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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (77 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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De vez en cuando echaba la mirada atrás y contemplaba Yzordderrex, y era todo un espectáculo, los flancos ignorados de la ciudad relucían en incontables lugares, como si las aguas de sus calles se hubieran convertido en espejos perfectos para las estrellas. Y tampoco era Yzordderrex la única fuente de tal esplendor. La tierra que se interponía entre las puertas de la ciudad y la pista que seguían ellos también resplandecía aquí y allá, donde reflejaba sus propios fragmentos del despliegue del cielo.

Pero todos aquellos embrujos desaparecieron con las primeras señales del amanecer. Hacía ya mucho que la ciudad había desaparecido a lo lejos, tras ellos, y las nubes de tormenta que tenían delante estaban cada vez más bajas. Cortés reconoció el funesto color de este cielo por el vistazo que Ácaro Bronco y él le habían echado al Primero. Aunque la Mácula seguía sellando la pestilencia de Hapexamendios e impedía que llegara al Segundo, su sombra era demasiado persuasiva para que se pudiera borrar y los cielos amoratados se cernían cada vez más vastos a medida que progresaban, ocupando el horizonte entero y ascendiendo hasta el cénit.

Sin embargo también había buenas nuevas: no estaban solos. Cuando las miserables tiendas de los carestes aparecieron en el horizonte, también lo hizo una congregación de observadores de Dios, unos treinta, que contemplaban la Mácula. Uno de ellos vio a Cortés y Lunes acercándose y la noticia de su llegada fue pasando de boca en boca por toda la pequeña multitud hasta que llegó a oídos de uno que al instante salió disparado hacia los viajeros.

—¡Maestro! ¡Muestro! —chilló mientras corría.

Era Chicka Jackeen, por supuesto, que cayó en un notable éxtasis al ver a Cortés, aunque después del torrente inicial de saludos, la charla se hizo más sombría.

—¿Qué hicimos mal, maestro? —quiso saber su discípulo—. No tenía que ser así, ¿verdad?

Cortés, cansado como estaba, le explicó lo ocurrido lo mejor que pudo a Chicka Jackeen, asombrándolo a veces para seguidamente dejarlo horrorizado.

—¿Entonces Hapexamendios está muerto?

—Sí, así es. Y todo lo que hay en el Primero es su cuerpo, que está cubriendo de podredumbre hasta los cielos.

—¿Qué pasa cuando se corrompa la Mácula?

—¿Quién sabe? Temo que haya podredumbre suficiente para apestar el Dominio entero.

—¿Y cuál es vuestro plan? —quiso saber Chicka Jackeen.

—No tengo ninguno.

El otro lo miró perplejo.

—Pero habéis llegado hasta aquí —dijo—. Debíais de tener alguna noción.

—Siento decepcionarte —respondió Cortés—, pero lo cierto es que este era el único lugar al que podía ir. —El maestro se quedó mirando la Mácula—. Hapexamendios era mi Padre, Lucius. Quizá, en el fondo, creo que debería estar en el Primero con Él.

—Si no te importa que te lo diga, jefe… —interpuso Lunes.

—¿Sí?

—Eso es una puñetera estupidez.

—Si vais a entrar, maestro, entonces yo también voy —dijo Chicka Jackeen—. Quiero verlo en persona. Un Dios muerto es algo que contarles a tus hijos, ¿no?

—¿Hijos?

—Bueno —dijo Jackeen—, eso o escribir mis memorias y para eso no tengo paciencia.

—¿Tú? —dijo Cortés—. Me esperaste durante doscientos años ¿y dices que no tienes paciencia?

—Ya no —fue la respuesta—. Quiero una vida, maestro.

—No te culpo.

—Pero no antes de haber visto el Primero.

A estas alturas ya habían llegado a la Mácula y mientras Chicka Jackeen se acercaba a sus compañeros para decirles lo que iban a hacer el Reconciliador y él, Lunes metió baza otra vez para dar su opinión sobre la aventura.

