Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (72 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Pero no todos hicieron caso omiso de las nieblas. La vida animal de la ciudad sabía que algo se estaba tramando y se acercó a Clerkenwell a olisquearlo. Los perros abandonados que se habían reunido en las inmediaciones de la calle Gamut cuando llegaron los aparecidos y sólo para que los espantara la horda de Sartori, volvieron ahora, retorciendo el hocico al percibir algún olor fuerte que otro. También vinieron gatos, aullando en los árboles al atardecer, curiosos pero informales. Hubo asimismo visitas de abejas y pájaros que por dos veces en tres días después del solsticio de verano se reunieron en la misma pasmosa cantidad que Lunes y Jude habían presenciado en el Retiro. En todos estos casos, las jaurías, los enjambres y las bandadas desaparecían después de un tiempo, cuando descubrían la fuente de los perfumes y los polos que los habían llevado hasta el distrito y entraban en el Cuarto en busca de una vida bajo cielos diferentes.

Pero si bien no hubo tráfico de dos patas hacia al Cuarto, sí que hubo algo en dirección contraria. Poco más de una semana después de la Reconciliación, Ácaro Bronco apareció en la puerta del número 28 y tras presentarse a Clem y Lunes, dijo que quería ver al maestro. Entró en una casa que era bastante más cómoda que su alojamiento de Vanaeph, amueblada como estaba gracias a una decena de recientes allanamientos de morada realizados por Lunes y Clem. Pero el ambiente de domesticidad era sólo aparente. Aunque se habían llevado y enterrado los cuerpos de los gek-a-gek, junto con el de su invocador, bajo la larga hierba de Shiverick Square; aunque se había arreglado la puerta de la calle y se habían lavado las manchas de sangre; aunque se había fregado la sala de meditación y las piedras del círculo se habían envuelto en paños individuales y luego se habían guardado bajo llave, la casa seguía cargada por todo lo que allí había ocurrido: las muertes, las escenas de amor, los reencuentros y las revelaciones.

—Vives en medio de una lección de historia —dijo Ácaro Bronco cuando se sentó al lado de la cama en la que yacía Cortés.

El Reconciliador se estaba curando, pero incluso con sus extraordinarios poderes de recuperación, la convalecencia sería larga. Dormía veinte horas o más de cada veinticuatro y apenas se aventuraba a salir de su colchón cuando estaba despierto.

—Tienes todo el aspecto de haber pasado por más de una guerra, amigo mío — dijo Ácaro Bronco.

—Más de las que me gustaría —respondió Cortés con tono cansado.

—Huelo a oviáceo.

—Gek-a-gek —dijo Cortés—. No te preocupes, ya no están.

—¿Se abrieron camino durante la ceremonia?

—No. Es más complicado que eso. Pregúntale a Clem. Él te contará toda la historia.

—No es mi intención ofender a tus amigos —dijo Ácaro Bronco mientras se sacaba un tarro de pepinillos del bolsillo—, pero preferiría oírlo de tus labios.

—Ya he pensado demasiado en ello tal y como están las cosas —respondió Cortés—. No quiero que me lo recuerden más.

—Pero triunfamos —dijo Ácaro Bronco—. ¿No se merece eso una pequeña celebración?

—Celébralo con Clem, Ácaro. Yo necesito dormir.

—Como quieras, como quieras —dijo Ácaro Bronco retirándose hacia la puerta—. Oye, ¿me preguntaba? ¿Te importa si me quedo aquí unos días? Hay ciertos grupos de Vanaeph que quieren hacer el gran tour del Quinto y me he ofrecido voluntario para enseñarles todo esto. Pero como yo tampoco lo conozco todavía…

—Por supuesto —dijo Cortés—. Y perdona que no rebose afabilidad.

—No hace falta que te disculpes —dijo Ácaro Bronco—. Te dejo para que duermas.

Esa tarde Ácaro hizo lo que Cortés le había sugerido y acosó tanto a Clem como a Lunes con preguntas hasta que oyó toda la historia.

