Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (23 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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En primer lugar, Sean Carroll vio a Diallo y dijo a los demás ocupantes del vehículo: «¿Qué hace ese tío ahí?». La respuesta era que Diallo había salido a tomar el fresco. Pero Carroll le clasificó al instante y decidió que parecía sospechoso. Ése fue el primer error. A continuación, dieron marcha atrás con el coche y Diallo no se movió. Carroll diría más tarde que eso «le sorprendió»: ¡Qué tipo tan descarado, que ni siquiera corría al ver a la policía! Diallo no era descarado. Era curioso. He aquí el segundo error. Después, Carroll y Murphy avanzaron hacia Diallo y vieron que éste giraba el cuerpo ligeramente hacia un lado y hacía ademán de meter la mano en el bolsillo. En esa fracción de segundo decidieron que era peligroso. Pero no lo era. Estaba aterrorizado. Ése fue el tercer error. Por lo común, no tenemos dificultad alguna para distinguir, en un abrir y cerrar de ojos, entre alguien que es desconfiado y alguien que no lo es, entre alguien que es descarado y alguien que es curioso y, lo más fácil de todo, entre alguien aterrorizado y alguien peligroso; cualquiera que vaya caminando por una calle de una ciudad avanzada ya la noche no deja de hacer esas cavilaciones instantáneas. En todo caso, esa capacidad humana tan básica les falló a los agentes esa noche por alguna razón. ¿Por qué?

Este tipo de equivocaciones no son acontecimientos anómalos. Todos cometemos errores al leer el pensamiento. Son el origen de incontables riñas, desacuerdos, malentendidos y sentimientos heridos. Aun así, por su carácter instantáneo y misterioso, no sabemos en realidad cómo comprender tales errores. En las semanas y los meses posteriores al asesinato de Diallo, por ejemplo, conforme fue apareciendo el caso en las portadas de todo el mundo, la polémica sobre lo sucedido aquella noche fue pasando de un extremo a otro. Hubo quienes afirmaron que sólo fue un terrible accidente, una consecuencia inevitable del hecho de que los agentes de policía a veces tienen que tomar decisiones sobre cuestiones de vida o muerte en condiciones de incertidumbre. Ésa fue la conclusión a la que llegó el jurado del caso Diallo, de modo que Boss, Carroll, McMellon y Murphy fueron absueltos de los cargos de asesinato. Del otro lado estaban los que consideraron lo que pasó como un caso clarísimo de racismo. Se produjeron protestas y manifestaciones por toda la ciudad. Diallo se convirtió en un mártir. La Avenida Wheeler pasó a llamarse Plaza de Amadou Diallo. Bruce Springsteen escribió y cantó una canción en su honor titulada
41 Shots
[41 disparos], cuyo estribillo dice así: «Te pueden matar sólo por vivir en tu piel americana».

Ninguna de estas explicaciones, sin embargo, es muy satisfactoria. No había pruebas de que los cuatro agentes del caso Diallo fueran malas personas, ni racistas, ni de que fueran a por Diallo. Por otra parte, parece erróneo llamar «simple accidente» al asesinato, puesto que la labor policial no fue precisamente ejemplar. Los agentes hicieron una serie de juicios erróneos cruciales, el primero de los cuales fue suponer que un hombre que estaba tomando el fresco a la puerta de su casa era un posible criminal.

En otras palabras: el asesinato de Diallo se puede clasificar como perteneciente a una especie de zona gris, un terreno intermedio entre lo deliberado y lo accidental. Los errores al leer el pensamiento son así a veces. No siempre resultan tan espectaculares y obvios como otros fallos de la cognición rápida. Son sutiles, complejos y sorprendentemente comunes, y lo que sucedió en la Avenida Wheeler es un ejemplo muy claro de cómo funciona la lectura del pensamiento… y de cómo, en ocasiones, ésta fracasa estrepitosamente.

