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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (8 page)

BOOK: Indomable Angelica
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—Pero si Candía es
el Turco
, pequeña. Está llena de eunucos, negros o blancos, que vienen a hacer su mercado de carne fresca para el gran señor. ¡Mucha suerte tendríais si lograbais llegar hasta allí sin haber sido raptada en ruta!

—Pero vos ¿vais realmente a Candía?

—Voy allí, voy allí —refunfuñó el marsellés—. Voy allí, de acuerdo, pero no he dicho que llegue.

—Oyéndoos, se creería que los berberiscos están apostados a la salida misma del puerto.

—Pues están, pichona. La semana pasada, sin ir más lejos, se señalaba una galera turca que barloventeaba cerca de las islas de Hyéres. Nuestra flota no es tanto como para asustarles. Es seguro y cierto que no tardaríais en haceros avistar y todos los mercaderes de esclavos del Mediterráneo, negros, blancos o morenos, turcos o berberiscos pelearán para revenderos a precio de oro a algún viejo pacha asmático. ¡Mirad!, ¿os complacería dejaros acariciar por una máscara como esa? —preguntó, señalando con vehemencia a un grueso mercader turco que bajaba hacia el puerto con su acompañamiento.

Angélica siguió, llena de curiosidad, el cortejo cuyo espectáculo, familiar a los marselleses, era nuevo para ella. Los enormes turbantes de muselina verde o naranja, voluminosos como calabazas, que se bamboleaban sobre los rostros atezados de los turcos, sus vestidos de raso tornasolado, sus babuchas de punta levantada adornadas con perlas, las sombrillas que sostenían dos negritos por encima de sus amos, todo aquello parecía más formar parte de una divertida comedia que de una peligrosa invasión.

—No tienen aspecto amenazador —dijo Angélica para irritar al marsellés— y van muy bien vestidos.

—¡Cómo! No es oro todo lo que reluce. Aquí saben que, pese a todo, estamos en nuestra casa y los mercaderes que desembarcan en Marsella para negociar, no escatiman las reverencias y saben adoptar aires melifluos. Pero pasado el castillo de If todo es piratería… ¡y nada más que piratería! No, señora, no me miréis con esos ojos. No me prestaré a tal aventura. La Madre de Dios me lo reprocharía…

—¿Y a mí me embarcaríais? —preguntó Savary.

—¿Vais también a Candía?

—A Candía y más allá. Os confesaré que voy a Persia. Pero es un secreto que no debe divulgarse.

—¿Cuánto me ofrecéis por la travesía?

—A decir verdad, no soy rico. Os propongo treinta libras. Pero como soy poseedor de un secreto que vale todo el oro del mundo…

—¡Está bien, está bien! Ya veo de qué se trata. —Melchor Pannassave frunció sus negras y tupidas cejas—. Lo siento, pero no puedo hacer nada por vos ni por la señora. Vos, el abuelo, porque no tenéis siquiera para llegar hasta Niza…

—¡Treinta libras! —exclamó el viejo, indignado.

—Con todo lo que arriesgo, eso es una miseria… Y vos, señora mía, porque atraeríais a los berberiscos alrededor de mi barco como la carroña, con perdón vuestro, atrae las escorpinas a la red, dicho sea sin faltar a la urbanidad.

Y quitándose el gorro con un gesto olímpico, Melchor Pannassave volvió hacia su velero «La Linda», atracado al muelle.

—¡Son todos lo mismo estos marselleses! —exclamó Savary colérico—. Ávidos y mercantilizados como los armenios. ¡Ninguno de ellos amenguaría un poco su bolsa por el triunfo de la ciencia!

—Me he dirigido en vano a diferentes capitanes de pequeños barcos —declaró Angélica—. Todos hablan en seguida del serrallo y de la esclavitud. Es como para creer que no se embarca nadie más que para acabar en manos del Gran Turco.

