Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (43 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Pero no había venido a curiosear, por muy gloriosa que fuera esa perspectiva. Había venido por Celestine, que había lanzado, entre todas las cosas, el nombre de Nisi Nirvana para traerlo aquí. No sabía por qué. Aunque recordaba ese nombre de forma vaga y sabía que había un relato que lo acompañaba, era incapaz de recordar el cuento o en qué regazo lo había escuchado por primera vez. Quizá ella conociera la respuesta.

Había aquí una maravillosa agitación. Ni siquiera el polvo quería echarse y morir sino que se movía formando vertiginosas constelaciones que él dividía al avanzar. No hizo ningún giro en falso pero la ruta que llevaba desde las escaleras hasta el lugar donde se encontraba Celestine seguía siendo larga y antes de llegar allí, escuchó un grito. No era un grito de mujer, pensó, pero los ecos lo desfiguraban y no estaba seguro. Aceleró el paso, siguió doblando esquinas, sabía mientras avanzaba que su otro yo lo había precedido en cada paso del camino. No hubo más gritos tras el primero pero cuando apareció su destino (parecía una cueva, excavada de forma tosca en el muro: el hogar de un oráculo), oyó un sonido diferente, el de ladrillos cuando se frotan los lados granulosos. Había desprendimientos, pequeños pero constantes, de argamasa seca del techo y un temblor sutil en el suelo. Cortés empezó a subir por el montón de roca caída, que estaba salpicado como un campo de batalla de libros destripados, hasta la grieta que lo tentaba. Al llegar, captó el destello de un movimiento violento dentro, lo que lo empujó hacia el umbral a toda prisa y entre tropezones.

—¿Hermano? —dijo incluso antes de haber encontrado a Sartori entre las tinieblas—. ¿Qué estás haciendo?

Y entonces vio a su otro yo, acercándose a la mujer que había en la esquina de la cueva. Estaba casi desnuda pero en absoluto indefensa. Unas cintas, como los harapos de la cola de un traje de novia pero hechos de carne, le surgían de los hombros y la espalda y estaba claro que su poder era más notable de lo que implicaba su delicadeza. Algunas se aferraban a la pared que tenía sobre su cabeza pero la gran mayoría se extendía hacia Sartori y le envolvían la cabeza como una capucha que quisiera asfixiarlo. Él los arañaba y se abría camino con los dedos entre ellos para poder agarrarlos mejor. Un fluido manaba de la carne abierta y con los puños desprendía trozos de materia como avellanas. Sólo era cuestión de tiempo que el hombre se liberase y cuando lo hiciera, no sería poco el daño que le haría a la mujer. Cortés no llamó a su hermano una segunda vez. ¿De qué iba a servir? El hombre estaba sordo en ese momento. En lugar de eso, cruzó la cueva a la carrera, tropezando, y cogió a Sartori por detrás, le sujetó los brazos para impedirle que siguiera mutilando a la mujer y se los inmovilizó a los costados. Y al hacerlo vio que la mirada de Celestine se clavaba en las dos figuras que tenía delante, primero en una, luego en otra y ya fuera la conmoción de lo que presenciaba o el agotamiento, algo se cobró su precio y la anciana se quedó sin fuerzas. Las cintas heridas se aflojaron y cayeron como guirnaldas alrededor del cuello de Sartori, con lo que descubrieron el otro rostro y confirmaron la angustia de Celestine. Esta retiró las cintas por completo y las reunió en su regazo.

Una vez recuperada la visión, Sartori giró con esfuerzo la cabeza para identificar a su captor. Al ver a Cortés, dejó de forcejear al instante y permaneció en los brazos del Reconciliador, bastante calmado.

—¿Por qué te encuentro siempre haciendo daño, hermano? —le preguntó Cortés.

—¿Hermano? —dijo Sartori—. ¿Desde cuándo me llamas hermano?

—Eso es lo que somos.

