Angélica parte a Marsella tras la pista de su marido. Ahora sabe que sobrevivió al accidente cuando lo trasladaban a prisión, después de su “muerte fingida” en la hoguera. El Rey ha prohibido que salga de París, y la sigue la policía. Aún así consigue embarcar hacia Candía, hacia donde se encamina la siguiente pista de su marido. En el camino son asaltados por el pirata El Rescator, y después un motín de los Galeotes la lleva hasta otro pirata. Ahora es una esclava.Vendida como esclava, en una subasta, consigue escapar, para de nuevo caer en las manos del Rey de Marruecos. Allí en su harén la libertad será más difícil, pero nada consigue quebrantar su espíritu.
Anne Golon & Serge Golon
Indomable Angélica
Angélica - 04
ePUB v1.0
elchamaco06.09.12
Título original:
Angélique and the Sultan (alternative title, Angélique in Barbary)
Anne Golon & Serge Golon, 1968.
Traducción: Julio Gómez de la Serna
Diseño/retoque portada: elchamaco
Editor original: elchamaco (v1.0)
ePub base v2.0
La carroza del comisario adjunto de policía monsieur Desgrez franqueó la puerta cochera de su hotel particular y dio despacio la vuelta, cabeceando sobre los gruesos adoquines de la calle de la Commanderie, en el barrio de Saint-Germain. Era un vehículo sin lujo pero de aspecto opulento, con su madera oscura labrada, los suficientes galones de oro en las cortinillas de las portezuelas, a menudo corridas, un tronco de caballos píos, cochero y lacayo; el vehículo, en fin, de un magistrado de renombre más rico de lo que quiere aparentar, y a quien su vecindad sólo le reprochaba el no estar casado. Un hombre como él, apuesto, ya que frecuentaba lo mejor de la sociedad, estaba obligado a vivir junto a una de esas hijas de grandes burgueses, discretas, capaces, virtuosas, que madres rígidas y padres tiránicos fabricaban a la sombra de aquellas mismas mansiones del barrio de Saint-Germain. Pero el amable y mordaz monsieur Desgrez no parecía tener prisa: demasiadas mujeres vistosas y numerosos personajes sospechosos se mezclaban, a la puerta de su hotel, con los encopetados visitantes que ostentaban los apellidos más preclaros del reino.
La carroza rechinó un poco al pasar cruzando sobre el arroyo abierto en medio de la calzada, y las herraduras de los caballos resbalaron, mientras el cochero volvía a colocarlos en el sentido de la calle. Los numerosos viandantes que aún vagaban ociosos en la penumbra sofocante de aquella noche de verano, se adosaron dócilmente a los muros.
En aquel momento, una mujer con el rostro oculto por un antifaz y que parecía estar esperando se acercó a la carroza y aprovechando que ésta giraba lentamente se inclinó hacia la ventanilla abierta a causa del calor.
—Maese Desgrez —dijo con gracejo— ¿me permitís subir a vuestro lado y pediros unos instantes de conversación?
El policía, sumido en profunda meditación sobre el resultado de una indagatoria reciente, se sobresaltó y su rostro expresó, acto seguido, la mayor cólera. No tuvo necesidad de rogar a la desconocida que se quitase el antifaz para reconocer a Angélica.
—¿Vos? —gruñó furioso—. ¿No entendéis acaso el francés? Os dije que no quería veros nunca más.
—Sí, ya lo sé, pero se trata en verdad de algo muy importante y sólo vos podéis ayudarme, Desgrez. He vacilado, he reflexionado, pero siempre con esta conclusión: sólo vos podéis ayudarme.
—¡Y yo os he dicho ya que no quería volver a veros! —repitió Desgrez, apretando los dientes, con una violencia poco habitual en él.
