Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (81 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Entonces la
Teoría general de la relatividad
aportó la respuesta. Einstein demostró que el perihelio de un cuerpo rotatorio debe tener cierto movimiento adicional aparte del predicho por la ley newtoniana. Cuando se aplicó ese nuevo cálculo a Mercurio, la desviación de su perihelio concordó exactamente con la fórmula general. Otros planetas más distantes del Sol que Mercurio mostrarían una desviación de perihelio progresivamente menor. El año 1960 se descubrió, estudiando la órbita de Venus, que el perihelio avanzaba 8 segundos de arco por siglo aproximadamente; esta desviación concuerda casi exactamente con la teoría de Einstein.

Pero aún fueron más impresionantes dos fenómenos insospechados que sólo habían sido previstos por la teoría einsteniana. Primero, Einstein sostuvo que un campo gravitatorio intenso debe refrenar las vibraciones de los átomos. Ese refrenamiento se manifestaría mediante un corrimiento de las rayas espectrales hacia el rojo («corrimiento de Einstein»). Escudriñando el firmamento en busca de un campo gravitatorio suficientemente potente para ejercer tal efecto, los astrónomos pensaron en las densas y blancas estrellas enanas. Analizaron el espectro de las enanas blancas y encontraron ese corrimiento de las rayas espectrales.

La verificación del segundo pronóstico einsteniano fue todavía más espectacular. Su teoría decía que un campo gravitatorio hace curvarse los rayos luminosos. Einstein calculaba que si un rayo de luz rozase la superficie solar se desviaría en línea recta 1,75 segundos de arco (fig. 8.4) ¿Cómo comprobarlo? Pues bien, si se observaran durante un eclipse solar las estrellas situadas más allá del Sol, enfiladas con su borde, y se compararan sus posiciones con las que ocupaban al fondo cuando el Sol no se interponía, se evidenciaría cualquier desviación por la curvatura de la luz. El ensayo se aplazó desde 1915, es decir, cuando Einstein publicara su tesis sobre la relatividad general, hasta el fin de la Primera Guerra Mundial. En 1919, la
Brítish Royal Astronomical Society
organizó una expedición para proceder al ensayo observando un eclipse total visible desde la isla del Príncipe, una pequeña posesión portuguesa frente a la costa de África Occidental. Y, en efecto, las estrellas se desviaron de su posición. Una vez más se acreditó Einstein.

Fig. 8.4. Curvatura gravitacional de las ondas luminosas, postulada por Einstein en su Teoría General de la Relatividad.

Con arreglo al mismo principio, si una estrella está directamente detrás de otra, la luz de la estrella más distante contorneará a la más cercana, de tal modo que el astro más lejano aparentará tener mayor tamaño. La estrella más cercana actuará cual una «lente gravitatoria». Infortunadamente, el tamaño aparente de las estrellas es tan diminuto que el eclipse de una estrella distante por otra mucho más cercana (visto desde la Tierra) es sobremanera raro. Sin embargo, el descubrimiento de los cuásares proporcionó a los astrónomos otra oportunidad. A principios de los años 1980, detectaron unos cuásares dobles cada miembro de los cuales poseía exactamente idéntica propiedad. Constituía una razonable suposición el que estemos viendo un solo cuasar con su luz distorsionada por una galaxia (o posiblemente un agujero negro), que existe en la línea de la visión pero que es invisible para nosotros. La imagen del cuásar está distorsionada y la hace aparecer doble. (Una imperfección en el espejo tendría el mismo efecto sobre nuestra imagen reflejada.)

Comprobando la Teoría general

Los tres grandes triunfos de la teoría general einsteniana, fueron todos de naturaleza astronómica. Los científicos buscaron afanosamente algún medio para comprobarlos en el laboratorio donde ellos pudieran hacer variar a voluntad las condiciones requeridas. La clave para semejante demostración de laboratorio surgió en 1958 cuando el físico alemán Rudolf Ludwig Móssbauer demostró que en ciertas condiciones un cristal puede irradiar rayos gamma cuya longitud de onda queda definida específicamente. Y un cristal similar al emisor, puede absorber los rayos gamma de esa longitud de onda. Si los rayos gamma difirieran levemente por su longitud de onda de aquéllos emitidos naturalmente por el cristal, el otro cristal no los absorbería. Esto es lo que se llama el «efecto Móssbauer».