—Intentaste matarme en Yzordderrex, ¿o ya te has olvidado? ¿Ha cambiado algo?

—Sí —dijo Cortés—. Yo.

—¿Ah, sí?

—Estoy preparado para aceptar nuestro… parentesco.

—Bonita palabra.

—De hecho, acepto mi responsabilidad por todo lo que era, soy o seré. Y tengo que agradecérselo a tu oviáceo.

—Me alegro de oírlo —dijo Sartori—. Sobre todo con esta compañía.

Volvió la vista hacia Celestine. Esta seguía en pie aunque estaba claro que eran los filamentos que se abrazaban al muro los que la sostenían, no sus piernas. Abría y cerraba los ojos y los estremecimientos le recorrían el cuerpo. Cortés sabía que la anciana necesitaba ayuda pero no podía hacer nada mientras siguiera cargando con Sartori, así que giró a su hermano y lo lanzó hacia la puerta de la cueva. Sartori se separó de él como un muñeco y sólo levantó los brazos para frenar la caída en el último momento.

—Ayúdala si quieres —dijo con los ojos clavados en Cortés y los rasgos derrumbados—. A mí ni me va ni me viene.

Luego se incorporó. Por un instante, Cortés pensó que tenía intención de tomar alguna represalia y cogió aliento para defenderse. Pero el otro se limitó a decir:

—Estoy en el suelo, hermano. ¿Me harías daño aquí?

Como si quisiera demostrar lo bajo que había caído y que allí estaba dispuesto a quedarse, empezó a escabullirse por la tierra como una serpiente expulsada de una chimenea.

—Te la puedes quedar —dijo y desapareció en las tinieblas más iluminadas que había tras la puerta.

Los ojos de Celestine se habían cerrado para cuando Cortés volvió a mirarla y el cuerpo le colgaba flácido de las tenaces cintas que la sujetaban. Fue hacia ella pero cuando se acercó, parpadeó y abrió los ojos.

—No… —dijo—. No te quiero… cerca… de mí.

¿Podía culparla? Un hombre con su rostro ya había intentado asesinarla, o violarla, o ambas cosas. ¿Por qué iba a confiar en otro? Y tampoco era este el momento de aducir inocencia, la mujer necesitaba ayuda, no una disculpa. La cuestión era, ¿de quién? Jude había dejado claro mientras subían que la habían echado del lado de esta mujer igual que lo echaban a él. Quizá Clem pudiera cuidarla.

—Enviaré a alguien para que la ayude —dijo, y se dirigió al pasadizo.

Sartori había desaparecido, se había levantado y había puesto pies en polvorosa. Una vez más, Cortés fue tras sus pasos, de vuelta a las escaleras. Había cubierto la mitad de la distancia cuando aparecieron Jude, Clem y Lunes. Sus ceños se evaporaron cuando vieron a Cortés.

—Pensamos que te había asesinado —dijo Jude.

—No me tocó. Pero a Celestine le ha hecho daño y no quiere que me acerque. Clem, ¿quieres ir a ver si puedes ayudarla? Pero ten cuidado. Quizá parezca enferma, pero es muy fuerte.

—¿Dónde está?

—Jude te llevará. Yo voy tras Sartori.

—Ha subido a la torre —dijo Lunes.

—Ni siquiera nos miró —dijo Jude. Casi parecía ofendida—. Salió tropezando y subió las escaleras. ¿Qué demonios le has hecho?

—Nada.

—Jamás había visto una expresión así en su rostro. Ni en el tuyo, si a eso vamos.

—¿Así cómo?

—Trágica —dijo Clem.

—Quizá consigamos una victoria más rápida de lo que pensé —dijo Cortés mientras pasaba a su lado para subir las escaleras.

—Espera —dijo Jude—. No podemos atender a Celestine aquí. Necesitamos llevarla a algún sitio más seguro.

—De acuerdo.

—¿El estudio, quizá?