Cínico y duro, Desgrez controlaba siempre sus primeros impulsos. Pero, ahora, de pronto, ya no pudo dominarse. Angélica no esperaba aquella explosión. Sabía muy bien que comenzaría despidiéndola porque con aquel paso, ella rompía la casi promesa que le hizo de no importunarle más. Pero pensándolo con detenimiento habíase dicho que lo que supo por el Rey era lo bastante excepcional para mostrarse comedida con el corazón coriáceo de un policía, aunque estuviera enamorado. Le necesitaba por encima de todo. Sin embargo, a ella no le extrañó que al presentarse en casa de Desgrez le hubieran dicho por dos veces que el señor Comisario adjunto no estaba y que tenía escasas probabilidades de estar la próxima vez que ella apareciera por allí. Por eso, acechó el instante propicio para hablarle directamente, persuadida de que acabaría por escucharla, y por ceder.
—Es muy importante, Desgrez —suplicó Angélica a media voz— mi marido vive…
—Ya os he dicho que no quería veros nunca más —repitió Desgrez por tercera vez— tenéis suficientes amigos que pueden ocuparse de vos y de vuestro marido vivo o muerto. Y ahora, soltad la portezuela, los caballos van a arrancar.
—No, no la soltaré —dijo Angélica irritada—, vuestros caballos me arrastrarán sobre el empedrado, pero será preciso que acabéis por escucharme.
—¡Soltad la portezuela!
La voz de Desgrez sonó perversa y rotunda. Cogió el bastón y asestó un golpe violento con el puño labrado sobre los dedos crispados de Angélica.
La joven lanzó un grito y soltó el manillar. La carroza adquirió en seguida velocidad. Angélica quedó medio caída de rodillas. Un aguador que había presenciado la escena dijo, burlón, viéndola sacudirse la falda.
—Déjalo por esta noche, guapa, y ponte en razón. Qué quieres, no siempre se puede pescar un pez gordo. Y eso que, según dicen, éste es muy sensible a las chicas bonitas, y ¡pardiez! hay que reconocer que tenías muchas probabilidades. Has escogido mal el momento, y nada más. ¿Quieres un vasito de agua para tranquilizarte? El tiempo está tormentoso, y el gañote seco. Mi agua es pura y saludable. Seis sueldos el vaso.
Angélica se alejó sin responder. Sentíase hondamente ofendida por la incalificable actitud de Desgrez, y su decepción se convertía en tristeza. El egoísmo de los hombres —se decía— supera todo lo imaginable. Comprendía muy bien que aquél deseaba defenderse de los tormentos del amor condenándola a un olvido total, pero ¿no hubiese podido hacer un pequeño esfuerzo, una vez más, cuando ella se encontraba tan desamparada, sin saber a quién dirigirse ni qué solución adoptar?
Sólo Desgrez podía ayudarla. Le había conocido en la época del proceso de Peyrac, al cual había estado él íntimamente mezclado. Era policía y su peculiar manera de ser sabría separar la realidad de las quimeras, plantear las hipótesis, descubrir el punto de partida de una encuesta y ¿quién sabe? tal vez tendría algún conocimiento personal de la extraordinaria historia. ¡Desgrez sabía tantas cosas secretas y enterradas! Las conservaba bien clasificadas en los limbos de su memoria o guardadas en forma de legajos, de informes, en cofres y cajas.
Y además, sin confesárselo, ella necesitaba a Desgrez para eludir el peso terrible de su secreto. ¡No sentirse ya sola con sus esperanzas insensatas, sus trémulas alegrías, que la ráfaga glacial de la duda abatía como llama vacilante! Hablar con él del pasado, del porvenir, aquel abismo desconocido donde quizá estaba para ella la felicidad: «Sabes muy bien que algo te espera allá lejos, en el fondo de tu vida… No vas a renunciar a ello…» Fue Desgrez quien se lo dijo en otro tiempo. Y ahora la rechazaba malignamente.
Tuvo un gesto de pena y de impotencia. Caminaba de prisa, pues llevaba las enaguas cortas y el manto de verano de Janine a fin de mezclarse con mayor facilidad a la multitud y no llamar la atención mientras esperaba a Desgrez ante su hotel. Había estado aguardando tres horas. ¡Y con qué resultado! Caía la noche y los transeúntes escaseaban. Los dos hombres que ella había visto, desde hacía unos días, en los alrededores de su hotel, la seguían. ¿Coincidencia tal vez? Pero Angélica no sabía por qué aquel pazguato de cara rubicunda, que se eternizaba mirando a las musarañas en los parajes del Beautreillis, tenía forzosamente que pasearse hoy por el Puente Nuevo y el barrio de Saint-Germain a aquellas horas de la noche.
