Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (25 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Ekman me enseñó otro fragmento, esta vez de una conferencia de prensa que dio Harold «Kim» Philby en 1955. Aún no se había descubierto que Philby era un espía soviético, pero dos de sus colegas, Donald Maclean y Guy Burgess, acababan de desertar a la Unión Soviética. Philby aparecía con traje oscuro y camisa blanca. El pelo lo llevaba liso y con raya a la izquierda. La cara reflejaba la altivez de su situación privilegiada.

—Señor Philby —le preguntaba un periodista—, el ministro de Asuntos Exteriores, señor Macmillan, ha afirmado que no hay pruebas de que fuera usted el presunto tercer hombre que se supone pasó información a Burgess y Maclean. ¿Está usted conforme con esa exculpación que le ha concedido?

Philby contestaba con aplomo y con ese tono afectado de la clase alta inglesa:

—Sí, lo estoy.

—Bien, pues si había un tercer hombre, ¿era usted de hecho ese tercer hombre?

—No —respondía Philby con igual convencimiento—. No lo era.

Ekman rebobinó la cinta y volvió a ponerla a cámara lenta. «Mire esto», dijo señalando a la pantalla. «Se le formulan preguntas serias acerca de si ha cometido traición, y en dos ocasiones está a punto de sonreír. Parece el gato que se ha comido al canario». La expresión aparece y desaparece en cuestión de milisegundos. Pero si la velocidad se reduce a la cuarta parte, se ve claramente en su cara: los labios apretados en un gesto de pura petulancia. «Se está divirtiendo, ¿no cree?». Ekman continuó. «Yo lo llamo "el placer de embaucar", la emoción que produce engañar a otras personas». Ekman volvió a poner el vídeo en marcha. «Y hace además otra cosa», dijo. En la pantalla se veía a Philby, que respondía a otra pregunta: «En segundo lugar, el asunto Burgess-Maclean ha suscitado cuestiones de gran… —se detenía un instante— "delicadeza"». Ekman rebobinó hasta el momento en que Philby se detiene y congeló la imagen. «Aquí está», dijo. «Una microexpresión muy sutil de aflicción o desdicha. Sólo se advierte en las cejas; en realidad, sólo en una de ellas». No cabía duda de que la parte interna de la ceja derecha de Philby estaba levantada formando una inequívoca unidad de acción número uno. «Es muy breve», afirmó Ekman «No lo hace de forma voluntaria. Y no se corresponde en absoluto con todo su aplomo y seguridad en sí mismo. Se produce cuando está hablando acerca de Burgess y Maclean, a quienes ha pasado información. Es un punto conflictivo que indica: "No te fíes de lo que oigas"».

Lo que describe Ekman, en un sentido muy real, es la base fisiológica de cómo extraemos conclusiones sobre otras personas a partir de la selección de unos cuantos datos significativos. Todos podemos leer el pensamiento sin esfuerzo y automáticamente, porque las claves que necesitamos para comprender a alguien o alguna situación social están allí mismo, en las caras de los que tenemos delante. Tal vez no seamos capaces de leer las caras tan bien como lo hacen Paul Ekman o Silvan Tomkins, ni de percibir momentos tan sutiles como la transformación de Kato Kaelin en un perro gruñón. Pero en una cara hay suficiente información como para poder hacer lectura del pensamiento a diario. Cuando alguien nos dice: «Te quiero», miramos de inmediato y directamente a la persona que nos lo ha dicho, ya que, al ver la cara, podemos saber —o al menos saber mucho más— si el sentimiento es auténtico o no. ¿Vemos ternura y placer? ¿O advertimos una fugaz microexpresión de aflicción y desdicha que recorre esa cara? Un bebé nos mira a la cara si le cogemos las manos entre las nuestras, porque sabe que en nuestra cara puede encontrar la explicación. En ese momento, ¿qué es lo que hacemos, contraemos las unidades número seis y doce (el orbicular de los ojos en combinación con el cigomático mayor) en señal de felicidad? ¿O contraemos las unidades una, dos, cuatro, cinco y veinte (la porción media del frontal; la porción lateral del frontal, el supercilar, el elevador del párpado superior y el risorio) en lo que incluso un niño interpretaría intuitivamente como clara señal de temor? Todos estos complicados cálculos sabemos hacerlos muy bien y a la velocidad del rayo. Los hacemos todos los días, sin pensar. Y ése es el enigma del caso de Amadou Diallo, porque la madrugada del 4 de febrero de 1999, Sean Carroll y sus compañeros policías fueron incapaces, por alguna razón, de hacerlo. Diallo era inocente, era curioso y estaba aterrorizado, y debía de tener cada una de estas emociones escrita en su cara. Aun así, ellos no vieron ninguna. ¿Por qué?