Si esa emisión de rayos gamma sigue una dirección de arriba abajo para caer con la gravedad, ganará energía —según prescribe la
Teoría general de la relatividad
— de tal modo que su longitud de onda se acortará. Al caer unos cuantos centenares de centímetros adquirirá suficiente energía para el decrecimiento en la longitud de onda de los rayos gamma, aunque esa disminución debe ser muy reducida, pues la onda necesita conservar suficiente amplitud con el fin de evitar que el cristal absorbente siga absorbiendo el rayo.

Por añadidura, si el cristal emisor de rayos gamma se mueve hacia arriba durante este proceso, el efecto de Doppler-Fizeau acrecentará la longitud de onda de los rayos gamma. Entonces se ajustará la velocidad del cristal ascendente para neutralizar el efecto de gravitación sobre el rayo gamma descendente, y de resultas éste será absorbido por el cristal sobre cuya superficie incide.

Tales experimentos realizados en 1960 más el empleo ulterior del efecto Móssbauer, confirmaron la
Teoría general
con suma precisión. Constituyeron la demostración más impresionante conocida hasta ahora de su validez; como consecuencia de ello se otorgó el premio Nobel de Física a Móssbauer en 1961.

Otras delicadas mediciones también tienden a apoyar la relatividad general: el paso de los rayos del radar por un planeta, la conducta de los pulsares binarios mientras giran en torno de un centro mutuo de gravedad, etc. Todas las mediciones son dudosas y los físicos han realizado numerosos intentos de sugerir teorías alternativas. No obstante, de todas las teorías sugeridas, la de Einstein es la más simple desde un punto de vista matemático. Cualesquiera que sean las mediciones que se efectúen para distinguir entre las teorías (y las diferencias son siempre mínimas), las mismas parecen apoyar la de Einstein. Después de casi tres cuartos de siglo, la teoría general de la relatividad sigue inconmovible, aunque los científicos continúen (muy apropiadamente) poniéndola en tela de juicio. (No se preocupen, es la teoría general la que es puesta en tela de juicio. La teoría
especial
de la relatividad ha sido comprobada una y otra vez, de formas tan variadas, que no existe ningún físico que la ponga en tela de juicio.)

Calor

Hasta este punto del capítulo he dejado al margen un fenómeno que usualmente acompaña a la luz en nuestras experiencias cotidianas. Casi todos los objetos luminosos, desde una estrella hasta una vela, desprenden calor junto con la luz.

Medición de la temperatura

Antes de los tiempos modernos no se estudiaba el calor, si se exceptúa el aspecto cualitativo. A una persona le bastaba con decir «hace calor», o «hace frío», o «esto está más caliente que aquello». Para someter la temperatura a una medición cuantitativa fue necesario, ante todo, encontrar algún cambio mensurable que pareciera producirse regularmente con los cambios de temperatura. Se encontró esa variación en el hecho de que las sustancias se dilatan con el calor y se contraen con el frío.

Galileo fue quien intentó por primera vez aprovechar tal hecho para observar los cambios de temperatura. En 1603 invirtió un tubo de aire caliente sobre una vasija de agua. Cuando el aire en el tubo se enfrió hasta igualar la temperatura de la habitación dejó subir el agua por el tubo, y de este modo consiguió Galileo su «termómetro» (del griego
thermes
y
metron
, «medida del calor»). Cuando variaba la temperatura del aposento cambiaba también el nivel de agua en el tubo. Si se caldeaba la habitación, el aire en el tubo se dilataba y empujaba el agua hacia abajo; si se la enfriaba, el aire se contraía y el nivel del agua ascendía. La única dificultad fue que aquella vasija de agua donde se había insertado el tubo, estaba abierta al aire libre y la presión de éste era variable. Ello producía ascensos y descensos de la superficie líquida, es decir, variaciones ajenas a la temperatura que alteraban los resultados.

En 1654, el gran duque de Toscana, Fernando II, ideó un termómetro independiente de la presión atmosférica. Este aparato contenía un líquido en una ampolla a la cual se unía un tubo recto. La contracción y dilatación del propio líquido señalaba los cambios de temperatura. Los líquidos cambian de volumen con la temperatura mucho menos que los gases, pero si se emplea la cantidad justa de líquido para llenar una ampolla, de modo que el líquido sólo pueda dilatarse a lo largo de un tubo muy estrecho, los ascensos y descensos dentro de ese tubo pueden ser considerables incluso para ínfimos cambios de volumen.

El físico inglés Robert Boyle hizo algo muy parecido sobre la misma cuestión, y fue el primero en demostrar que el cuerpo humano tiene una temperatura constante bastante superior a la del medio ambiente. Otros probaron que bajo una temperatura fija se producen siempre fenómenos físicos concretos. Cuando aún no había terminado el siglo XVII se comprobó esa verdad en el caso del hielo derretido y el agua hirviente.