—Bueno, ¿y cuándo voy a conocer a la fascinante Judith? —preguntó cuando terminaron de contarle toda la historia.

—No sé si llegarás a conocerla algún día —dijo Clem—. No volvió a la casa una vez que enterramos a Sartori.

—¿Dónde está?

—Esté donde esté —dijo Lunes con tono afligido—, Hoi-Polloi está con ella. Menuda puta suerte la mía.

—Bueno, mira, escucha —dijo Ácaro Bronco—. A mí siempre se me han dado bien las damas. Voy a hacer un trato contigo. Si tú me enseñas esta ciudad, de arriba abajo, yo te mostraré unas cuantas señoritas del mismo modo.

La palma de la mano de Lunes salió del bolsillo donde había estado acariciando la consecuencia de la ausencia de Hoi-Polloi y agarró la mano de Ácaro Bronco antes incluso de que pudiera extenderla.

—Es usted tremendo, caballero —dijo Lunes—. Te has ganado una gira por la ciudad, tío.

—¿Y qué pasa con Cortés? —le dijo Ácaro Bronco a Clem—. ¿Languidece por falta de compañía femenina?

—No, sólo está cansado. Se pondrá bien.

—¿Tú crees? —respondió Ácaro Bronco—. Yo no estoy tan seguro. Tiene todo el aspecto de un hombre que sería más feliz muerto que vivo.

—No digas eso.

—Muy bien. No lo he dicho. Pero lo tiene, Clement. Y todos lo sabemos.

El vigor y el ruido que Ácaro Bronco trajo a la casa sólo sirvieron para subrayar lo cierta que era aquella observación. A medida que pasaban los días y se convertían en semanas, no se observaba apenas mejora en el humor de Cortés. Estaba, como había dicho Ácaro Bronco, languideciendo y Clem empezó a sentirse igual que lo había hecho durante el declive final de Tay. Un ser amado se estaba escabullendo entre sus dedos y él no podía hacer nada para impedirlo. Ni siquiera había esos momentos de frivolidad que había tenido con Tay, cuando se recordaban los buenos tiempos y se desbancaba el dolor. Cortés no quería falsos consuelos, ni risas ni comprensión. Sólo quería quedarse en la cama e ir poco a poco convirtiéndose en algo tan tenue como las sábanas en las que yacía. A veces, mientras dormía, los ángeles le oían hablar en otras lenguas, como ya lo había oído hablar Tay. Pero eran sinsentidos lo que murmuraba: noticias de una mente que divagaba sin mapa ni destino.

Ácaro Bronco se quedó en la casa un mes, se iba con Lunes al amanecer y volvía tarde, tras otro día haciendo turismo y adquiriendo los gustos de este nuevo Dominio. Su capacidad de asombro no tenía límites y era pródiga su búsqueda de placeres. Descubrió que le gustaba la empanada de anguila y Elgar, Speaker's Corner los domingos al mediodía y las guaridas del Destripador a medianoche; las carreras de galgos, el jazz, los chalecos hechos en Saville Row y las mujeres que se contratan detrás de la estación de King's Cross. En cuanto a Lunes, estaba claro por la expresión que traía siempre que volvía que le estaban quitando a besos el dolor que le había causado la deserción de Hoi-Polloi. Cuando Ácaro Bronco anunció por fin que ya era hora de volver al Cuarto, el muchacho quedó destrozado.

—No te preocupes —le dijo Ácaro—. Volveré. Y no lo haré sólo.

Antes de partir, Ácaro se presentó ante el lecho de Cortés con una propuesta.

—Ven al Cuarto conmigo —dijo—. Ya es hora de que veas Patashoqua.

Cortés negó con la cabeza.

—Pero no has visto el Merrow Ti' Ti' —protestó Ácaro.

—Sé lo que estás intentando hacer, Ácaro —dijo Cortés—. Y te lo agradezco, de veras, pero no quiero volver a ver el Cuarto.

—Bueno, ¿entonces qué quieres ver?

La respuesta fue sencilla:

—Nada.