Un hombre, una mujer y un interruptor de la luz

El modelo clásico para comprender lo que significa perder la capacidad de leer el pensamiento es el autismo. En palabras del psicólogo británico Simon Baron-Cohen, cuando una persona es autista, tiene «ceguera mental». Para los auristas es difícil, si no imposible, hacer todas las cosas a las que me he referido hasta ahora como procesos naturales y automáticos para el ser humano. Tienen dificultades para interpretar señales no verbales, como los gestos y las expresiones faciales, o para ponerse en lugar de otro o para extraer algún significado de las palabras que no sea el literal. Ellos tienen el aparato que activa las primeras impresiones básicamente inhabilitado, y la forma en que ven el mundo nos proporciona una buena idea de lo que sucede cuando fallan nuestras facultades para leer el pensamiento.

Uno de los mayores expertos del país en materia de autismo es un hombre llamado Ami Klin. Es profesor del Child Study Center [Centro para el Estudio de la Infancia] de la Universidad de Yale en New Haven, donde tiene un paciente, a quien llamaremos Peter, al que lleva años estudiando. Peter tiene cuarenta y tantos años. Es muy culto, y trabaja y vive sin depender de nadie. «Es una persona que funciona muy bien. Nos vemos todas las semanas y hablamos», explica Klin. «Se expresa perfectamente, pero carece de intuición acerca de las cosas, así que me necesita para que yo le defina el mundo». Klin, que tiene un parecido sorprendente con el actor Martin Short, es medio israelí y medio brasileño, lo que naturalmente da un acento peculiar a su forma de hablar. Lleva años tratando a Peter, y no habla de la enfermedad de éste con condescendencia ni distancia, sino con total naturalidad, como si se estuviera refiriendo a un tic del carácter sin importancia. «Hablo con él todas las semanas, y la sensación que me produce es que yo podría hacer cualquier cosa mientras estoy con él: hurgarme la nariz, bajarme los pantalones, llevarme trabajo y aprovechar para hacerlo… Aunque me mira, no me da la sensación de que me está escrutando o vigilando. Está muy atento a lo que digo. Las palabras significan mucho para él. Pero no advierte en absoluto que mis palabras tienen un contexto formado por expresiones faciales y señales no verbales. Cualquier cosa que suceda dentro de la mente, es decir, que no pueda observar directamente, para él es un problema. Entonces, ¿soy su terapeuta? En realidad, no. La terapia normal se basa en la capacidad de las personas para percibir sus propias motivaciones. Pero con él, esa percepción no nos llevaría muy lejos. De modo que soy más bien el que le resuelve los problemas».

