera más sutil y no hubiera forma de explicarla en el simple plano molecular. Según ciertos indicios, también pueden mediar ahí los esquemas de la actividad neural. Evidentemente, queda todavía mucho por hacer.

Autómatas

Sin embargo, no ha sido hasta muy recientemente cuando los plenos recursos de la ciencia han dirigido sus esfuerzos a analizar el funcionamiento de los tejidos vivos y órganos, a fin de que la forma en que actúan —en una labor de acierto y error durante miles de millones de años de evolución— fuese imitada en las máquinas artificiales. Este estudio se denomina
biónica
—término derivado de «
bio
logical electro
nics
», que, en inglés, significa «electrónica biológica», pero mucho más amplio en su ámbito—, acuñado por el ingeniero norteamericano Jack Steele en 1960.

Para dar un ejemplo de lo que la biónica puede hacer, consideremos la estructura de la piel del delfín. Los delfines nadan a unas velocidades que requerirían 2,6 CV si el agua a su alrededor fuese tan turbulenta como ocurriría en torno de un navío del mismo tamaño. Por algunas razones, el agua fluye en torno del delfín sin turbulencia y, por lo tanto, se consume poca potencia para vencer la resistencia del agua. Al parecer, esto sucede a causa de la naturaleza de la piel del delfín. Si pudiéramos reproducirlo en el casco de los barcos, la velocidad de un transatlántico se incrementaría y su consumo de combustible disminuiría de una forma simultánea.

De la misma forma, el biofísico estadounidense Jerome Lettvin estudió con detalle la retina de la rana, insertando pequeños electrodos de platino en su nervio óptico. Entonces se descubrió que la retina no transmite simplemente una mezcla de puntos luminosos y oscuros al cerebro y le deja a éste el realizar todas las interpretaciones posibles. En vez de ello, existen cinco tipos diferentes de células en la retina, cada uno de ellos previsto para una tarea en particular. Una célula reacciona a los bordes, es decir, a los cambios repentinos en la naturaleza de la iluminación, como ante el borde de un árbol que se marca contra el cielo. Una segunda reacciona contra los objetos curvados oscuros (los insectos que come la rana). Una tercera reacciona contra cualquier cosa que se mueva con rapidez (una criatura peligrosa que es mejor evitar). Una cuarta reacciona ante la luz menguante, y una quinta ante el azul acuoso de una charca. En otras palabras, el mensaje retiniano se dirige al cerebro ya analizado hasta un grado considerable. Si los sensores artificiales pudiesen hacer uso de los trucos de la retina de la rana, serían mucho más sensibles y versátiles de como lo son en la actualidad.

No obstante, si hemos de construir una máquina que imite algún instrumento viviente, la posibilidad más atractiva radica en la imitación de ese instrumento único que nos interesa más profundamente: el cerebro humano.

La mente humana no es una «mera» máquina. Esto resulta algo seguro de manifestar. Por otra parte, incluso la mente humana, que es ciertamente el objeto más complejo o fenómeno que conocemos, tiene ciertos aspectos que en cierto modo nos recuerdan a las máquinas. Y los parecidos pueden ser importantes.

Así, si analizamos lo que hace a una mente humana diferente de otras mentes (por no decir nada de la diferencia de los objetos que carecen de mente), un pensamiento que se nos puede ocurrir es que, más que cualquier otro objeto, viviente o no, la mente humana es un sistema autorregulado. Es capaz de controlarse no sólo a sí mismo sino a su medio ambiente. Hace frente a los cambios de lo que le rodea no sólo flexiblemente, sino también reaccionando según sus propios deseos y niveles. Veamos hasta qué punto una máquina posee esa habilidad.

La forma más simple de mecanismo mecánico autorregulador es la válvula controlada. Unas burdas versiones de la misma ya fueron construidas tan tempranamente como el año 5O d. de J.C. por Herón de Alejandría, que empleaba una de ellas en un mecanismo para servir líquidos de forma automática. Una versión muy elemental de la válvula de seguridad queda ejemplificada en una olla de presión inventada por Denis Pain en 1679. Para mantener colocada la tapa contra la presión del vapor, situó un peso encima, pero lo suficientemente ligero para que la tapadera saltase antes de que la presión llegase a un punto que pudiese hacer estallar la olla. La actual olla de presión doméstica, o hervidor de vapor, posee unos mecanismos más sofisticados para este propósito (como un tapón que se funde cuando la temperatura llega a ser demasiado elevada), pero el principio sigue siendo el mismo.