—No lo hagas, jefe —dijo—. No tienes que demostrar nada. Sé que te cabreó que no hicieran una fiesta en Yzordderrex pero, que las jodan, es lo que yo digo… o mejor, que no las jodan. Que se queden con sus pescados.

Cortés posó las manos en los hombros de Lunes.

—No te preocupes —dijo—. Esto no es una misión suicida.

—¿Y entonces a qué viene tanta prisa? Estás hecho polvo, jefe. Duerme un poco. Come algo. Coge fuerzas. El día de mañana no se ha tocado todavía.

—Estoy bien —dijo Cortés—. Tengo mi talismán.

—¿Y eso qué es?

Cortés abrió la palma de la mano y le mostró a Lunes la piedra azul.

—¿Un puto huevo?

—Un huevo, ¿eh? —dijo Cortés al tiempo que tiraba la piedra y la volví a coger—. Quizá lo sea.

La lanzó al aire una segunda vez y la piedra se elevó, a mucha más altura de la que la habían impulsado sus músculos, muy por encima de sus cabezas. En lo más alto de su ascenso pareció flotar durante un instante y luego volvió a la mano de Cortés sin apurarse, desafiando la ley de la gravedad. Y al descender bajó consigo la más leve llovizna, un agua que refrescó sus rostros levantados.

Lunes hizo gorgoritos de placer.

—Lluvia salida de ninguna parte —dijo—. Me acuerdo de eso.

Cortés lo dejó lavándose la mugre de la cara y fue a reunirse con Chicka Jackeen, que había terminado de explicar sus intenciones a sus amigos. Todos se quedaron atrás contemplando a los maestros con miradas inquietas.

—Creen que vamos a morir —le explicó Chicka Jackeen.

—Y es muy posible que tengan razón —dijo Cortés en voz baja—. ¿Estás seguro de que quieres venir conmigo?

—Jamás he estado más seguro de algo.

Y con eso echaron a andar hacia el ambiguo suelo que yacía entre la solidez del Segundo y la vacuidad de la Mácula. Al irse, uno de los amigos de Jackeen comenzó a llamarlo, angustiado por su partida. El grito fue recogido por varios más pero sus exclamaciones estaban demasiado mezcladas para poder interpretarlas. Jackeen se detuvo un momento y miró atrás, hacía los compañeros que abandonaba. Cortés no hizo ningún intento por animarlo a continuar. Hizo caso omiso de los gritos y apresuró el paso, la Mácula se espesaba a su alrededor y el olor de la devastación que aguardaba al otro lado se hacía más fuerte con cada paso que daba. Pero estaba preparado para ello. En lugar de contener el aliento, inspiró el hedor de la podredumbre de su Padre hasta el fondo de sus pulmones, desafiando su acritud.

Oyó otro grito tras él, pero esta vez no era uno de los amigos de Jackeen sino el propio maestro, su voz coloreada por más asombro que alarma. Aquel tono despertó la curiosidad de Cortés y miró por encima del hombro para buscar a Jackeen, pero el vacío se había interpuesto entre ellos. Poco dispuesto a dejar que lo retrasaran, Cortés siguió avanzando, en sus pasos una determinación que no terminaba de comprender. Sus debilitadas piernas habían sacado fuerzas de alguna parte y el corazón le latía con urgencia en el pecho.

Más adelante, las cegadoras tinieblas se agitaban y emergían las primeras formas vagas del Primero. Y detrás de él, Jackeen otra vez.

—¿Maestro? ¡Maestro! ¡Dónde estáis?

Sin disminuir el paso, Cortés le respondió a gritos.

—¡Aquí!

—¡Esperadme! —jadeó Jackeen—. ¡Esperad! —Salió del vacío y posó la mano en el hombro de Cortés.