La teoría de la lectura del pensamiento

Buena parte de lo que sabemos acerca de la lectura del pensamiento se lo debemos a dos notables científicos, Silvan Tomkins
y
Paul Ekman, profesor
y
alumno respectivamente. Tomkins nació en Filadelfia a finales del siglo
XIX y
era hijo de un dentista ruso. Era bajito
y
grueso, tenía una melena rebelde de pelo blanco
y
llevaba unas enormes gafas negras con montura de plástico. Enseñaba psicología en Princeton
y
Rutgers
y
es el autor de
Affect, Imagery, Consciousness
[Afecto, imágenes, consciencia], una obra en cuatro volúmenes, tan densa que sus lectores estaban proporcionalmente divididos entre los que la entendían
y
pensaban que era brillante,
y
los que no la entendían
y
pensaban que era brillante. Era un conversador legendario. Al final de cualquier cóctel podía tener a sus pies a una multitud de personas escuchándole embelesada. Y alguna de ellas podía decir: «Otra pregunta», y todo el mundo se quedaba hora y media más mientras Tomkins pontificaba sobre, por ejemplo, los tebeos, una serie de televisión, la biología de las emociones, su problema con Kant y su entusiasmo por la última moda de las dietas, todo ello comprendido en un larga conferencia improvisada.

Durante la Depresión, en medio de sus estudios de doctorado en Harvard, trabajó como perito en una organización dedicada a las carreras de caballos, y su labor era tan satisfactoria que le permitía vivir en el Upper East Side de Manhattan. En el hipódromo, donde pasaba horas sentado en las tribunas observando con prismáticos los caballos, era conocido como «el profesor». «Tenía un sistema para predecir lo que haría un caballo en función de si éste estaba a un lado u otro de él, en función de su relación emocional con ellos», recuerda Ekman. Si un caballo, por ejemplo, había perdido frente a una yegua en su primer o segundo año, y Tomkins se dirigía a la puerta con una yegua junto a él, sería su ruina (o algo por el estilo, nadie sabe a ciencia cierta).

Tomkins creía que las caras, incluso las de los caballos, ofrecían unas claves inestimables de sus emociones y motivaciones interiores. Se decía que Tomkins podía entrar en una oficina de correos, dirigirse a los carteles de personas buscadas por la ley y, sólo con mirar las fotografías del archivo policial, deducir qué delitos habían cometido los prófugos. «Le gustaba el programa
To Tell the Truth
[Decir la verdad], y podía señalar siempre, sin un fallo, qué personas mentían», recuerda su hijo Mark. «De hecho, llegó a escribir al realizador para decirle que era demasiado fácil, a lo que éste respondió invitándole a que fuera a Nueva York, se colocara detrás del plato e hiciera una demostración de sus habilidades». Virginia Demos, profesora de psicología en Harvard, recuerda las largas conversaciones que mantuvo con Tomkins durante la Convención Nacional Demócrata de 1988. «Nos sentábamos a hablar por teléfono y, por ejemplo, mientras Jesse Jackson hablaba con Michael Dukakis, Tomkins bajaba el volumen, leía las caras y emitía sus predicciones sobre lo que iba a suceder. Era impresionante».

Paul Ekman se encontró por vez primera con Tomkins a comienzos de la década de 1960. Ekman era entonces un joven psicólogo recién salido de la universidad que se interesaba por el estudio de las caras. ¿Las expresiones faciales de los seres humanos —se preguntaba— se rigen por una serie de reglas comunes? Silvan Tomkins dijo que sí. Pero la mayoría de los psicólogos dijo que no. La opinión ortodoxa de aquella época mantenía que las expresiones estaban determinadas por la cultura, es decir, que usamos nuestra cara de acuerdo con una serie de convenciones sociales aprendidas. Ekman no sabía qué punto de vista estaba en lo cierto, y para tomar una decisión viajó a Japón, Brasil y Argentina —incluso visitó a tribus remotas de las selvas de Extremo Oriente— con fotografías de hombres y mujeres con diversas expresiones características. Para su asombro, en todos los sitios a los que fue, la gente coincidió en el significado de esas expresiones. Así pues, se dio cuenta de que era Tomkins quien tenía razón.