Una de las cosas que Klin deseaba descubrir al hablar con Peter era cómo interpreta el mundo alguien con esa enfermedad, para lo que él y sus colaboradores idearon un ingenioso experimento. Decidieron que proyectarían una película ante Peter y observarían en qué dirección movía los ojos mientras miraba la pantalla. La película que escogieron fue una versión cinematográfica, de 1966, de la obra de teatro titulada
¿Quién teme a Virginia Woolf?
, de Edward Albee. Los protagonistas son Richard Burton y Elizabeth Taylor, que hacen los papeles de marido y mujer que invitan a una pareja mucho más joven, interpretada por George Segal y Sandy Dennis, a lo que se convierte al final en una noche intensa y agotadora. «Es mi pieza teatral favorita, y la película me encanta. Me gusta mucho Richard Burton y me gusta mucho Elizabeth Taylor», explica Klin, y para lo que él intentaba hacer, la película era perfecta. A los auristas les obsesionan los objetos mecánicos, pero en este caso se trataba de una película que seguía con gran fidelidad el diseño austero y centrado en los actores de la pieza teatral. «La contención es enorme en la obra», afirma Klin. «Trata de cuatro personas y sus mentes. Y hay en ella muy pocos detalles inanimados que distraerían a un aurista. Si hubiera optado por
Terminator II
, en la que el protagonista es un arma de fuego, no hubiera conseguido esos resultados. En la obra que elegí, todo es interacción social intensa e interesante en muchos niveles de significado, emoción y expresión. A lo que intentamos llegar es a la búsqueda de significado que realizan las personas. Por eso escogí
¿Quién teme a Virginia Woolf?
Lo que me interesaba era poder ver el mundo a través de los ojos de una persona aurista».

Klin colocó a Peter un casco con un dispositivo muy simple, aunque potente, que permitía seguir el movimiento de los ojos mediante dos cámaras diminutas. Una de ellas grababa el movimiento de la fóvea, o parte central del ojo, de Peter. La otra grababa todo lo que miraba Peter, y, después, ambas imágenes se superponían. Eso significaba que en cada fotograma Klin podía trazar una línea que reflejara dónde estaba mirando Peter en ese momento. Por otra parte, hizo que la película la vieran también personas no auristas, y comparó los movimientos oculares de éstas con los de Peter. Hay una escena en la que Nick (George Segal), que está intentando resultar agradable con su conversación, señala en dirección a la pared del estudio del anfitrión George (Richard Burton) y le pregunta: «¿Quién ha pintado ese cuadro?». Tanto ustedes como yo veríamos la escena de una manera bastante sencilla: dirigiríamos la mirada en la dirección que señala Nick, la posaríamos en el cuadro, volveríamos a los ojos de George para saber su respuesta y, después, a la cara de Nick para ver cómo reacciona. Todo eso tiene lugar en una fracción de segundo, y en las imágenes de exploración visual de Klin, la línea que representa la mirada de un espectador normal forma un triángulo bien delimitado y nítido cuyos vértices serían Nick, el cuadro y George. Ahora bien, la figura que resulta de la mirada de Peter es un poco diferente. Comienza por los alrededores del cuello de Nick. Pero no sigue la dirección que señala el brazo de éste, ya que si uno desea interpretar un gesto de señal necesita, si se piensa en ello, introducirse instantáneamente en la mente de la persona que señala. Necesita leerle el pensamiento, algo que, desde luego, los autistas no pueden hacer. «Los niños responden a los gestos para señalar alguna cosa cuando tienen unos doce meses», dijo Klin. «Este hombre, con cuarenta y dos años y siendo muy brillante, no lo hace. Ese tipo de señales las aprenden los niños de manera natural, pero él, sencillamente no las capta».

Entonces, ¿qué hace Peter? Él oye las palabras «cuadro» y «pared», así que busca cuadros en la pared. Pero hay tres en esa parte. ¿Cuál de ellos es? Las imágenes de exploración visual de Klin muestran que Peter dirige la mirada frenéticamente de una a otra. Entre tanto, la conversación ya va por otros derroteros. La única manera de que Peter hubiera comprendido esa escena es que Nick hubiera sido absoluta y verbalmente explícito, si hubiera dicho: «¿Quién ha pintado ese cuadro del hombre y el perro que hay a la izquierda?». En cualquier entorno que no sea totalmente literal, un autista está perdido.