Los primeros líquidos empleados en termometría fueron el agua y el alcohol. Dado que el agua se hiela tan pronto y el alcohol hierve con tanta facilidad, el físico francés Guillaume Amontons recurrió al mercurio. En su aparato, como en el de Galileo, la expansión y contracción del aire causa que el mercurio ascienda o descienda.

Por fin, en 1714, el físico alemán Gabriel Daniel Fahrenheit combinó las investigaciones del gran duque y de Amontons introduciendo mercurio en un tubo y utilizando sus momentos de dilatación y contracción como indicadores de la temperatura. Fahrenheit incorporó al tubo una escala graduada para poder apreciar la temperatura bajo el aspecto cuantitativo.

Se ha argumentado no poco sobre el método empleado por Fahrenheit para establecer su escala particular. Según algunos, asignó el cero a la temperatura más baja que pudo crear en su laboratorio mezclando sal y hielo. Sobre esa base fijó la solidificación del agua a 32° y la ebullición a 212°. Esto ofreció dos ventajas: primera, el margen de temperatura donde el agua se mantiene en estado líquido era de 180°, el cual parece un número natural para su uso en conexión con los «grados». (La medida en grados del semicírculo.) Segunda, la temperatura del cuerpo se aproximaba a los 100°; aunque para ser exactos es, normalmente, de 98,6° Fahrenheit.

Ordinariamente, la temperatura del cuerpo es tan constante que si sobrepasa en un grado o dos el nivel normal se dice que el cuerpo tiene fiebre y, por tanto, muestra síntomas evidentes de enfermedad. En 1858, el médico alemán Karl August Wunderlich implantó las frecuentes comprobaciones de la temperatura corporal como nuevo procedimiento para seguir el curso de una enfermedad. En la década siguiente, el médico británico Thomas Clifford Allbutt inventó el «termómetro clínico» cuyo estrecho tuvo lleno de mercurio tiene un estrangulamiento en la parte inferior. El mercurio se eleva hasta las cifras máximas cuando se coloca el termómetro dentro de la boca, pero no desciende al retirarlo para leer la temperatura. El hilo de mercurio se divide simplemente por el estrangulamiento, dejando fija la porción superior para una lectura constante. En Gran Bretaña y los Estados Unidos se emplea todavía la escala Fahrenheit y están familiarizados con ella en todas las observaciones cotidianas, tales como informes meteorológicos y utilización de termómetros clínicos.

Sin embargo, en 1742 el astrónomo sueco Anders Celsius adoptó una escala diferente. En su forma definitiva, este sistema estableció el punto O para la solidificación del agua y el 100 para la ebullición. Con arreglo al margen de división centesimal donde el agua conserva su estado líquido, se denominó a esta escala, «centígrada», del latín
centum
y
gradus
, significando «cien peldaños». Casi todas las personas hablan de «grados centígrados» cuando se refieren a las medidas de esta escala, pero los científicos rebautizaron la escala con el nombre del inventor —siguiendo el precedente Fahrenheit— en una conferencia internacional celebrada el año 1948. Oficialmente, pues, se debe hablar de «escala Celsius» y «grados Celsius». Todavía se conserva el signo «C». Entretanto, la escala «Celsius» ha ganado preponderancia en casi todo el mundo civilizado. Los científicos, en particular, encuentran muy conveniente esta escala.

Las dos teorías del calor

La temperatura mide la intensidad del calor pero no su cantidad. El calor fluye siempre desde un lugar de altas temperaturas hacia un lugar de bajas temperaturas, hasta que ambas temperaturas se igualan, tal como el agua fluye de un nivel superior a otro inferior hasta que se equilibran los dos niveles. Eso es válido, cualesquiera que sean las cantidades relativas de calor contenidas en los cuerpos. Aunque una bañera de agua tibia contenga mucho más calor que una cerilla encendida, si metemos la cerilla en el agua, el calor fluye de la cerilla hacia el agua y no al contrario.

Joseph Black, quien hizo un importante estudio sobre los gases (véase capítulo 5), fue el primero en establecer la distinción entre temperatura y calor. En 1760 anunció que varias sustancias daban temperaturas diferentes cuando se les aplicaba la misma cantidad de calor. El elevar en un grado Celsius la temperatura de un gramo de hierro requería tres veces más calor que el calentar en la misma proporción un gramo de plomo. Y el berilio necesitaba tres veces más calor que el hierro.

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