—O en las del bey de Túnez, o del regente de Argel, o del sultán de Marruecos —completó amablemente Savary—. Pues bien, así acaban las cosas la mayoría de las veces. ¡Pero quien no se arriesga, no pasa la mar…!

La joven suspiró. Desde por la mañana, la misma sorpresa burlona, los mismos encogimientos de hombros y las mismas negativas habían acogido su petición: ¡Una mujer sola! ¿Ir a Candía…? ¡Qué locura! Habría que navegar escoltado por la propia flota real. Savary encontraba análogas dificultades, aunque en su caso, por falta de dinero.

—Hagamos una alianza —le dijo Angélica—. Encontradme un barco y yo pagaré vuestro pasaje y el mío.

Le dio las señales de la posada en que se alojaba y, mientras el viejo se alejaba, ella, para descansar, se sentó un momento sobre un cañón nuevo.

Aquellas piezas de artillería, numerosas en el puerto y olvidadas allí sin duda por algún proveedor de la marina, más parecían destinadas a servir de banco a los ociosos, que a disparar balas contra las galeras berberiscas. Las comadres de la Canebiére hacían calceta esperando el regreso de los pescadores, y los mercaderes exponían sus mercancías.

A Angélica le dolían los pies. Notaba también que había cogido una insolación. Contempló con envidia a las mujeres que ocultaban, bajo el ala de ancha capellina de paja bordada, bellos rostros griegos de ojos bovinos, labios glotones y desdeñosos. Con gestos de emperatriz, ofrecían a los viandantes claveles o conchas, colmando de ternura y de cálido afecto a los que respondían a su invitación y deseando el peor destino a los que no se detenían ante sus puestos.

—Compradme esta merluza —insistió una de ellas, dirigiéndose a Angélica—. Es la última de la cesta. ¡Brilla como un escudo…!

—No sabría qué hacer con ella.

—Pues comérosla, ¡pardiez!, ¿qué se hace con una merluza?

—Estoy lejos de mi casa y no tengo en qué llevarla.

—Metedla en vuestro estómago. No os molestará.

—¿Comérmela cruda?

—Hacedla asar sobre el brasero de los Padres Capuchinos… Aquí tenéis una ramita de tomillo para ponérsela en la barriga mientras se rehoga.

—No tengo plato.

—Coged una piedra de la playa.

—Ni tenedor.

—¡Qué complicada sois, pobrecita mía…! ¿Para qué os sirven vuestros lindos dedos?

Para quitársela de encima, Angélica acabó por comprar el pescado. Cogiéndola de la cola, Flipot se dirigió hacia la esquina del malecón, donde tres Padres capuchinos tenían una especie de cocina al aire libre. De una gran marmita sacaban sopa de pescado que repartían entre los pobres y vendían por unos sueldos a los marineros el derecho a cocerse la comida sobre dos braseros. El olor de los asados y de la «bouillabaisse» era atractivo, y Angélica reconoció que tenía hambre. Las preocupaciones tendían a disminuir cuando tenía uno tiempo para mezclarse en la vida del puerto de Marsella. Era la hora en que los ciudadanos, y aun los burgueses más rancios, bajaban hacia la ribera para gozar allí de aquella atmósfera única en el mundo. No lejos de Angélica, una dama de rico atavío bajó de una silla de manos, seguida de un mocito que lanzó en seguida miradas de envidia a los pilludos que daban volteretas sobre los fardos de algodón.

—¿Puedo saltar yo también con ellos, madre mía? —suplicó él.

—No, ni lo pienses, Anastasio —protestó la dama, indignada—. Esos son unos pilletes.

—¡Qué suerte tienen! —dijo el niño, enfurruñado.

