La vela que había colocado al lado de la puerta se estaba ahogando en su propia cera y acababa de inclinarse para quebrar los bordes y dejar que fluyera el exceso cuando oyó que algo chocaba contra el escalón de fuera, un sonido como el de un pez al que golpean contra una losa. Dejó la vela en paz y aplicó el oído a la puerta. No se oyó nada más. ¿Había caído una fruta del árbol que había al lado de la casa, se preguntó, o volvía a caer alguna extraña lluvia esta noche? Se apartó de la puerta y entró en la habitación donde Lunes había estado divirtiendo a Hoi-Polloi. Los jóvenes la habían abandonado para ir en busca de algún lugar más privado y se habían llevado dos de los cojines con ellos. Lo agradó la idea de que hubiera amantes en la casa esta noche y en silencio les deseó lo mejor mientras se acercaba a la ventana. Fuera estaba más oscuro de lo que esperaba y, aunque podía ver el escalón, no era capaz de distinguir entre los objetos que había allí tirados y los diseños que había dibujado Lunes.
Perplejo más que nervioso, volvió a la puerta de la calle y escuchó de nuevo. No se oyó ningún sonido más y a punto estuvo de dejar el asunto. Pero medio esperaba que hubiera empezado a caer de verdad alguna lluvia visionaria y era demasiado curioso para hacer caso omiso del misterio. Apartó la vela de la puerta y al hacerlo la cera apagó la llama. Daba igual. Había más velas ardiendo al pie de la escalera y tenía luz suficiente para encontrar los cerrojos y abrirlos.
En la habitación de Celestine, Jude se despertó y levantó la cabeza del colchón en el que la había recostado una hora antes. La conversación entre las mujeres había continuado durante un rato después de hacer las paces pero el agotamiento de Jude había terminado por alcanzarla y Celestine había sugerido que descansara un rato, cosa que, tranquilizada por la presencia de la madre de Cortés, había estado encantada de hacer. Se desperezaba ahora para encontrarse con que Celestine también había sucumbido, con la cabeza en el colchón y el cuerpo en el suelo. Roncaba bajito, sin dejarse perturbar por lo que había despertado a Jude.
La puerta estaba un poco entreabierta y por ella se colaba un perfume que provocó una leve náusea en el organismo de Jude. Esta se sentó y se frotó el cuello, tenía tortícolis, luego se levantó. Se había quitado los zapatos antes de echarse pero en lugar de buscarlos en la oscurecida habitación, salió al vestíbulo descalza. El olor era ahora mucho más fuerte. Venía de la calle, de fuera, la ruta era clara. La puerta de la calle estaba abierta y los ángeles que la protegían habían desaparecido.
Jude llamó a Clem mientras cruzaba el vestíbulo, iba ralentizando el paso a medida que se acercaba a la puerta abierta. Las velas de las escaleras brillaban lo suficiente para arrojar un poco de luz sobre el escalón. Allí había algo que relucía. Volvió a apurar el paso mientras les pedía a las Diosas por ella y por Clem. Que no sea él, murmuró, al ver que lo que relucía era tejido y había un charco de sangre a su alrededor; por favor, que no sea él.
No lo era. Ahora que ya casi estaba en el umbral, vio los restos de un rostro y lo reconoció: el agente de Sartori, Descansito. Le habían sacado los ojos y la boca, que había vomitado ruegos y halagos en tal abundancia, carecía de lengua. Pero no cabía duda de su identidad. Sólo una criatura del In Ovo podía seguir retorciéndose como hacía esta, negándose a renunciar a una apariencia de vida aun cuando su realidad había desaparecido.
Miró más allá del trofeo y se asomó a las tinieblas de la calle al tiempo que volvía a llamar a Clem. Al principio no hubo respuesta. Luego lo oyó, un grito medio ahogado.
—¡Vuelve dentro! ¡Por… el amor… de Dios, vuelve!
—¿Clem? —Jude salió de la casa, lo que provocó nuevos gritos de alarma en la oscuridad.
—¡No! ¡No!
—No voy a volver sin ti —dijo mientras esquivaba la cabeza del oviáceo.
Oyó que algo dejaba escapar un suave gemido en ese momento, como una criatura que gruñera con el buche lleno de abejas.
—¿Quién anda ahí? —dijo.
Al principio nadie respondió pero Jude sabía que alguien lo haría si esperaba y de quién sería la voz cuando la oyera. No anticipó la naturaleza de la respuesta, sin embargo, ni el tono tan bajo.
