Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (79 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Fig. 8.3. Interferómetro de Michelson. El espejo diagonal (centro) divide el rayo luminoso reflejando una mitad y dejando seguir la otra su trayectoria recta. Si los dos espejos reflectores (a la derecha y al frente) están a distancias diferentes, los rayos luminosos reflejos llegarán desfasados hasta el observador.

Michelson se proponía apuntar el interferómetro en varias direcciones respecto al movimiento terrestre, para detectar el efecto del éter midiendo el desfase de los rayos disociados a su retorno.

En 1887, Michelson inició el experimento con ayuda del químico americano Edward Williams Morley. Colocando el instrumento sobre una losa que flotaba en mercurio para poderle dar cualquier orientación fácil y suavemente, los dos científicos proyectaron el rayo en diversas direcciones tomando como referencia el movimiento de la Tierra. Y no descubrieron diferencia alguna. Las bandas de interferencia se mantuvieron invariables, aunque ellos apuntaron el instrumento en todas direcciones y repitieron muchas veces el experimento. (Experimentos posteriores de la misma índole, realizados con instrumentos más sensibles, han dado los mismos resultados negativos.)

Entonces se tambalearon los fundamentos de la Física. Porque estaba claro que el éter se movía con la Tierra —lo cual no tenía sentido— o no existía tal éter. La Física «clásica» —la de Newton— notó que alguien estiraba de la alfombra bajo sus pies. No obstante, la Física newtoniana siguió siendo válida en el mundo corriente: los planetas siguieron moviéndose de acuerdo con sus leyes de gravitación, los objetos sobre la Tierra siguieron obedeciendo sus leyes de inercia y de acción-reacción. Sólo ocurrió que las explicaciones clásicas parecieron incompletas, y los físicos debieron prepararse para escudriñar fenómenos que no acataban las «leyes» clásicas. Subsistirían los fenómenos observados, tanto nuevos como antiguos, pero sería preciso ampliar y especificar las teorías que los respaldaban.

El «experimento Michelson-Morley» tal vez sea la más importante experiencia frustrada en toda la historia de la Ciencia. En 1907 se otorgó el premio Nobel de Física a Michelson, primer científico norteamericano que recibió tal galardón.

Relatividad
Las ecuaciones de Lorentz-FitzGerald

En 1893, el físico irlandés George Francis FitzGerald emitió una hipótesis para explicar los resultados negativos del experimento Michelson-Morley. Adujo que toda materia se contrae en la dirección del movimiento, y que esa contracción es directamente proporcional al ritmo del movimiento. Según tal interpretación, el interferómetro se quedaba corto en la dirección del «verdadero» movimiento terrestre, y lo hacía precisamente en una cantidad que compensaba con toda exactitud la diferencia de distancias que debería recorrer el rayo luminoso. Por añadidura, todos los aparatos medidores imaginables, incluyendo los órganos sensoriales humanos, experimentarían ese mismo «escorzo». Parecía como si la explicación de FitzGerald insinuara que la Naturaleza conspiraba con objeto de impedir que el hombre midiera el movimiento absoluto, para lo cual introducía un efecto que anulaba cualquier diferencia aprovechable para detectar dicho movimiento.

Este decepcionante fenómeno recibió el nombre de «contracción FitzGerald», y su autor formuló una ecuación para el mismo. Un objeto que se moviera a 11 km/s (poco más o menos, la velocidad de nuestros más rápidos cohetes modernos) experimentaría sólo una contracción equivalente a 2 partes por cada 1.000 millones en el sentido del vuelo. Pero a velocidades realmente elevadas, tal contracción sería sustancial. A unos 150.000 km/s (la mitad de la velocidad de la luz), sería de un 15 %; a 262.000 km/s (7/8 de la velocidad de la luz), del 50 %. Es decir, que una regla de 30 cm que pasara ante nuestra vista a 262.000 km/s, nos parecería que mide sólo 15,24 cm..., siempre y cuando conociéramos algún método para medir su longitud en pleno vuelo. Y la velocidad de la luz, o sea, 300.000 km/s en números redondos, su longitud, en la dirección del movimiento, sería cero. Puesto que, presuntamente, no puede existir ninguna longitud inferior a cero, se deduce que la velocidad de la luz en el vacío es la mayor que puede imaginarse en el Universo.

El físico holandés Hendrik Antoon Lorentz promovió la idea de FitzGerald. Pensando en los rayos catódicos —que ocupaban su actividad por aquellos días—, se hizo el siguiente razonamiento: Si se comprimiera la carga de una partícula para reducir su volumen, aumentaría la masa de dicha partícula. Por consiguiente, una partícula voladora, escorzada en la dirección de su desplazamiento por la contracción de FitzGerald, debería crecer en términos de masa.

