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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (5 page)

BOOK: Indomable Angelica
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—¿Y por qué he de vender mi puesto? —preguntaba Florimond—. ¿Me habéis encontrado un empleo mejor? ¿Volveré a Versalles? Estaba bien considerado en Saint-Cloud y
Monsieur
[1]
había advertido mi celo.

Lanzando gritos de alegría, Charles-Henri acudió. Adoraba a su hermano mayor y éste le correspondía. Cada vez que venía a París, se encargaba del pequeño, haciéndole cabalgar sobre sus hombros y poniéndole su espada en la mano. Una vez más, Florimond se extasió ante la lindeza de Charles-Henri.

—Mamá, ¿verdad que es el niño más guapo del mundo? Merecería ser Delfín en lugar del verdadero, que es tan palurdo.

—No hables así, Florimond —aconsejó el abate de Lesdiguiéres.

Angélica apartó sus ojos del cuadro que formaban sus dos hijos. Charles-Henri, rubio, sonrosado y rollizo, alzando sus ojos azules hacia los doce años del moreno Florimond. Experimentaba un sentimiento mitigado de pena y de impotencia cuando su mirada caía sobre la cabeza rizosa del hijo de Philippe. ¿Por qué accedió a aquel casamiento? Joffrey de Peyrac había enviado un emisario para buscarla, sabiendo por éste que se había vuelto a casar. Era una situación espantosa y sin salida. ¡Dios no debía permitir que se hicieran cosas semejantes!

Ocultó cuidadosamente sus preparativos de partida. Mandaría a Charles-Henri con Barbe y sus criados al Plessis, en Poitou. El Rey, por colérico que estuviera, no se atrevería a arremeter contra el niño y los bienes del Mariscal. Respecto a Florimond, tenía ella otros proyectos, más secretos. «¿Me guardará tanto rencor el Rey? —se decía para tranquilizarse—. Sí, porque le habré desobedecido. Pero, ¿podrá reprocharme durante mucho tiempo un simple viaje a Marsella? Volveré…»

A fin de desviar las sospechas y de dar pruebas aparentes de su docilidad, llamó a su hermano Gontran. Por fin, diponía ella de tiempo para que hiciese el retrato de sus hijos. Mientras revisaba las cuentas fastidiosas para dejar todos sus asuntos en orden, oía a Florimond inventar mil fantasías para conseguir que el benjamín se estuviese quieto.

—Angelito de sonrisa de querubín. Sois muy lindo. «Comilón grueso como un canónigo: Sois muy lindo» —recitaba él parodiando las letanías.

Y la voz del abate de Lesdiguiéres:

—Florimond, no debéis bromear con estas cosas. Hay en vos cierto espíritu libertino que me inquieta.

Florimond, indiferente, canturreaba:

—Corderito de lana rizada, que pace bombones. Sois muy lindo. Fueguito fatuo travieso. Sois muy lindo…

Charles-Henri se reía a carcajadas.

Gontran gruñía como de costumbre y sobre el lienzo surgían aquellas cabezas morena y rubia de los hijos de Angélica, Florimond de Peyrac y Charles-Henri de Plessis-Belliére, en quienes ella reconocía el reflejo de los dos hombres que había amado.

Florimond, ligero como una mariposa, no por eso dejaba de pensar. Un día, vino a buscar a Angélica, ante la chimenea.

—Madre mía —preguntó a quemarropa—, ¿qué sucede? ¿Es que ya no sois la amante del Rey, cuando éste parece que os tiene castigada en París?

—¡Florimond! —exclamó Angélica ofuscada—. ¿Cómo te atreves a mezclarte…?

Florimond sabía la fogosidad de su madre y procuraba no enfrentarse a ella. Sentóse a sus pies en un taburete bajito y alzó hacia Angélica su mirada sombría y brillante cuya seducción conocía.

—¿No sois la amante del Rey? —repitió con una suave sonrisa.

