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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (15 page)

BOOK: Infierno
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Pero fue el inmenso valle lo que paralizó la atención de Índigo y eclipsó por completo el dramático cráter: al bajar la mirada hacia él hubiera fácilmente creído que contemplaba una escena inspirada en el infierno.

Se veía luz abajo: la sulfurosa luz amarillenta de las antorchas que se hallaban colocadas en lo alto de postes de hierro, un centenar o más de ardientes faros de luz. Y éstos iluminaban un caos hirviente y humeante de niebla mezclada con humo, de vapores y de agotadora actividad. Formas enormes y anormales surgían del miasma; masivos entramados de puntales y vigas, grandes pescantes de hierro que se alzaban hacia el cielo como monstruos sobrenaturales, plataformas móviles, sostenidas por titánicas ruedas, que traían a la mente imágenes de creaciones prehistóricas de pesadilla. Y, apenas visibles por entre aquella nube de humo, brigadas de figuras humanas trabajaban en medio de aquella neblina repugnante y de su resplandor fantasmagórico, como habitantes irracionales de un enorme hormiguero.

La roca vibraba bajo los pies de Índigo. Antes no se había dado cuenta de ello, pero ahora lo percibía: un gigantesco y subterráneo latido por debajo de la capacidad auditiva, que palpitaba en la montaña como un fantasmal e irregular corazón. Estaban contra el viento que soplaba del valle y el ruido de las minas se alejaba de ellos; pero el sordo tronar subterráneo le dijo a la muchacha que, desde algún lugar más cercano, aquel caos de sonido haría temblar la tierra.

Sintió la mano de Jasker sobre su hombro y notó que había empezado a tiritar de forma incontrolada. Se sobrepuso con un esfuerzo, para luego mirar con atención más allá del humo, de la maquinaria y de las diminutas figuras que trabajaban sin cesar, en dirección a la parte más lejana del valle. Allí había también más máquinas, extrañas siluetas que vomitaban nubes de vapor hirviendo saturado de colores nauseabundos. Detrás de ellas, el rugiente calor que emanaba de tres gigantescos hornos al rojo vivo teñía la noche, reflejándose violentamente en las brillantes aguas del río que cruzaba el valle en su viaje hacia el sur.

Y más allá de los hornos, de las máquinas y del río, detrás de la imponente pared que cerraba el extremo más lejano de aquel valle volcánico, relucía el lúgubre y fantasmagórico resplandor de aquella misteriosa luz septentrional.

Índigo apretó con fuerza los dedos de Jasker.

—El origen...

—Sí. Está justo detrás de aquella cordillera de allí, en el Valle de Charchad.

La joven apartó la mirada de la turbulenta escena que se desarrollaba a sus pies.
Grimya
seguía con los ojos clavados en las minas y las orejas pegadas a la cabeza, los ojos enrojecidos por el reflejo de la luz. De la mente de la loba no le llegaba ningún pensamiento coherente, sólo una muda sensación de angustia, e Índigo sintió una oleada de amargo remordimiento cuando de nuevo la asaltó la misma sensación de culpa:
Si no hubiera sido por mí...

—Habladme de esto, Jasker. —Su voz sonaba ronca a causa de la furia contenida—. Contadme qué es esa cosa y cómo nació.

El hechicero miraba al valle otra vez. Al cabo de unos instantes asintió con la cabeza y se agachó sobre una repisa de lava que sobresalía de la ladera. La muchacha siguió su ejemplo, y el hombre inició su historia.

—Hace cinco años se produjo un corrimiento de tierras en uno de los valles más alejados, más allá de aquella barrera de montañas. El valle recibía el nombre de Charchad; no hacía mucho se habían descubierto allí varias vetas de cobre muy prometedoras, y había muchos hombres: mineros concesionarios, en su mayoría, aunque algunos de los consorcios más importantes empezaban a interesarse, haciendo prospecciones para ver hasta dónde llegaban los filones. Sea como fuere, el valle se derrumbó, y se abrió un pozo enorme en su fondo. —La miró de soslayo—. El pozo relucía. No como una hoguera o como un horno, sino con un cegador brillo verde. Hablé con algunos de los que fueron a verlo durante los primeros días después de su aparición, y me dijeron que era como si el mismo sol hubiera caído a la tierra; no podían mirarlo directamente. —Se detuvo y se pasó la lengua por los resecos labios—. Algunos lo intentaron y, como resultado, se quedaron ciegos.

—¿Y los hombres que trabajaban en el valle? —preguntó Índigo.

—En un principio se creyó que nadie había sobrevivido a la catástrofe. Nos llamaron a nosotros, los sacerdotes, para que rezáramos por el alma de los muertos y los ayudásemos a llegar cuanto antes a los brazos de Ranaya. —Jasker se estremeció—. Hubo tanto dolor, tanta aflicción... En aquel momento pensé que nunca volvería a presenciar tanta desgracia. Si hubiera sabido lo que iba a suceder después... —El hombre lanzó un suspiro, luego su expresión se endureció—. Pero hubo un superviviente: un individuo llamado Aszareel. Salió del valle al día siguiente del desastre, y llevaba una vara hecha de una sustancia que nadie había visto nunca. Un mineral brillante, una cosa que relucía con un frío resplandor verdoso. No tenía ni un rasguño. Y fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido, lo que hubiera experimentado en aquel lugar, yo, por lo menos, creo que ya no era un ser humano.