Retrorregulación (feedback)

Naturalmente ésta es una clase de regulación de «un solo disparo». Pero resulta fácil pensar en ejemplos de regulación continua. Un tipo primitivo fue un mecanismo patentado, en 1745, por un inglés, Edmund Lee, para mantener un molino de viento que se enfrentase siempre correctamente al viento. Ideó una
cola de milano
con pequeñas paletas que captaban el viento en cualquier dirección que éste soplase: el volteo de esas paletas accionaba una serie de engranajes que hacían girar el mismo molino de viento para que sus aspas principales se dirigiesen de nuevo hacia el nuevo rumbo del viento. En esa posición, las paletas de la cola de milano permanecían inmóviles; sólo daban vueltas cuando el molino de viento no se encontraba encarado contra el viento.

Pero el arquetipo de todo autorregulador mecánico es la válvula inventada por James Watt, para su máquina de vapor (fig. 17.4). Para mantener constante la salida del vapor de su máquina, Watt concibió un dispositivo que consistía en un eje vertical con dos pesos unidos a él lateralmente mediante varillas deslizantes, que permitían a los pesos ascender y descender. La presión del vapor hacía girar el eje. Cuando aumentaba la presión del vapor, el eje giraba más de prisa y la fuerza centrífuga hacía que los pesos se elevaran. Al moverse, cerraban parcialmente la válvula, impidiendo la salida del vapor. Cuando la presión del vapor descendía, el eje giraba con menos rapidez, la gravedad empujaba los pesos hacia abajo y la válvula se abría. Así, la válvula de Watt controlaba la velocidad del eje y, por tanto, la fuerza liberada, manteniéndola a un nivel uniforme. Cualquier desviación de ese nivel ponía en marcha una serie de fenómenos que corregían la desviación. Esto se denomina retrorregulación o retroacción: la propia desviación genera continuamente información en sentido retrógrado y sirve para medir la corrección requerida. Un ejemplo moderno muy familiar de un dispositivo de retrorregulación es el «termostato», usado en su forma más primitiva por el inventor holandés Carnelis Drebble, a principios del siglo XVII. Una versión más sofisticada, aún empleada, fue inventada, en principio, por un químico escocés llamado Andrew Ure, en 1870. Su componente esencial consiste en dos tiras de metales distintos puestas en contacto y soldadas. Dado que estos metales se dilatan y contraen a diferentes velocidades con los cambios de temperatura, la tira se dobla. Cuando el termostato se encuentra, por ejemplo, a 21 ºC y la temperatura de la habitación desciende por debajo de ésta, el par termoeléctrico se dobla de tal manera que establece un contacto que cierra un circuito eléctrico, el cual, a su vez, pone en marcha el sistema de calefacción. Cuando la temperatura asciende por encima de los 21 ºC, el par termoeléctrico vuelve a flexionarse, en sentido contrario, lo suficiente como para abrir el circuito. Así, el calentador regula su propia operación mediante un mecanismo de retroacción. Es la retroacción la que de forma similar controla las actividades del cuerpo humano. Consideremos, por ejemplo, uno de los muchos que existen, tal como el nivel de la glucosa en sangre, que es controlado por el páncreas, glándula productora de insulina, del mismo modo que la temperatura de una casa es regulada por el sistema de calefacción. Y del mismo modo que la actividad de éste es regulada por la desviación de la temperatura de su valor normal, así la secreción de insulina es regulada por la desviación de la concentración de glucosa con respecto a la normal. Un nivel demasiado elevado de glucosa determina la liberación de insulina, del mismo modo que una temperatura demasiado baja pone en marcha el calentador. De forma similar, al igual que un termostato puede ser ajustado a una temperatura más alta, así también una modificación interna en el organismo, tal como la determinada por la secreción de adrenalina, puede incrementar la actividad del cuerpo humano hasta un nuevo valor normal, por así decirlo.