Poco después, Tomkins visitó a Ekman en su laboratorio de San Francisco. Éste había encontrado algo más de tres mil metros de película rodados por el virólogo Carleton Gajdusek en las lejanas selvas de Papua Nueva Guinea. Algunas de las secuencias estaban dedicadas a la tribu de los fore, formada por gente pacífica y amable. El resto era sobre los kukukuku, una tribu hostil y asesina con un ritual homosexual en el que unos niños preadolescentes tenían que ofrecer favores sexuales a los patriarcas del grupo. Ekman y su colaborador Wallace Friesen se pasaron seis meses ordenando el material, cortando las escenas superfluas y dejando sólo los primeros planos de las caras de los miembros de la tribu para comparar las expresiones faciales de los dos grupos.

Mientras Ekman preparaba el proyector, Tomkins se quedó esperando en el fondo de la habitación. No había sido informado de nada en relación con las tribus que tomaban parte; cualquier contexto que facilitara la identificación se había eliminado. Tomkins observó con ojos escrutadores a través del cristal de sus gafas. Cuando acabó la filmación, se acercó a la pantalla y señaló las caras de los fore. «Éstas son gentes dulces y delicadas, muy indulgentes, muy pacíficas», dijo. Acto seguido señaló las caras de los kukukuku. «Este otro grupo es violento, y hay muchos indicios que indican homosexualidad». Todavía hoy, transcurrido un tercio de siglo desde entonces, Ekman no ha podido olvidar lo que hizo Tomkins. «¡Dios mío! Recuerdo, como si lo estuviera viendo, que dije: "Silvan, ¿cómo demonios lo haces?" Mientras pasábamos la película hacia atrás a cámara lenta, Tomkins se acercó a la pantalla y señaló las protuberancias y los pliegues especiales que había en las caras en las que había basado su juicio. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía que descomponer la cara en sus partes. Ese hombre era una mina de oro de información a quien nadie hizo caso. Él pudo verlo, y si él pudo, tal vez los demás también puedan».

Ekman y Friesen decidieron, en ese momento y en ese lugar, elaborar una taxonomía de las expresiones faciales. Repasaron de arriba abajo los manuales médicos que describían los músculos faciales e identificaron cada uno de los movimientos musculares específicos que podía hacer una cara. Eran cuarenta y tres, y los denominaron unidades de acción. A continuación se pasaron días, sentados frente a frente, manipulando una por una cada unidad de acción, ubicando primero el músculo en sus mentes y concentrándose después en aislarlas unas de otras, sin perder detalle de lo que el otro hacía, comprobando los movimientos en un espejo, tomando notas de cómo cambiaba el patrón de las arrugas con cada movimiento muscular y grabando en vídeo el movimiento para que quedara registrado. En las escasas ocasiones en que no podían hacer un movimiento concreto, acudían al departamento de anatomía de la Universidad de California en San Francisco, que estaba al lado, y allí, un cirujano que conocían les clavaba una aguja y estimulaba con electricidad el músculo recalcitrante. «Era muy desagradable», recuerda Ekman.

Una vez dominadas cada una de tales unidades de acción, Ekman y Friesen empezaron a combinarlas, a superponer los movimientos. El proceso duró en total siete años. «Hay trescientas combinaciones de dos músculos», afirma Ekman. «Si se añade un tercero, resultan más de cuatrocientas. Nosotros consideramos hasta cinco músculos, de los que se obtienen más de diez mil configuraciones faciales visibles». La mayoría de esas diez mil expresiones faciales no significa nada, desde luego. Es el tipo de gesto sin sentido que hacen los niños. En todo caso, al trabajar con cada una de las combinaciones de las unidades de acción, los dos estudiosos identificaron cerca de tres mil que sí parecían significar algo, hasta que catalogaron el repertorio esencial de las muestras faciales de emoción del ser humano.