»Aszareel anunció que había tenido una revelación. El pozo, dijo, era la fuente de un nuevo poder en la región: el poder de Charchad, y él era el avatar elegido. Su milagrosa supervivencia probaba las intenciones de Charchad; éste le había ordenado que regresara y exigiera que todos le juraran lealtad. Aquellos que no lo hicieran, dijo Aszareel, serían condenados para siempre.

Índigo lo miró de hito en hito.

—¿Y la gente le
creyó?

Jasker sonrió gravemente.

—Lo que fuera que cambió a Aszareel le proporcionó también un carisma que resultaba increíble. Vi al hombre en varias ocasiones: era como un torbellino. Índigo; un torbellino de intensa energía que atraía las miradas y las mentes, incluso quizá los espíritus, de todos los que se cruzaban en su camino. Si todos los hombres, mujeres y niños de Vesinum se hubieran arrojado a sus pies no me habría asombrado.

»Pero no fue así. Con carisma o sin él, se necesitó algo más que Aszareel para apartar a los mineros y a sus familias de Ranaya. Hubo algunos, desde luego, que se contagiaron de su entusiasmo desde el principio, pero su número era reducido... hasta que empezaron las enfermedades y las muertes.

La joven inspeccionó de nuevo el valle. La noche había caído por completo ahora, aunque el paisaje quedaba teñido por el resplandor mortecino de las antorchas, el brillo de los hornos de fundición y el macilento fulgor que emanaba del lejano valle de Charchad.

—Empezó con los hombres que trabajaban en los accesos de las minas de las laderas situadas más al norte —continuó Jasker—. Sus cuerpos se deformaron, la piel se les caía, los ojos se les pudrían en las cuencas. Ningún médico podía ayudarlos. Luego, los que trabajaban en los hornos empezaron a sucumbir. Las aves y los insectos desaparecieron; los animales morían o sufrían procesos de mutación. La hierba dejó de crecer. Y la gente se asustó. Mineros y fundidores se negaron a trabajar en las montañas, y durante un tiempo pareció como si todos los trabajos fueran a abandonarse por falta de hombres dispuestos a desempeñarlos.

»Pero entonces Aszareel empezó a predicar en Vesinum. Declaró que aquella enfermedad no era una plaga, sino una bendición; que los que caían víctimas de ella eran los predilectos de Charchad, porque tenían la fe y el valor de desafiar a los valles donde sus cobardes compañeros habían fracasado. Empezó a demostrar poderes —eran trucos de prestidigitador, apenas dignos de un neófito, pero que para el ignorante, el supersticioso y el atemorizado resultaban más que suficiente— que, según dijo, eran el regalo de Charchad a los favorecidos. Y exhortó a los mineros a regresar a las montañas, a ofrecer sus mentes y cuerpos a la gloria del nuevo poder y de esta forma salvarse. —Se interrumpió, luego se volvió y escupió de forma deliberada sobre la piedra a algunos centímetros de distancia.

»¿Qué elección tenían estos hombres? Sin las minas, sin mineral para fundir y vender, su única perspectiva era morir de hambre. Sin embargo, si regresaban, si se exponían a lo que existía en el valle de Charchad, ellos también enfermarían o sufrirían mutaciones. De modo que empezaron a creer lo que Aszareel les había dicho; que la enfermedad era una señal de bendición, que mediante el sufrimiento serían elevados, transformados,
salvados.
Se vieron obligados a creerle, ya que era su única esperanza.

Índigo asintió con la cabeza. Seguía con la vista fija en el valle, aunque sus ojos no miraban nada en concreto.

—Así que el culto creció —dijo en voz baja.

—No creció simplemente; entró en erupción. Los mineros regresaron al valle y dieron de comer a sus familias; y cuando la enfermedad los azotó y sus hijos nacieron mutantes, escucharon a Aszareel y a sus acólitos, que les decían que ellos eran los elegidos. A los que disentían se los hizo callar a gritos; y antes de que pasara mucho tiempo el culto era lo bastante fuerte para empezar a
exigir
lealtad. —Los labios de Jasker se contrajeron—. Siempre existen oportunistas, hombres que se aferrarían a cualquier posibilidad de obtener poder sobre sus compatriotas para su propia exaltación. A Aszareel no le faltaron lugartenientes que continuaran su causa con el más ardiente celo.

Con un aguijonazo de repugnancia. Índigo recordó al capataz, Quinas. Empezó a decir:

—Había un hombre que encontré...

Pero se interrumpió en mitad de la frase, cuando un rayo de una luz intensísima iluminó de repente la cara de la Vieja Maia a sus pies.
Grimya
lanzó un aullido de alarma. La joven maldijo en voz alta y se echó hacia atrás involuntariamente cuando la luz pasó rozando junto a ellos y recorrió las laderas superiores del volcán. Por un instante la montaña bostezó como un monstruo al que se acabara de despertar bajo la luz del rayo; luego ésta se desvaneció.