Angélica se preguntó si debía dar fin a la cuestión con una buena bofetada, pero se contuvo a tiempo. Florimond no pensaba mal. Se preguntaba igual que toda la Corte, desde el primer gentilhombre hasta el último de los pajes, en qué acabaría el desafío entre Madame de Montespan y Madame de Plessis-Belliére. Y por ser esta última su madre, se interesaba en aquello de modo especial, porque los rumores del favor regio le habían situado en postura ventajosa junto a sus camaradas. Los cortesanos en ciernes, formados e intrigantes ya, buscaban su amistad. «Mi padre dice que tu madre lo puede todo sobre el Rey —le hizo notar el joven d'Aumale—. ¡Qué suerte tienes! Tu carrera está hecha. Pero no te olvides de los amigos. He sido siempre amable contigo, ¿verdad?» Florimond se pavoneaba, representando el papel de las Eminencias Grises. Había prometido ya el cargo de gran almirante a Bernard de Chateauroux y el de ministro de la Guerra a Philippe d'Aumale. Y ahora, su madre le retiraba bruscamente de la Casa de
Monsieur
, hablaba de vender su puesto de paje y aun ella vivía como una reclusa en París, lejos de Versalles.

—¿Habéis disgustado al Rey? ¿Por qué?

Angélica puso su mano sobre la frente tersa del muchacho, apartando los bucles negros que volvían a caer sin cesar en mechones. Sentía la misma emoción impregnada de melancolía que había experimentado cuando Cantor le pidió ir a la guerra; el asombro de ver, como todas las madres, que sus hijos se habían hecho ya mayores y con ideas propias. Respondió con dulzura a la pregunta de Florimond:

—Sí, he disgustado al Rey y me guarda rencor.

Frunció él las cejas, imitando las expresiones desoladas e inquietas que había observado en los rostros de los cortesanos caídos en desgracia.

—¡Qué catástrofe! ¿Qué va a ser de nosotros? Apostaría a que ha sido de nuevo esa p… de Montespan la que ha hecho alguna de las suyas. ¡La pájara esa!

—¡Florimond!, ¿qué lenguaje es ese?

Florimond se encogió de hombros. Era el lenguaje de las antecámaras regias. Pareció resignarse de pronto, afrontando la situación con la filosofía de quien ha visto ya levantarse y caer muchos frágiles castillos de naipes.

—¿Dicen que vais a marchar de viaje?

—¿Quién dice eso?

—Lo dicen.

—Es muy molesto. No quisiera que mis proyectos se conocieran.

—Os prometo que no se los diré a nadie, pero quisiera, sin embargo, saber qué vais a hacer conmigo, ahora que todo está en contra. ¿Me llevaréis?

Había ella pensado en llevarle y, luego, renunció a ello. La aventura estaba llena de azares. No sabía siquiera cómo iba a poder salir de París. Y en Marsella, ¿qué informes conseguiría del Padre Antonio y hacia qué otra pista la conducirían? Un niño, aun siendo tan avispado como Florimond, podía resultar un estorbo.

—Hijo mío, vas a ser razonable. Lo que tengo que proponerte no es muy divertido. Pero dado que eres ignorante como un borrico, ha llegado el momento de estudiar en serio. Voy a confiarte a tu tío el Jesuita, que ha accedido a hacerte ingresar en uno de los colegios que la Compañía posee en el Poitou. El abate de Lesdiguiéres te acompañará allí y seguirá siendo tu guía y sostén durante mi ausencia.

Había ella ido a visitar al Padre Raymond de Sancé, para rogarle que se ocupase de Florimond y que, llegado el caso, le protegiera.

Como esperaba, Florimond torció el gesto. Estuvo largo rato pensativo, con las cejas fruncidas. Angélica le pasó un brazo por los hombros para ayudarle a digerir la penosa noticia. Se disponía a ensalzarle los goces del estudio y de la camaradería, cuando él levantó la cabeza para declarar secamente:

—Pues si eso es todo lo que me espera, veo muy bien que no tengo más que ir a reunirme con Cantor.