Paul Ekman es ahora sexagenario. No lleva barba ni bigote, tiene los ojos muy juntos, unas cejas pobladas y prominentes, y, aunque es de complexión normal, aparenta ser mucho más corpulento: hay algo de tenacidad y solidez en su porte. Se crió en Newark, Nueva Jersey. Hijo de un pediatra, a los quince años ingresó en la Universidad de Chicago. Habla pausadamente. Antes de reír, se queda inmóvil un instante, como si esperara que le dieran permiso. Es de ese tipo de personas que hacen listas y numeran sus razonamientos. Sus escritos académicos siguen una lógica metódica; al final de sus ensayos, se recopilan y catalogan todos los cabos sueltos de objeciones y problemas. Desde mediados de la década de 1960 trabaja en una destartalada casa victoriana de la Universidad de California en San Francisco, donde tiene una cátedra. Cuando conocí a Ekman, estaba sentado en su despacho y comenzó a ensayar las configuraciones de las unidades de acción que había aprendido hacía ya mucho tiempo. Se inclinó levemente hacia adelante y apoyó las manos en las rodillas. En la pared que tenía a su espalda había fotografías de sus dos héroes, Tomkins y Charles Darwin. «La unidad de acción número cuatro puede hacerla todo el mundo», comenzó. Bajó el ceño valiéndose del músculo depresor del entrecejo y del superciliar. «La número nueve puede hacerla casi todo el mundo». Arrugó la nariz mediante el elevador común del ala de la nariz y del labio superior. «Cualquiera puede hacer la cinco». Contrajo el elevador del párpado superior, levantando el párpado superior.

Yo trataba de imitarle, y se quedó mirándome. «Hace usted muy bien la cinco», dijo generoso. «Cuanto más hundidos se tienen los ojos, más difícil es hacer la número cinco. Y luego está la siete». Entrecerró los ojos. «La doce». Sonrió activando el cigomático mayor. La parte interna de sus cejas se disparó hacia arriba. «Ésa es la unidad de acción número uno: aflicción, angustia». Acto seguido, utilizando la porción lateral del frontal, elevó la mitad exterior de las cejas. «Ésa es la dos. Es también muy difícil, pero no merece la pena. No forma parte de nada, salvo del teatro Kabuki. Una de mis favoritas es la veintitrés. Consiste en apretar los labios. Una muestra de ira que no falla. Es muy difícil hacerla involuntariamente». Frunció los labios. «Y mover sólo una de las orejas sigue siendo una de las más difíciles. Me tengo que concentrar a fondo. He de poner todo mi empeño». Se rió. «Mi hija me pedía siempre que lo hiciera para sus amigos. Bueno, pues allá vamos». Movió la oreja izquierda, y luego la derecha. Ekman no tiene una cara especialmente expresiva. Su comportamiento es el de un psicoanalista, atento e impasible, y tiene una capacidad asombrosa para transformar su cara con la mayor facilidad y rapidez. «Hay una que no puedo hacer», continuó. «Es la unidad de acción treinta y nueve. Por suerte, uno de mis alumnos de posdoctorado sí puede hacerla. La unidad treinta y ocho consiste en dilatar las fosas nasales. Y la treinta y nueve es hacer lo contrario. Es el músculo que las contrae». Hizo un movimiento negativo con la cabeza y volvió a mirarme. «¡Oh! Usted tiene una treinta y nueve fantástica. Una de las mejores que he visto. Es algo genético. Debe de haber otros miembros de su familia que tengan esta habilidad y no lo sepan. Usted, desde luego, la tiene». Volvió a reírse. «Está en condiciones incluso de exhibirlo en público. ¡Debería probar en uno de esos bares para solteros!».

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