—No —dijo Cortés—. Conozco una casa en Clerkenwell donde estaremos a salvo. Una vez me expulsó de allí. Pero es mía y vamos a volver a ella. Todos.

Capítulo 15
1

E
l sol que recibió a Cortés en el vestíbulo le recordó a Taylor, cuya sabiduría, expresada por boca de un muchacho dormido, había dado comienzo a este día. Desde ese amanecer parecía haber pasado toda una era, las horas transcurridas desde entonces tan llenas de viajes y revelaciones. Y así sería hasta la Reconciliación, lo sabía. El Londres por el que había vagado durante sus primeros años, rebosante de posibilidades (una ciudad de la que Pai había dicho una vez que ocultaba más ángeles que las faldas de Dios) era una vez más un lugar lleno de presencias y él se alegraba de ello. Daba impulso a sus talones mientras subía las escaleras, de dos en dos y de tres en tres. Por extraño que fuera, lo cierto es que estaba impaciente por ver de nuevo el rostro de Sartori, quería hablar con su otro yo y saber lo que pensaba.

Jude lo había preparado para lo que se iba a encontrar en el último piso, pasillos anodinos que conducían a la mesa de la Tabula Rasa y el cuerpo tirado allí. El olor de la ruina de Godolphin lo recibió cuando salió al pasadizo: un recordatorio nauseabundo, aunque no es que él lo necesitara, de que la revelación tenía una cara más sombría y que aquellos últimos días felices en los que él había sido el metafísico más elogiado de Europa habían terminado en atrocidades. No volvería a ocurrir, se juró. La última vez las ceremonias habían fracasado a causa del hermano que lo esperaba al final del pasillo y si tenía que cometer un fratricidio para eliminar el peligro de una repetición, que así fuera. Sartori era el espíritu de sus propias imperfecciones reencarnado. Matarlo sería una purificación, grata, quizá, para los dos.

A medida que avanzaba por el pasillo, el olor dulzón de la putrefacción de Godolphin se hacía cada vez más fuerte. Contuvo el aliento para defenderse de él y llegó a la puerta en absoluto silencio. Esta, no obstante, se abrió al acercarse él y su propia voz lo invitó a entrar.

—Nada te hará daño aquí, hermano, no por mi parte. Y yo no necesito que te arrastres para demostrar tus buenas intenciones.

Cortés dio un paso y entró. Todas las cortinas estaban corridas para impedir la entrada del sol pero hasta la tela más sólida suele dejar entrar algún vestigio de luz a través de su tejido. No aquí. La habitación estaba sellada por algo más que las cortinas y el ladrillo y Sartori estaba sentado en medio de esta oscuridad, su forma visible sólo porque la puerta estaba entreabierta.

—¿Quieres sentarte? —dijo Sartori—. Sé que no es una losa muy saludable — (el cuerpo de Oscar Godolphin había desaparecido, la suciedad de su sangre y podredumbre permanecía en charcos y manchas)—, pero me gusta la formalidad. Deberíamos negociar como seres civilizados, ¿sí?

Cortés accedió, se encaminó al otro lado de la mesa y se sentó, se conformaba con mostrar su buena fe a menos o hasta que Sartori mostrara signos de traición. Entonces sería rápido y letal.

—¿Dónde ha ido el cuerpo? —preguntó.

—Está aquí. Lo enterraré cuando hayamos hablado. No es lugar para que se pudra un hombre. O quizá es el lugar perfecto, no lo sé. Podemos votar luego sobre eso.

—De repente eres todo un demócrata.

—Dijiste que estabas cambiando. Yo también.

—¿Por alguna razón en particular?

—Ya llegaremos a eso. Primero…

Miró hacia la puerta, esta se cerró y los sumió a los dos en la más absoluta oscuridad.

—No te importa, ¿verdad? —dijo Sartori—. Esta no es una conversación que debiéramos tener mientras nos miramos. Ya es suficiente con el espejo.

—En Yzordderrex no te importaba.