—¡Que Ranaya incinere sus huesos: están barriendo las montañas! —Jasker gateó hacia atrás y se tumbó plano sobre el suelo; al ver que Índigo parecía estar a punto de ponerse en pie la agarró por el brazo y tiró de ella con fuerza—. ¡Echaos al suelo! ¿Queréis que os vean?

Un segundo rayo acuchilló la noche, más arriba esta vez. La muchacha lo vio venir y agachó la cabeza justo un momento antes de que brillara sobre el lugar donde ella había estado de pie.
Grimya gruñó, y
los pelos se le erizaron en actitud defensiva; Índigo miró al hechicero.

—En el nombre de la Madre, ¿qué demonios era eso?

—Están dirigiendo haces de luz hacia las montañas, para descubrir si hay alguien en sus cimas.

—¿Haces de luz? —preguntó incrédula—. Pero ¿cómo pueden hacerlo?

Un nuevo y resplandeciente rayo atravesó la oscuridad. Índigo se agachó y se pegó al suelo instintivamente, pero esta vez la luz barrió en dirección este, pasando por alto el lugar donde se encontraban.

—Mirad con atención el círculo exterior de antorchas —repuso Jasker—. Junto a cada una de ellas veréis un enorme disco de metal... ¡Ahí! —Un nuevo rayo hizo su aparición e inició su vacilante búsqueda—. ¿Lo veis? Están hechos de cobre muy pulimentado, y los utilizan para reflejar la luz sobre las rocas.

Tuvo el tiempo justo de vislumbrar una momentánea refracción cegadora cuando el resplandor de la antorcha cayó sobre una gigantesca lámina de metal, allá abajo. Los discos giraban —apenas era posible distinguir las diminutas y esforzadas figuras que giraban alrededor del gran cabrestante—, y se dio cuenta de que la escala de aquellas cosas debía de ser enorme si podían enviar la luz con tanta fuerza y a tanta distancia.

—Pero no tiene el menor sentido —dijo—. ¡Aunque los haces de luz revelaran la presencia de alguien en las montañas, no podrían esperar verlo desde tan lejos!

—Oh, claro que podrían. Con la gran lente. —Y al advertir su expresión de desconcierto, se removió en el sitio y hurgó en su cintura hasta que consiguió desenganchar lo que parecía un cilindro de latón.

Índigo lo había visto colgar de su cinturón cuando abandonaron la caverna, pero no le había concedido demasiada importancia, dando por sentado que se trataría de algún símbolo sacerdotal: una enseña de su cargo, quizás.

Ahora, no obstante, lo contempló con más atención, y dio un brinco de sorpresa cuando Jasker hizo girar un extremo del cilindro
y
extrajo otro interior, que dobló la longitud del instrumento.

—Un catalejo —dijo—. ¿Seguro que habéis visto alguno antes? Si se sostiene frente al ojo le permite a uno ver objetos que están muy lejos.

Aquello le trajo a la memoria un viejo recuerdo: una curiosidad que su padre había recibido en una ocasión como regalo por parte de los parientes de su madre, en el este. Un pequeño tubo de plata, con filigranas y piedras preciosas incrustadas... Lo llamaban de otra manera, pero el principio era el mismo. El rey Kalig lo había considerado tan sólo un juguete complicado, sin el menor valor práctico; para cuando uno hubiera acabado de ajustarlo, enfocarlo y encontrar lo que buscaba —había dicho—, la presa probablemente estaría ya a más de un kilómetro del alcance de las flechas. No obstante, lo había conservado, ya que no deseaba parecer descortés ante los parientes de su esposa; pero jamás lo había utilizado, ni tampoco había permitido a sus hijos que jugaran con él, por si perjudicaba la salud de sus ojos.

—He visto uno, sí —respondió Índigo.

—Bien, pues imaginad la misma cosa pero a una escala enorme. Un tubo tan largo como la estatura de un hombre, montado sobre una mesa que puede girar. —Hizo una mueca—. Podrían distinguir una mosca sobre la ladera de la Vieja Maia con eso, si aún quedaran moscas.

Pero ella todavía no lo comprendía del todo.

—Pero ¿por qué quieren escudriñar las montañas? Ya sé que no les gusta la presencia de intrusos, pero...

—Los intrusos no tienen nada que ver con ello. Es a sus propios hombres a quienes vigilan, a los mineros que intentan huir.

—¿Huir?

El rostro de Jasker tenía una expresión severa.

—Ya os he dicho que el Charchad es ahora lo bastante poderoso como para obtener conversos por la fuerza allí donde la persuasión fracasa. Todavía existen algunos que aman a Ranaya y se niegan a jurar lealtad a la monstruosidad de ese valle, hombres como el esposo de Chrysiva. Pero ahora que toda pretensión de libre albedrío ha sido dejada de lado, tales «infieles» se ven obligados a trabajar junto a sus compañeros quieran o no. Unos pocos tienen el valor de intentar escapar. Ninguno, por lo que yo sé, lo ha conseguido aún.

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