Lorentz presentó una ecuación sobre el acrecentamiento de la masa, que resultó muy similar a la ecuación FitzGerald sobre el acortamiento. A 149.637 kilómetros por segundo, la masa de un electrón aumentaría en un 15 %; a 262.000 km/s, en un 100 % (es decir, su masa se duplicaría); y a la velocidad de la luz, su masa sería infinita. Una vez más pareció que no podría haber ninguna velocidad superior a la de la luz, pues, ¿cómo podría ser una masa mayor que infinita?

El efecto FitzGerald sobre longitudes y el efecto Lorentz sobre masas mantuvieron una conexión tan estrecha que aparecieron a menudo agrupadas como las «ecuaciones Lorentz-FitzGerald ».

Mientras que la contracción FitzGerald no podía ser objeto de mediciones, el efecto Lorentz sobre masas sí podía serlo..., aunque indirectamente. La relación entre la masa de un electrón y su carga se puede determinar midiendo su deflexión respecto a un campo magnético. Al aumentar la velocidad de un electrón se acrecentaba la masa, pero no había razón alguna para suponer que también lo haría la carga; por consiguiente, su relación masa-carga debería aumentar. En 1900, el físico alemán W. Kauffman descubrió que esa relación aumentaba con la velocidad, de tal forma que señalaba un incremento en la masa del electrón, tal como predijeron las ecuaciones Lorentz-FitzGerald.

Ulteriores y mejores mediciones demostraron la perfección casi total de las ecuaciones de ambos.

Cuando aludamos a la velocidad de la luz como máxima velocidad, debemos recordar que lo importante en este caso es la velocidad de la luz en el vacío (298.052 km/s). En los medios materiales transparentes la luz se mueve con más lentitud. Su velocidad cuando atraviesa tales medios es igual a la velocidad en el vacío dividida por el índice de refracción del medio. (El «índice de refracción» mide la desviación de un rayo luminoso al penetrar oblicuamente en una materia desde el vacío.)

En el agua, con un índice de refracción 1,3 aproximadamente, la velocidad de la luz es 298.052 dividida por 1,3, o sea, 229.270 km/s más o menos. En el cristal (índice de refracción 1,5 aproximadamente), la velocidad de la luz es de 198.400 km/s. Mientras que en el diamante (índice de refracción, 2,4) alcanza sólo 124.800 km/s.

La radiación y la teoría del cuanto de Planck

Es posible que las partículas subatómicas atraviesen un medio transparente determinado a mayor velocidad que la luz (si bien no mayor que la luz en el vacío).

Cuando las partículas se trasladan así a través de un medio, dejan una estela de luz azulada tal como el avión viajando a velocidades supersónicas deja un rastro sonoro.

La existencia de tal radiación fue descubierta, en 1934, por el físico ruso Paul Alexeievich Cherenkov (se le suele llamar también Cerenkov); por su parte, los físicos rusos Ilia Mijailovich Frank e Igor Yevguenevich Tamm expusieron una aclaración teórica, en 1937. En consecuencia, todos ellos compartieron el premio Nobel de Física en 1958.

Se han ideado detectores de partículas que captan la «radiación Cerenkov»; estos «contadores Cerenkov» son útiles, en especial, para estudiar las partículas rápidas, tales como las constitutivas de los rayos cósmicos.

Cuando se tambaleaban todavía los cimientos de la Física, se produjo una segunda explosión.

Esta vez, la inocente pregunta que desencadenó el conflicto se relacionó con la radiación emitida por la materia bajo la acción del calor. (Aunque dicha radiación suele aparecer en forma de luz, los físicos denominan el problema «radiación de cuerpos negros». Esto significa que ellos piensan en un cuerpo ideal
capaz
tanto de absorber como de irradiar perfectamente la luz, es decir, sin reflejarla, como lo haría un cuerpo negro.) El físico austríaco Josef Stefan demostró, en 1879, que la radiación total emitida por un cuerpo dependía sólo de su temperatura (no de su sustancia), y que en circunstancias ideales la radiación era proporcional a la cuarta potencia de la temperatura absoluta: por ejemplo, si se duplica la temperatura absoluta, su radiación total aumentará dieciséis veces («ley de Stefan»). También se supo que al elevarse la temperatura, la radiación predominante derivaba hacia longitudes de onda más cortas. Por ejemplo, si se calienta un bloque de acero, empieza a irradiar principalmente los rayos infrarrojos invisibles, luego emite una luz roja apagada, a continuación roja brillante, seguidamente anaranjada, amarillenta, y por último, si se logra evitar de algún modo su vaporización en ese instante, blanca azulada.

En 1893, el físico alemán Wilhelm Wien ideó una teoría sobre la distribución de energía en la radiación de los cuerpos negros, es decir, la cantidad de energía en cada área delimitada por una longitud de onda. Brindó una fórmula que describía concisamente la distribución de energía en la zona violeta del espectro, pero no en la roja. (Por su trabajo sobre el calor recibió el premio Nobel de Física en 1911.) Por otra parte, los físicos ingleses Lord Rayleigh y James Jeans elaboraron una ecuación que describía la distribución en la zona roja del espectro pero fallaba totalmente en la zona violeta. Recapitulando: las mejores teorías disponibles sólo pudieron explicar una mitad de la radiación o la otra, pero no ambas al mismo tiempo.