—Eh, venga ya, Cortés —dijo Ácaro Bronco—. No seas aburrido, maldita sea. Te estás comportando como si lo hubiéramos perdido todo. Y no lo hemos perdido.

—Yo sí.

—Volverá. Ya lo verás.

—¿Quién?

—Judith.

Cortés estuvo a punto de reírse al oír eso.

—No es a Judith a quien he perdido —dijo.

Ácaro Bronco se dio cuenta entonces de su error y se quedó mudo, o tanto como le era posible. Todo lo que consiguió decir fue:

—Ah…

Por primera vez desde que había aparecido Ácaro Bronco al lado de su cama un mes antes, Cortés miró de verdad a su invitado.

—Ácaro —le dijo—. Voy a contarte algo que no le he contado a nadie más.

—¿Qué es?

—Cuando estuve en la ciudad de mi Padre… —Se detuvo, como si ya hubiera perdido la voluntad de contarlo. Luego empezó otra vez—. Cuando estuve en la ciudad de mi Padre, vi a Pai'oh'pah.

—¿Vivo?

—Durante un momento.

—Oh, Jesús. ¿Cómo murió?

—El suelo se abrió bajo sus pies.

—Eso es terrible. Terrible.

—¿Entiendes ahora por qué no me parece una victoria?

—Sí, ya veo. Pero Cortés…

—No intentes convencerme más, Ácaro.

—… hay tales cambios en el aire. Quizá haya milagros en el Primero, igual que los hay en Yzordderrex. No es imposible.

Cortés estudió a su torturador con los ojos entrecerrados.

—Los eurhetemecs estaban en el Primero mucho antes de que llegara Hapexamendios, acuérdate —continuó Ácaro—. Y allí hicieron maravillas. Es posible que hayan vuelto esos tiempos. La tierra no olvida. Los hombres olvidan; los maestros olvidan. ¿Pero la tierra? Nunca.

Bronco se levantó.

—Ven conmigo a un lugar de paso —le dijo—. Vamos a comprobarlo. ¿Qué daño se puede hacer? Te llevaré a la espalda si no te funcionan las piernas.

—No será necesario —dijo Cortés y tras apartar las sábanas de golpe, salió de la cama.

Aunque el mes de agosto todavía no había entrado, los primeros meses de verano habían estado marcados por tales excesos que la estación se había quemado de forma prematura y cuando Cortés, acompañado por Ácaro y Clem, pisó la calle Camut, se encontró con los primeros fríos del otoño en la entrada. Clem había encontrado la niebla que llevaba al Primer Dominio menos de cuarenta y ocho horas después de la Reconciliación, pero no había entrado en ella. Después de todo lo que había oído sobre el estado de la ciudad del Invisible, no sentía ningún deseo de ver sus horrores. Pero llevó a los maestros al lugar de buena gana. Estaba a apenas un kilómetro de la casa, oculta en un claustro tras un edificio de oficinas vacío: un banco de niebla gris poco más alta que dos hombres juntos que rodaba sobre sí misma en la esquina oscurecida del patio vacío.

—Déjame entrar primero —le dijo Clem a Cortés—. Seguimos siendo tus guardianes.

—Ya habéis hecho más que suficiente —dijo Cortés—. Quédate aquí. Esto no llevará mucho tiempo.

Clem no contradijo la orden sino que se hizo a un lado para dejar que los maestros entraran en la niebla. Cortés ya había pasado entre Dominios muchas veces y estaba acostumbrado a la breve desorientación que acompañaba siempre esa transición. Pero nada, ni siquiera las pesadillas del matadero que lo habían perseguido tras la Reconciliación podrían haberlo preparado para lo que aguardaba al otro lado. Ácaro Bronco, que siempre había sido un hombre de respuestas instantáneas, vomitó cuando el hedor de la putrefacción vino a recibirlos a través de la niebla y, aunque avanzó tras Cortés entre tropiezos, decidido a no dejar que su amigo se enfrentara sólo al Primero, se cubrió los ojos tras una única mirada.