Hay otra lección esencial en esa escena. Los espectadores normales miraron a los ojos de George y Nick mientras éstos conversaban, y lo hicieron porque cuando las personas hablan, escuchamos las palabras que dicen y las miramos a los ojos para asimilar todos esos matices expresivos que tan minuciosamente ha catalogado Ekman. Pero Peter no miró a los ojos de nadie en esa escena. En otro momento fundamental de la película, cuando, de hecho, George y Martha (Elizabeth Taylor) están fundidos en un apasionado abrazo, Peter no miró a los ojos de la pareja que se besaba —lo que habríamos hecho ustedes o yo—, sino al interruptor de la luz que se ve en la pared que tienen detrás. Y no se debe a que Peter esté en contra de las personas o a que le repugne la idea de las relaciones íntimas. Se debe a que, si no se es capaz de leer el pensamiento, es decir, si uno no puede ponerse en la mente de otro, no se gana nada especial al mirar caras y ojos.

Uno de los colegas de Klin en Yale, Robert T. Schultz, en una ocasión realizó un experimento con lo que se llama una FMRI (imagen funcional por resonancia magnética), un escáner del cerebro muy complejo que permite ver el recorrido de la sangre en el cerebro en un momento determinado y, en consecuencia, qué parte del cerebro se está usando. Schultz colocaba a las personas en la máquina de FMRI y les pedía que hicieran una labor muy sencilla: se les mostraban pares de caras o de objetos (como sillas o martillos) y ellos tenían que pulsar un botón según les pareciera que los pares eran iguales o diferentes.

Las personas normales, al mirar las caras, usaban una zona del cerebro llamada circunvolución fusiforme, que es una parte increíblemente compleja del
software
cerebral que nos permite hacer distinciones entre los casi miles de caras que conocemos. (Imagínense la cara de Marilyn Monroe. ¿Ya? Acaban de usar la circunvolución fusiforme). Ahora bien, cuando los participantes normales vieron la silla, usaron una parte completamente distinta y menos poderosa del cerebro, la circunvolución temporal inferior, reservada, por lo común, a los objetos. (La diferencia en la complejidad de esas dos regiones explica por qué pueden reconocer a una compañera suya del colegio al cabo de cuarenta años, pero tienen dificultad en reconocer su maleta en la cinta transportadora del aeropuerto). Sin embargo, cuando Schultz repitió el experimento con personas autistas, descubrió que habían usado la zona que reconoce objetos tanto para las caras como para las sillas. En otras palabras, en el nivel neurológico más básico, para un aurista una cara no es más que otro objeto. He aquí una de las primeras descripciones de un paciente aurista en la literatura médica: «Nunca miraba a la cara de las personas. Cuando tenía cualquier trato con personas, las trataba (más que a ellas, a partes de ellas) como si fueran objetos. Una mano le servía de guía. Cuando jugaba, se golpeaba la cabeza contra su madre como había hecho ya en otras ocasiones contra una almohada. Permitía que la mano de su madre le vistiera, sin prestarle la más mínima atención a ella».

En cualquier caso, cuando Peter vio la escena en que Martha y George se besan, sus caras no atrajeron automáticamente su atención. Lo que vio fueron tres objetos: un hombre, una mujer y un interruptor de la luz. ¿Y qué es lo que prefirió? Según parece, el interruptor. «Sé que para Peter, los interruptores de la luz han sido importantes en su vida», dice Klin. «Cuando ve uno, se va derecho hacia él. Es como si un experto en Matisse estuviera mirando muchos cuadros y, de pronto, dijera:
"Ahí
está el Matisse". Lo que Peter dice es:
"Ahí
está el interruptor". Lo que busca es el significado, la organización. No le gusta la confusión. A todos nos atrae lo que significa algo para nosotros y, para la mayoría, son las personas. Pero si a las personas no les encuentras significado, entonces buscas algo que lo tenga».

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