Fig. 17.4. Regulador de Watt.

La autorregulación en los organismos vivos, para mantener un valor normal constante, denominada «homeostasis» por el fisiólogo americano Walter Bradford Cannon, fue un claro exponente de la investigación del fenómeno en la primera década del siglo XX.

El proceso de retroalimentación en los sistemas vivientes es, esencialmente, el mismo que en las máquinas y, de ordinario, no recibe un nombre especial. El empleo de la voz
biorretroalimentación
, para los casos en que se busca un control voluntario de las funciones de los nervios autónomos, sólo es una distinción artificial por conveniencia.

La mayor parte de los sistemas, vivos e inanimados, muestran un cierto retraso en su respuesta a la retroacción. Por ejemplo, después de que un calentador ha sido apagado, continúa durante un cierto tiempo emitiendo calor residual; inversamente, cuando se enciende, tarda un rato en calentarse. Por tanto, la temperatura en la habitación no llega a alcanzar los 21 ºC, sino que oscila alrededor de este valor; siempre excede de este nivel en un sentido u otro. Este fenómeno, llamado de fluctuación, se estudió por vez primera, en 1830, por George Airy, el Astrónomo Real de Inglaterra, en relación con dispositivos que había ideado para mover automáticamente los telescopios, sincrónicamente con el movimiento de la Tierra.

El fenómeno de la fluctuación es característico de la mayor parte de los procesos en el ser vivo, desde el control del nivel de glucosa en sangre hasta el comportamiento consciente. Cuando se desea coger un objeto, el movimiento de la mano no es un movimiento simple, sino una serie de movimientos ajustados continuamente, tanto en su velocidad como en su dirección, corrigiendo los músculos las desviaciones de la línea de movimiento apropiada, en el que son corregidas aquellas desviaciones por el ojo. Las correcciones son tan automáticas que no se tiene noción de ellas. Pero al contemplar a un niño, que aún no tiene práctica en la retroacción visual, e intenta coger alguna cosa, se aprecia que realiza movimientos en exceso o en defecto, porque las correcciones musculares no son suficientemente precisas. Y las víctimas de una lesión nerviosa que interfiere la capacidad para utilizar la retroacción visual presentan patéticas oscilaciones, o una acusada fluctuación, cuando intentan realizar un movimiento muscular coordinado.

La mano normal, con práctica, se mueve suavemente hacia su objetivo, y se detiene en el momento oportuno, debido a que en el centro de control prevé lo que ocurriría y realiza las correcciones con antelación. Así, cuando un coche gira en una esquina, se empieza a dejar el volante antes de haber dado la vuelta, de tal modo que las ruedas se hallen derechas en el momento que se ha rodeado la esquina. En otras palabras, la corrección se aplica en el momento adecuado, para evitar que se rebase el límite en un grado significativo.

Evidentemente, el principal papel del cerebelo es controlar este ajuste del movimiento por retroacción. Prevé y predice la posición del brazo algunos momentos antes, organizando el movimiento de acuerdo con ello. Mantiene los potentes músculos de la espalda en tensiones que varían constantemente, al objeto de conservar el equilibrio y la posición erecta. Es una pesada tarea hallarse de pie y no hacer nada; todos sabemos lo cansado que puede ser el permanecer de pie.

Ahora bien, este principio puede aplicarse a la máquina. Las cosas pueden disponerse de tal modo que, cuando el sistema se aproxima a la condición deseada, el margen cada vez menor entre su estado actual y el estado deseado ponga en marcha automáticamente la fuerza correctora, antes de que se exceda el limite deseado. En 1868, un ingeniero francés, Léon Farcot, aplicó este principio para inventar un control automático para un timón de barco accionado a vapor. Cuando el timón alcanzaba la posición deseada, su dispositivo cerraba automáticamente la válvula de vapor; cuando el timón alcanzaba la posición especifica, ya se había reducido la presión del vapor. Si el timón se separaba de esta posición, su movimiento abría la válvula apropiada, de tal modo que recobraba su posición original. Este dispositivo fue denominado «servomecanismo», y, en un cierto sentido, inició la era de la «automatización» (un término cerrado, en 1951, por el ingeniero americano John Diebold).

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