Angélica le miró con indulgencia. Pensó en Florimond y en Cantor. Ella también habían criado pollitos. No sin dificultad consiguió convencer a Florimond de que no la acompañase. Sólo lo había logrado asegurándole que su ausencia duraría apenas tres semanas; quizá dos si tenía suerte. El tiempo de ir en una diligencia pública hasta Lyon, de descender el Ródano en el barco de transporte sirgado, de ver al limosnero de los galeotes y de regresar; y Angélica tendría quizá la posibilidad de retornar a París y a su hotel sin que su ausencia fuera descubierta por la policía del Rey. «La mejor jugarreta que os he hecho nunca, señor Desgrez», se decía ella. Y revivía, palpitándole el corazón, su novelesca fuga.

Florimond no le había mentido. El subterráneo era muy practicable. Las bóvedas medievales, restauradas por una mano acostumbrada a las galerías mineras, resistirían todavía mucho tiempo los estragos de la humedad. Florimond guió a su madre hasta la capillita abandonada del Bosque de Vincennes que, ésta sí, iba derruyéndose. Madame de Plessis-Belliére se dijo que a su regreso se ocuparía de restaurarla. Ella, como el viejo Pascalou, pensaba que en lo sucesivo todo debería estar arreglado para la vuelta del dueño. Pero, ¿por qué no había regresado todavía?

No sin emoción, besó a su hijo cuando despuntaba el alba en el bosque. ¡Qué valiente era y qué orgullosa estaba de que supiera guardar un secreto! Se lo dijo antes de separarse de él. Vigiló la trampa que se cerró despacio sobre la cabeza rizosa. Florimond antes de dejar caer de nuevo la losa le dirigió una mirada comprensiva. Todo aquello era para él un juego que le encantaba, asignándole un papel importante. Angélica fue después a pie, seguida de Flipot que llevaba su bolsa, hasta el pueblo próximo, donde alquiló un carricoche que la llevó hasta Nogent. Y allí, tomó la diligencia.

Había alcanzado su meta: Marsella. Y ahora se esbozaba una segunda etapa: Candía. La conversación con el limosnero había sugerido una nueva pista, pero ¡cuan difícil y frágil…! En suma, el próximo eslabón de la cadena, era un orfebre árabe, cuyo sobrino había sido el último que vio a Joffrey de Peyrac vivo. Encontrar a aquel orfebre en Candía planteaba ya problemas: ¿la ayudaría a dar con su sobrino? Pero Angélica pensaba que Candía era un feliz presagio. Era aquella isla del Mediterráneo en la que ella había solicitado y comprado el cargo de Cónsul de Francia. Sin embargo, no sabía hasta dónde podría utilizar aquel título, puesto que acababa de cometer una grave infracción contra el Rey. Por tal razón y por otras muchas, tendría que salir de Marsella lo antes posible y evitar sobre todo, un encuentro con gentes de su casta.

Flipot no volvía. ¿Necesitaba tanto tiempo para asar un pescado? Buscó a su joven criado con los ojos y le vio conversando con un hombre de levita color castaño que parecía formularle preguntas. Flipot parecía azorado. Llevando sobre la palma de la mano el pescado asado y humeante, brincaba sobre un pie y sobre el otro y su mímica explicaba sin rebozo que se quemaba cruelmente. Pero aquel hombre no parecía tener prisa en dejarle marchar. Por fin, después de un gesto dubitativo con la cabeza, se separó, perdiéndose entre la multitud. Angélica vio que Flipot corría exactamente en dirección contraria a donde ella se encontraba. Luego, al poco rato, reapareció deslizándose con toda clase de tretas como para huir de ella, aunque atrayendo su atención. Angélica se levantó y se unió a él en una calleja oscura donde Flipot se ocultaba detrás de un porche.

—¿Qué significa todo esto? ¿Quién era ese hombre que te hablaba hace un momento?

—No lo sé… Al principio, no desconfié… Aquí tenéis vuestro pescado, señora marquesa. No queda ya mucho. Se me ha caído dos o tres veces, pues me quemaba.

—¿Y qué te ha preguntado?