—¿Qué pasa? —dijo Cortés mientras se daba la vuelta para mirar a Jackeen, que, como si con la dicha se hubiera desprendido del peso de los años, volvía a ser un hombre joven, sudoroso y asombrado ante la obra de los lances.

—Las aguas —dijo.

—¿Qué les pasa?

—Os han seguido, maestro. ¡Os han seguido!

Y mientras hablaba, vinieron. ¡Oh, cómo vinieron! Corrieron hacia Cortés en relucientes riachuelos que rompían contra sus tobillos y pantorrillas y saltaban como serpientes plateadas hacia sus manos, o más bien, hacia la piedra que sujetaba entre las manos. Y al ver su júbilo y su celo, Cortés oyó la risa de Hurra y sintió otra vez sus dedos diminutos rozándole el brazo cuando le entregó el huevo azul. No dudó ni por un momento que la niña sabía lo que ocurriría con el regalo. Y también Jude, con toda probabilidad. Él se había convertido en su agente en el último momento, igual que se había convertido en el de su madre y al pensar en aquel dulce servicio, un eco de la risa de la niña acudió a sus labios.

El huevo invocaba del cielo una llovizna que hinchaba las aguas que se arremolinaban en el suelo y en el espacio de unos segundos el tamborileo se convirtió en un rugido y descendió un diluvio, lo bastante violento para lavar del aire la oscuridad de la Mácula. A los pocos momentos, la luz comenzó a filtrarse alrededor de los maestros, la primera luz que había visto esta tierra desde que Hapexamendios había extendido el vacío sobre su Dominio. Iluminado por ella, Cortés vio que el alborozo de Jackeen se estaba convirtiendo a toda prisa en pánico.

—¡Vamos a ahogarnos! —chilló mientras luchaba por mantenerse en pie a medida que subían las aguas.

Cortés no se retiró. Sabía cuál era su obligación. Cuando la espuma comenzó a romper contra sus espaldas y la marea amenazó con arrastrarlos al fondo, Cortés se llevó el regalo de Hurra a los labios y lo besó, igual que había hecho ella. Luego reunió todas sus fuerzas y arrojó la piedra por encima del paisaje que se descubría ante ellos. El huevo abandonó su mano con un ímpetu que no era obra de sus músculos sino de la propia ambición del objeto y al instante las aguas fueron en su búsqueda, rodearon a los maestros y se llevaron sus mareas a los terrenos baldíos del Primer Dominio.

A las aguas les llevaría semanas, quizá meses incluso, cubrir el Dominio de un extremo a otro y la mayor parte de la obra carecería de testigos. Pero durante las horas siguientes, de pie en su atalaya, allí donde en otro tiempo había comenzado la Ciudad de Dios, a los maestros les permitieron contemplar un destello de su labor. Las nubes que manchaban el cielo del Primero y que habían estado tan inertes como el paisaje del suelo, empezaron ahora a revolverse y enturbiarse y derramaron su angustia en forma de imponentes tormentas que, a su vez, hincharon los ríos que surcaban la podredumbre purificándola a su paso.

No se despreciaron los restos de Hapexamendios. Con la determinación de las Diosas alimentando cada una de sus gotas, las aguas hicieron girar el matadero una vez y otra, y otra más, restregaban la materia despojándola de sus venenos, barriéndola y amontonándola en pilas que el aire jubiloso engalanaba con vapores.

La primera tierra que apareció entre el tumulto estaba cerca de los pies de los maestros y de inmediato se convirtió en una península desigual que se extendió durante más de un kilómetro por el Dominio. Las aguas rompían contra ella de forma constante y traían con cada ola una nueva carga de arcilla de Hapexamendios para aumentar sus flancos. Cortés fue paciente durante un tiempo y permaneció en la frontera pero al final fue incapaz de resistir la invitación y desoyendo las palabras de advertencia de Jackeen, se puso en camino por aquel espinazo de tierra para ver mejor el espectáculo que se divisaba desde el otro extremo. Las aguas seguían drenando la nueva tierra y por algunos sitios un rayo todavía recorría las laderas pero el suelo era lo bastante sólido y había semilleros por todas partes, transportados, supuso Cortés, desde Yzordderrex. Si así era, aquí habría vida abundante en muy poco tiempo.