—Allí era yo encarnado. Aquí me siento… incorpóreo. Me impresionó mucho lo que hiciste en Yzordderrex, por cierto. Una palabra tuya y se desmoronó, sin más.

—Fue obra tuya, no mía.

—Vamos, no seas obtuso. Sabes lo que dirá la historia. Le importará una mierda la política. Dirá que llegó el Reconciliador y las murallas se desplomaron. Y no vas a discutir con eso. Alimenta la leyenda; te hace parecer un Mesías. Y eso es lo que quieres en realidad, ¿verdad? La pregunta es, si tú eres el Reconciliador, ¿qué soy yo?

—No tenemos que ser enemigos.

—¿No dije yo eso mismo en Yzordderrex? ¿Y tú no intentaste asesinarme?

—Tenía buenas razones.

—Di una.

—Destruiste la primera Reconciliación.

—No era la primera. Ha habido otros tres intentos de los que yo tenga certeza.

—Para mí era la primera. Mi gran obra. Y tú la destruiste.

—¿A quién le oíste eso?

—A Lucius Cobbitt —respondió Cortés.

Hubo entonces un silencio y en él Cortés creyó oír que se movía la oscuridad, un sonido parecido al de la seda cuando se desliza sobre seda. Pero en estos tiempos su cabeza nunca estaba del todo en silencio y antes de que pudiera despejar un sendero entre los susurros, Sartori había recuperado el equilibrio.

—Así que Lucius está vivo —dijo.

—Sólo en el recuerdo. En la calle Gamut.

—Ese chiflado de Descansito te ha preparado muy bien, ¿eh? Lo voy a destripar. —Suspiró—. Echo de menos a Rosengarten, sabes. Era tan leal. Y Racidio y Mattalaus. Tenía buena gente en Yzordderrex. Personas en las que podía con liar, personas que me amaban. Es la cara, creo; inspira devoción. Debes de haberte dado cuenta. ¿Es lo divino que hay en ti o es sólo la forma que tenemos de sonreír? Me resisto a pensar que uno es síntoma de lo otro. Los jorobados pueden ser santos y las bellezas auténticos monstruos. ¿No te has dado cuenta?

—Desde luego.

—¿Ves en cuántas cosas estamos de acuerdo? Nos quedamos aquí sentados, en la oscuridad, y hablamos como amigos. Con sinceridad, creo que si nunca más salimos a la luz, podríamos aprender a amarnos. Después de un tiempo.

—Eso no puede ocurrir.

—¿Por qué no?

—Porque tengo trabajo que hacer y no permitiré que me retrases.

—Hiciste un daño terrible la última vez, maestro. Recuérdalo. Que tu mente no lo olvide. Recuerda lo que fue, ver que el In Ovo se derramaba…

Por el sonido de la voz de Sartori, Cortés supuso que se había puesto en pie. Pero, una vez más, era difícil estar seguro cuando la oscuridad era tan profunda. Él también se levantó, la silla se volcó a sus espaldas.

—El In Ovo es un lugar inmundo —decía Sartori—. Y puedes creerme, no quiero que manche este Dominio. Pero me temo que eso quizá sea inevitable.

Cortés empezaba a estar seguro de que aquí estaban intentando engañarlo. La voz de Sartori ya no surgía de una única fuente sino que se iba diseminando con sutileza por toda la habitación, como si él se estuviera filtrando por la oscuridad.

—Si dejas esta habitación, hermano, si me dejas sólo, un horror parecido se desatará en el Quinto.

—Esta vez no cometeré ningún error.

—¿Quién está hablando de errores? —dijo Sartori—. Estoy hablando de lo que haré por lo que es justo, si me abandonas.

—Entonces ven conmigo.

—¿Para qué? ¿Para ser tu discípulo? ¡Escucha lo que dices! Tengo tanto derecho a que me llamen Mesías como tú. ¿Por qué iba a ser un irrisorio acólito? Ten la amabilidad al menos de entender eso.

—¿Entonces tengo que matarte?

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