El Dominio se descomponía de un horizonte a otro. Por todas partes podredumbre y más podredumbre: lagos que la supuraban y colinas infectas. Por encima de sus cabezas, en los cielos que Cortés apenas había visto al atravesar la ciudad de su Padre, nubes del color de antiguos cardenales medio escondían dos lunas amarillentas cuya luz caía sobre una suciedad tan atroz que hasta el milano más hambriento del Kwem habría preferido morirse de hambre antes que alimentarse aquí.

—Ésta era la Ciudad de Dios, Ácaro —dijo Cortés—. Esto era mi Padre. Esto era el Invisible.

Furioso de repente, Cortés tiró con fuerza de las manos de Ácaro, que se habían aferrado al rostro de su dueño.

—¡Mira, maldito seas, mira! ¡Quiero oír cómo me hablas de las maravillas, Ácaro! ¡Vamos! ¡Cuéntame! ¡Cuéntame!

Ácaro no volvió a la casa cuando Cortés y él salieron del lugar de paso sino que con un murmullo de disculpa se alejó para internarse en el atardecer, decía que necesitaba estar en territorio conocido un tiempo y que volvería cuando hubiera recuperado la compostura. Y, en efecto, tres días más tarde reapareció en el número 28, todavía un poco revuelto, todavía un poco avergonzado y se encontró con que Cortés no había vuelto a la cama sino que ya se había repuesto. El humor del Reconciliador estaba lleno de brío más que de alegría. Su cama, le explicó a Ácaro, ya no era el refugio que había sido. En cuanto cerraba los ojos, veía el matadero del Primero con todos sus atroces detalles y ahora ya sólo podía dormir cuando se había agotado de tal modo que entre el momento de posar la cabeza en la almohada y el olvido no quedara tiempo para que su mente le diera más vueltas a lo que había presenciado.

Por suerte, Ácaro había traído distracciones en forma de un grupo de ocho turistas (él prefería el término «excursionistas») de Vanaeph que confiaban en que él los guiara por los ritos y rarezas del Quinto Dominio. Pero antes de comenzar el recorrido, estaban impacientes por presentarle sus respetos al gran Reconciliador, y eso hicieron, con una sucesión de discursos dolorosamente elaborados que leyeron en voz alta antes de entregarle a Cortés los regalos que habían traído: carnes ahumadas, perfumes, un pequeño cuadro de Patashoqua realizado en alas de zarzi, un panfleto de poemas eróticos escritos por la hermana de Pluthero Quexos.

Aquel grupo fue el primero de los muchos que Ácaro trajo durante las siguientes semanas; admitía con total libertad ante Cortés que estaba sacando un beneficio notable de su nuevo papel. «Disfrute de un Día Sagrado en la Ciudad de Sartori» era su discurso de venta y cuantos más clientes satisfechos volvían a Vanaeph con historias de empanadas de anguila y Jack el Destripador, más eran los que se apuntaban a la excursión. Ácaro sabía que los buenos tiempos no durarían mucho, por supuesto. En muy poco tiempo, los agentes de viaje profesionales de Patashoqua entrarían en el negocio y él no podría competir con sus impecables paquetes de viaje, salvo en un aspecto concreto. Sólo él podía garantizar una audiencia, por breve que fuera, con el mismísimo maestro Sartori.

Cortés se dio cuenta de que estaba llegando el momento de que el Quinto se enfrentara al hecho de que estaba Reconciliado, le gustase o no. Quizá pudieran hacer caso omiso de los primeros visitantes de Vanaeph y Patashoqua pero cuando viniesen sus familias y las familias de sus familias (criaturas con formas, tamaños y concurrencia que exigía atención), la gente de este Dominio ya no podría seguir haciendo la vista gorda. No pasaría mucho tiempo antes de que la calle Gamut se convirtiera en una autopista sagrada, con viajeros recorriéndola no en uno sino en ambos sentidos. Y cuando eso ocurriera, vivir en la casa sería insostenible. Él, Clem y Lunes tendrían que abandonar el número 28 y dejar que se convirtiera en un santuario.

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