—¡Dios mío, Florimond! —exclamó Angélica trastornada—. No hables así, te lo ruego. ¡Vamos! ¿no tendrás deseos de morir?

—¡Oh, no! —dijo el niño muy sereno.

—Entonces, ¿por qué dices eso de que quieres ir a reunirte con Cantor?

—Porque quiero volver a verle. Empiezo a echarle de menos y yo prefiero también cruzar los mares a entonar el latín con los Jesuítas.

—Pero… Cantor
ha muerto
, Florimond.

Florimond movió la cabeza con firmeza.

—No, ha ido a reunirse con mi padre.

Angélica se sintió palidecer y creyó que perdería el sentido.

—¿Qué… qué dices?

Florimond la miró de frente.

—¡Sí, mi padre…! el otro… ¿Sabéis…? El que quisieron quemar en la Plaza de Gréve.

Angélica se quedó sin habla. Nunca les había dicho nada. Ellos no frecuentaban a los hijos de Hortensia y ésta se hubiera dejado cortar la lengua antes que evocar el terrible escándalo. Había tenido el mayor cuidado en preservarlos de todas las indiscreciones, preguntándose con ansiedad qué les respondería el día en que se enterasen del nombre y de la condición de su verdadero padre. Pero ellos no habían hecho nunca pregunta alguna; y ahora, en aquel momento, se daba ella cuenta de lo insólita que resultaba su conducta. No le habían hecho ninguna pregunta
porque ellos lo sabían
.

—¿Quién te ha hablado de eso?

Con mueca dubitativa, Florimond, queriendo reservar sus efectos, se volvió hacia el fuego y cogió las tenazas de cobre para remover los leños caídos. ¡Qué candida era su madre! ¡Y qué adorable! Durante varios años a Florimond le había parecido muy severa. Le tenía miedo y Cantor lloraba porque ella desaparecía siempre cuando esperaban que iba a venir, por fin, a reír con ellos. Pero desde hacía algún tiempo, él descubría sus debilidades. Habíala visto temblar el día en que Duchesne intentó matarle. Percibió la angustia que ella disimulaba tras su sonrisa y por haber sufrido con las palabras envenenadas que a veces oía respecto a la «futura favorita», sintió nacer en él un sentimiento nuevo que le daba madurez: algún día sería mayor y la protegería.

Florimond hizo bruscamente un gesto encantador. Levantó hacia ella sus manos tendidas y su sonrisa luminosa.

—¡Madre mía…! —murmuró.

Ella estrechó sobre su corazón la cabeza rizosa. No había muchacho más agraciado y encantador en toda la tierra. La seducción innata del conde de Peyrac aparecía ya en él.

—¿Sabes que te pareces mucho a tu padre?

—Sí, lo sé. El viejo Pascalou me lo había dicho.

—¿El viejo Pascalou, dices? ¡Ah! ¿así es como habéis sabido…?

—Sí y no —dijo Florimond, engallándose mucho—. El viejo Pascalou era nuestro amigo. Tocaba el pífano y un pequeño tamboril con cascabeles y nos contaba historias; decía siempre que yo me parecía mucho al gentilhombre maldito que había hecho construir el hotel de Beautreillis. Le había conocido de niño y decía que yo me parecía a él exactamente, salvo que en su mejilla llevaba la huella de un sablazo. Entonces le pedíamos que nos contase aquella vida maravillosa. Era un hombre que lo sabía todo, hasta fabricar oro con polvo. Cantaba de tal manera que los que le escuchaban no podían ya moverse de allí. Venció a todos sus enemigos en duelo. Al final, unos malvados envidiosos lograron encarcelarle y le quemaron en la Plaza de Gréve. Pero Pascalou decía que era tan fuerte que consiguió escaparse, pues él, Pascalou, le había visto cuando volvió aquí, a su hotel, mientras todo el mundo le creía ya quemado en la hoguera. Y Pascalou afirmaba que moriría feliz al pensar que aquel gran hombre que había sido su amo estaba vivo aún.

—Y era verdad, hijo mío. Está vivo. Perfectamente vivo.