El físico alemán Max Karl Ernst Ludwig Planck solventó el problema. Descubrió que para hacer concordar tales ecuaciones con los hechos era preciso introducir una noción inédita.

Adujo que la radiación se componía de pequeñas unidades o paquetes, tal como la materia estaba constituida por átomos. Denominó «cuanto» o
quantum
a la unidad de radiación (palabra latina que significa «¿cuánto?»). Planck alegó que la radiación absorbida sólo podía ser un número entero de cuantos. Por añadidura, manifestó que la cantidad de energía en un cuanto dependía de la longitud de onda de la radiación. Cuanto menor fuera esa longitud, tanto mayor sería la fuerza energética del cuanto; o, para decirlo de otra forma, la energía contenida en el cuanto es inversamente proporcional a la longitud de onda.

>Desde aquel momento se pudo relacionar directamente el cuanto con la frecuencia de una determinada radiación. Tal como la energía contenida en el cuanto, la frecuencia era inversamente proporcional a la longitud de onda de la radiación. Si ambas —la frecuencia y la energía contenida en el cuanto— eran inversamente proporcionales a la longitud de onda, los dos deberían ser directamente proporcionales entre sí. Planck lo expresó con su hoy famosa ecuación:

e = h
n

El símbolo
e
representa la energía del cuanto;
n
(la letra griega nú), la frecuencia, y
h
, la «constante de Planck», que da la relación proporcional entre cuanto, energía y frecuencia.

El valor de
h
es extremadamente pequeño, lo mismo que el del cuanto. En realidad, las unidades de radiación son tan ínfimas, que la luz nos parece continua, tal como la materia ordinaria se nos antoja continua. Pero, hacia principios del siglo XX, la radiación corrió la misma suerte que le había correspondido a la materia en los comienzos del siglo XIX: hoy día se las reconoce a ambas como discontinuas.

Los cuantos de Planck esclarecieron la conexión entre temperatura y longitudes de onda de radiaciones emitidas. Un cuanto de luz violeta era dos veces más enérgico que un cuanto de luz roja y, naturalmente, se requería más energía calorífica para producir cuantos violetas que cuantos rojos. Las ecuaciones sustentadas por el cuanto, esclarecieron limpiamente la radiación de un cuerpo negro en ambos extremos del espectro.

A su debido tiempo, la teoría de los cuantos de Planck prestaría aún un mayor servicio: explicarían el comportamiento de los átomos, de los electrones en los átomos y de los nucleones en los núcleos atómicos. Planck fue galardonado con el premio Nobel de Física en 1918.

La teoría de la onda de partícula de Einstein

Al ser publicada en 1900 la teoría de Planck, causó poca impresión entre los físicos. Era demasiado revolucionaria para recibir inmediata aceptación. El propio Planck pareció anonadado por su propia obra. Pero, cinco años después, un joven físico alemán residente en Suiza, llamado Albert Einstein, verificó la existencia de sus cuantos.

Entretanto, el físico alemán Philipp Lenard había descubierto que cuando la luz encontraba ciertos metales, hacía emitir electrones a la superficie metálica como si la fuerza de la luz expulsara a los electrones del átomo. Ese fenómeno se denominó «efecto fotoeléctrico» y, por su descubrimiento, Lenard recibió el premio Nobel de Física en 1905. Cuando los físicos empezaron a experimentar con ello, observaron, estupefactos, que si se aumentaba la intensidad lumínica, no se proporcionaba más energía a los electrones expulsados. Pero el cambio de la longitud de onda luminosa les afectaba: la luz azul, por ejemplo, les hacía volar a mayor velocidad que la luz amarilla. Una luz azul muy tenue expulsaba menos electrones que una brillante luz amarilla, pero aquellos electrones «azulados» se desplazaban a mayor velocidad que cualquier electrón amarillo. Por otra parte, la luz roja, cualquiera que fuera su brillantez, no podía expulsar ningún electrón de ciertos metales.

Nada de esto era explicable con las viejas teorías de la luz. ¿Por qué haría la luz azul unas cosas que no podía hacer la luz roja?

Einstein halló la respuesta en la teoría de los cuantos de Planck. Para absorber suficiente energía con objeto de abandonar la superficie metálica, un electrón necesitaba recibir el impacto de un cuanto cuya magnitud fuera mínima hasta cierto punto. En el caso de un electrón retenido débilmente por su átomo (por ejemplo, el cesio), cualquier cuanto lo conseguiría, incluso uno de luz roja. Allá donde los átomos retuvieran más enérgicamente a los electrones, se requerirían las luces amarilla o azul, e incluso la ultravioleta. En cualquier caso, conforme más energía tuviera el cuanto, tanta más velocidad proporcionaría al electrón que liberase.

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