Para cuando llegó al otro extremo de la península, las nubes comenzaban a despejarse un tanto en el cielo, más ligeras tras descargar su furia. Más lejos, por supuesto, el proceso que había tenido el privilegio de presenciar apenas estaba empezando a medida que las tormentas se extendían en todas direcciones desde su punto de origen. A la luz de sus llamaradas, Cortés vislumbró los ríos serpenteantes que realizaban su trabajo con una determinación que no había disminuido. Aquí, en el promontorio, sin embargo, había una luz más benigna. El Primer Dominio tenía un sol, al parecer, y aunque todavía no calentaba, Cortés no esperó a que el tiempo fuera más cálido para dar comienzo a su último trabajo sino que se sacó el cuaderno y la pluma de la chaqueta y se sentó a trabajar en el pantanoso cabo. Todavía tenía que plasmar el mapa del desierto que ocupaba el espacio entre las puertas de Yzordderrex y la Mácula y aunque estas páginas serían sin dudas las más desnudas del cuaderno, por eso mismo había que dibujarlas con mucho más cuidado: quería que esa sobriedad tuviera una belleza propia.

Después de quizá una hora de concentrarse en su trabajo, oyó a Jackeen detrás de él. Primero unos pasos, luego una pregunta:

—¿Hablando en lenguas diferentes, maestro?

Cortés ni siquiera había sido consciente del inventario que estaba recitando hasta que atrajeron su atención hacia él: una lista interminable de nombres que debían de ser incomprensibles para cualquiera salvo él, los lugares en los que se había detenido durante su peregrinar; a su lengua le resultaban tan conocidos como los muchos nombres que había utilizado a lo largo de su vida.

—¿Estáis esbozando el nuevo mundo? —le preguntó Jackeen, que no se atrevía a acercarse demasiado al artista mientras trabajaba.

—No, no —dijo Cortés—. Estoy terminando un mapa. —Hizo una pausa y luego se corrigió—: No, terminándolo no. Empezándolo.

—¿Me permitís mirar?

—Si quieres.

Jackeen se puso en cuclillas detrás de Cortés y miró por encima de su hombro. Las páginas que representaban el desierto eran tan completas como Cortés había podido dibujarlas. Intentaba ahora delinear la península en la que estaba sentado y algo del paisaje que tenía delante. Sería poco más que una línea o dos pero era un comienzo.

—¿Me pregunto si podrías ir a buscar a Lunes por mí?

—¿Hay algo que necesitéis?

—Sí, quiero que se lleve estos mapas de vuelta al Quinto y que se los dé a Clem.

—¿Quién es Clem?

—Un ángel.

—Ah.

—¿Querrías traerlo?

—¿Ahora?

—Si no te importa —dijo Cortés—. Ya casi he terminado.

Siempre obediente, Jackeen se levantó, echó a andar hacia el Segundo y dejó a Cortés con su trabajo. Quedaba muy poco por hacer. Terminó de marcar la tosca representación del promontorio, luego añadió una línea de puntos para marcar el camino que había seguido y en el cabo colocó una pequeña cruz en el punto en el que estaba sentado. Hecho eso, volvió a revisar todo el cuaderno para asegurarse de qué las páginas estuvieran en su orden correcto. Mientras lo hacía se le ocurrió que había dado forma a un autorretrato. Al igual que su artífice, el mapa tenía fallos pero era, esperaba, redimible: un cuerpo rudimentario que podría ver mejores versiones con el correr del tiempo; lo harían y reharían y volverían a hacer, quizá para siempre.

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