«Un admirador, sin duda. Pero resulta irritante. Si continúa sus manejos tres días más encargaré a Malbrant-la-Estocada que le prevenga discretamente de que debe buscar fortuna en otra parte…»
Cerca del Palacio de Justicia encontró una silla de alquiler y un portador de antorcha. Los hizo detenerse en el malecón de los Agustinos, ya a dos pasos de la puertecita de su invernadero. Cuando hubo entrado, cruzó el recinto en donde se intensificaba el aroma de las naranjas aún verdes, que en racimos numerosos, colgaban de las ramas de los delicados arbustos, en sus tiestos plateados. Pasó cerca del pozo medieval, con quimeras de piedra, y subió furtivamente la escalera.
En su estancia, ardía una luz junto a su secreter de ébano y nácar. Allí fue a sentarse, con un suspiro de fatiga. Con brusco movimiento, se quitó los escarpines. Sus pies estaban recalentados. Había perdido la costumbre de andar por las callejas de adoquines desiguales y, con el calor, el cuero ordinario de los zapatos de su sirvienta habíale lastimado. «Soy menos sufrida que en otro tiempo. Y, sin embargo, tengo que viajar en condiciones difíciles…»
La idea de su partida la obsesionaba. Se veía por los caminos, descalza, ¡pobre peregrina del amor en busca de su felicidad perdida! ¡Partir…! pero ¿adonde?
Entonces, se inclinó largo rato sobre los documentos que le entregara el Rey. Aquellas hojas, manchadas por el tiempo, llenas de sellos y firmas, eran la única realidad palpable de la increíble revelación. Cuando la impresión de haber soñado la sobrecogía, volvía a leerlas. Y así se enteraba de que el señor Arnaud de Calistére, teniente de los mosqueteros del rey, había sido encargado por el propio monarca de una misión sobre la que juró guardar el mayor secreto. Nombraba a los seis compañeros escogidos para ayudarle, mosqueteros todos en los regimientos de Su Majestad, conocidos por su fidelidad al Rey y su mutismo. Para conseguir su silencio, no habría necesidad de cortarles la lengua, como en los tiempos antiguos. Otra hoja, redactada con sumo cuidado por el señor de Calistére, indicaba la lista de los gastos ocasionados por aquella misión:
20 libras por alquiler del figón de la Viña Azul, la mañana de la ejecución.
30 libras por el secreto que se exigió al dueño de aquella taberna, maese Gilbert.
10 libras por la compra de un cadáver en la Morgue destinado a ser quemado en lugar del reo.
20 libras por el silencio que fue exigido a los dos mozos que entregaron el cuerpo.
50 libras para el verdugo y el precio del secreto exigido.
10 libras por la barcaza cargada con una hacina, alquilada, a fin de transportar al prisionero desde el puerto de Saint-Landry hasta las afueras de París.
10 libras por el secreto exigido a los bateleros.
5 libras por los perros alquilados a fin de buscar al prisionero después de su evasión…
Aquí, el corazón de Angélica empezaba a latir aceleradamente.
10 libras por el silencio que se exigió a los granjeros que habían alquilado sus perros y ayudado a dragar el río.
Total 165 libras.
Angélica eludía las cifras del minucioso Arnaud de Calistére y se inclinaba sobre el informe que éste había redactado con pluma presurosa:
…«Hacia la medianoche, río abajo de Nanterre, la barcaza que nos transportaba con el prisionero se detuvo y ancló en la orilla. Cada uno de nosotros hizo un corto descanso; dejé un centinela junto al prisionero. Este, desde el momento en que lo recibimos de manos del verdugo no había dado señales de vida. Tuvimos que transportarle a lo largo del subterráneo que llevaba, desde la cueva de la Viña Azul, al puerto. Desde entonces yacía en la barcaza respirando apenas…»