—Pero nosotros no supimos durante mucho tiempo que aquel hombre fuera nuestro padre. Le preguntábamos su nombre a Pascalou. Pero él no quería decirlo. Al final nos los reveló muy en secreto: el conde de Peyrac. Recuerdo que aquel día, estábamos solos con él, en la antecocina. Y por donde, Barbe pasó por allí. Oyó lo que hablábamos y se puso blanca, roja, verde, y le dijo a Pascalou que no había que mencionar nunca aquellas cosas tan atroces. O acaso quería que la maldición del padre cayera sobre sus desgraciados hijos, a cuya madre le había costado ya mucho arrancarles de su triste suerte… Hablaba y hablaba. Nosotros no comprendíamos nada y el viejo Pascalou tampoco. Al final, soltó él: «¿Queréis decir, buena mujer, que estos dos niños son sus hijos?» Barbe se quedó con la boca abierta como un pez. Luego, empezó a farfullar, a farfullar. ¡Era divertido…! Pero era muy tonta al pensar que iba a librarse así como así. Ya no cesamos de interrogarla: «¿Quién era nuestro padre, Barbe? ¿Era ese conde de Peyrac?» Un día tuvimos una idea Cantor y yo. La atamos a la silla ante el fuego y le dijimos que si no nos decía la verdad y lo que sabía sobre nuestro verdadero padre, le quemaríamos las plantas de los pies, como hacen los salteadores de caminos…

Angélica lanzó un grito de horror. ¡Era posible! ¡Aquellos niños, aquellas criaturas a quienes se habría absuelto sin confesión…! Florimond se echó a reír, regocijándose ante aquel recuerdo.

—Cuando empezó a sentir la quemadura nos lo dijo todo, pero haciéndonos jurar que no hablaríamos nunca de ello. Y hemos guardado el secreto. Pero nos sentíamos orgullosos y felices de que fuese él nuestro padre y de que se hubiera escapado de aquellos malvados… Entonces a Cantor se le metió en la cabeza irse al mar para buscarle.

—¿Por qué al mar?

—Porque está muy lejos —dijo él con gesto vago.

Se adivinaba que para él, el mar era algo de lo que no tenía una idea muy precisa, pero que se abría sobre verdes paraísos donde se realizaban todos los sueños; y Angélica le comprendía.

—Cantor había compuesto una canción —prosiguió Florimond—. No recuerdo muy bien las palabras pero resultaba muy bonita. Era la historia de nuestro padre. Decía: «Cantaré por todas partes esta canción y habrá gentes que le reconozcan y que me dirán dónde está…»

Angélica sintió que se le oprimía la garganta y sus ojos se humedecieron. Los imaginaba planeando la imposible odisea del pequeño trovador en busca del hombre legendario.

—Yo no estaba de acuerdo —dijo Florimond—. No tenía ganas de marcharme porque mi empleo en Versalles me gustaba. No es corriendo los mares como puede uno progresar en su carrera, ¿verdad? Cantor se fue. Él siempre consigue lo que quiere; Barbe lo decía: «A éste, cuando se le mete una cosa en la cabeza, es peor que su madre…» ¿Creéis que se haya reunido con mi padre…?

Angélica le acarició el cabello sin responder. No tenía valor para recordarle una vez más que Cantor había muerto, pagando con su vida, como los caballeros del Santo-Grial, la persecución de una quimera. ¡Pobre juvenil caballero! ¡Pobre pequeño trovador! Su cara reconcentrada de labios cerrados se le aparecía flotando bajo las transparencias esmeralda del mar insondable. El agua tenía tanta profundidad como su mirada henchida de ensueño.

—…a fuerza de cantar —murmuró Florimond que proseguía su idea…

Ella había ignorado lo que ocultaban aquellos ojos candidos. El mundo infantil, en el que se mezclan de modo extraño locura y sensatez, no le era ya accesible.

«Todos los hijos tienen en su cabeza locuras —pensó—. ¡Lo malo es que los míos las cometen…!»

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