—Quién era yo, de dónde venía, en qué casa servía. A lo cual le he dicho: «No sé». «Vamos, vamos, no querrás hacerme creer que no sabes el nombre de tu ama…» Sólo por la manera de mencionaros, comprendí con quién tenía que vérmelas: la policía. Yo repetía: «Bien, bien, no lo sé…» Entonces cesó de mostrarse amable. «¿No será la marquesa de Plessis-Belliére, por casualidad…? ¿En qué posada se aloja…?»¿Qué iba yo a responder…?

—¿Y qué has contestado?

—He dado un nombre así, al azar, el nombre de una posada, el Caballo Blanco, que está al otro lado de la ciudad.

—Ven de prisa.

Mientras apretaba el paso por las callejas cuesta arriba, Angélica intentaba comprender. ¿Se interesaba por ella la policía? ¿Por qué? ¿Debía creer que su fuga fue descubierta inmediatamente por Desgrez y que éste había enviado esbirros en su persecución…? De pronto, creyó comprender. Monsieur de Vivonne la había divisado entre la multitud el otro día, cuando bajaba él por el portalón del barco. Y al principio no había podido aplicar un nombre a aquel rostro de mujer que no le era desconocido; y luego, al acordarse, encargó a sus criados que dieran con ella. ¿Por curiosidad? ¿Por amabilidad? ¿Por espíritu de cortesanía hacia el Rey…? En cualquier caso, no quería verle, aunque el interés de Vivonne no era inquietante. Estaba con demasiada frecuencia en campaña, lejos de la Corte, para haber seguido todos los matices de las intrigas, y sólo se quedó en Madame de Plessis-Belliére, futura amante regia.

Se tranquilizó. Era aquello, sin duda alguna… A menos que aquel hombre no fuera enviado por el limosnero de los galeotes, que era el único que sabía su presencia en Marsella… Quizá tuviese algún informe que comunicarle con respecto a Alí Mektub o a Mohamed Raki… Pero entonces habría enviado aquel amigo a la posada del Cuerno de Oro puesto que sabía que ella se alojaba allí…

Llegó a la posada sudorosa y latiéndole el corazón precipitadamente.

—No os pongáis en semejante estado, no es razonable —exclamó la dueña del lugar—. ¡Ah! Estas damas de París no saben más que correr. Venid por aquí. Os he preparado un guiso de berenjenas con tomates, con la pimienta y el ajo precisos, que os chuparéis los dedos.

La bolsa bien repleta de Angélica le inspiraba, hacia aquella joven señora, sentimientos casi maternales y una consideración llena de complicidad. A ella no la engañaba la pobreza de su séquito. Se dio cuenta en seguida de que era una gran dama, acostumbrada a estar servida por un tropel de criados, pero que no quería hacerse notar. ¡En fin, ya se sabe lo que es el amor…!

—Venid por aquí —le dijo—. A este rincón tranquilo, junto a la ventana. Estaréis sola en esta mesa y mis clientes no podrán miraros más que de lejos… ¿Qué os sirvo de beber…? ¿Un vinillo rosado del Var?

Las formas opulentas de maesa Corina estallaban en un corpiño de rasete rojo con falda verde manzana y delantal negro bordado. Sus cabellos, negros como tinta, rizados y relucientes de aceite bajo su cofia lisa se mezclaban con dos largos pendientes de coral a ambos lados de su rostro redondo, cuyo cutis se mantenía milagrosamente blanco y terso. Colocó ante Angélica un cubilete de metal y una jarra de barro esmaltado, empañada de tan fresca. Angélica alzó los ojos y vio en el umbral de la salita a Flipot que le hacía señas apremiantes. Aprovechó el momento en que maesa Corina volvía la espalda para saltar hasta su ama y musitar:

—¡Viene hacia aquí…! ¡El malo…! ¡El escribano…! ¡El peor de todos!

Miró por la ventana. Subiendo la calle con paso tranquilo, ceñido en levita de seda color ciruela, con su bastón de puño de plata en las manos que traía cruzadas a la espalda, con aire de paseante, maese Francois Desgrez se dirigía hacia la posada.

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