—No tenía que ocurrir de este modo —dijo Sartori.
—Si le has hecho daño a Clem…
—No tengo ningún deseo de hacerle daño a nadie.
Jude sabía que mentía. Pero también sabía que no le haría daño a Clem mientras necesitase un rehén.
—Suelta a Clem —le dijo.
—¿Vendrás a mí si lo hago?
La joven dejó pasar un periodo de tiempo decente antes de responder para no parecer demasiado ansiosa.
—Sí —dijo—. Iré.
—¡No, Judy! —dijo Clem—. No. No está sólo.
Ahora lo veía, a medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Unas bestias lustrosas y feas rondaban de un lado a otro. Una se había levantado sobre las patas traseras y se afilaba las garras en el árbol. Había otra en la alcantarilla, lo bastante cerca para que Jude le viera las entrañas a través de la piel traslúcida. Su fealdad no la angustió. En los linderos de cualquier drama siempre se acumulaban ese tipo de detritos: restos de personajes descartados, disfraces manchados, máscaras rotas. Eran irrelevantes y su compañero los había tomado como compañía porque sentía cierta afinidad con ellos. Jude los compadecía pero a él, que había llegado a lo más alto, lo compadecía aún más.
—Quiero ver a Clem aquí, en la puerta, antes de moverme —le dijo.
Hubo una pausa, luego Sartori dijo:
—Voy a confiar en ti.
Siguieron a sus palabras más sonidos procedentes de los oviáceos que se paseaban entre las tinieblas y Jude vio que dos de ellos descendían de entre las sombras con Clem entre ellos, con los brazos metidos en sus gargantas. Se acercaron lo suficiente a la acera para que Jude viera la espuma de gula que les subía a los labios, luego, literalmente escupieron a su prisionero. Clem cayó boca abajo en la carretera, con las manos y los brazos cubiertos por la suciedad de las bestias. Jude quiso acudir en su ayuda en ese mismo instante pero aunque los captores se habían retirado, el que rasgaba el árbol se había dado la vuelta y había bajado la cabeza de pala, sus ojos, negros como los de un tiburón, parpadeaban de un lado a otro en las cuencas bulbosas, ansioso por hacerse con la frágil carne que yacía en la carretera. Si ella se movía, temía que el ente saltara sobre Clem, así que se quedó en su sitio, en la puerta, mientras Clem se ponía en pie con esfuerzo. La saliva de los oviáceos le había llenado de ampollas los brazos pero salvo eso estaba ileso.
—Estoy bien, Judy —murmuró—. Vuelve dentro.
Pero ella se quedó en su sitio y esperó hasta que su amigo se hubo levantado y comenzó a cruzar la calle tambaleante antes de empezar a bajar los escalones.
—¡Vuelve! —le dijo él de nuevo.
Jude lo rodeó con los brazos y susurró:
—Clem, no quiero que discutas con esto. Entra en la casa y cierra la puerta con llave. Yo no voy contigo.
El ángel quiso decir algo pero ella lo silenció.
—Nada de discusiones, he dicho. Quiero verlo, Clem. Quiero… estar con él. Ahora, por favor, si me quieres, entra y cierra la puerta.
Jude sintió la renuencia en cada uno de los músculos de su amigo pero este sabía demasiado sobre los asuntos del amor, en especial el amor que desafiaba la ortodoxia, para intentar razonar con ella.
—Sólo recuerda lo que ha hecho —le dijo cuando la dejó marchar.
—Todo forma parte de lo mismo —le respondió ella y pasó sin ruido a su lado. Era fácil dejar atrás la luz. El dolor que las corrientes habían despertado en su médula disminuía con cada metro que ponía entre ella y la casa, y al pensar en el abrazo que la esperaba más adelante aceleraba el paso. Era lo que ella quería y lo que él quería también. Aunque las primeras causas de esta pasión habían desaparecido (una convertida en polvo, la otra envuelta en divinidad), el hombre que aguardaba en la oscuridad y ella eran su encarnación y no se podían negar el uno al otro.
Volvió la vista hacia la casa sólo una vez y vio que Clem se había rezagado ante la puerta. No perdió tiempo intentando convencerle para que entrara, se limitó a darse la vuelta y dirigirse hacia las sombras.
—¿Dónde estás? —dijo.
—Aquí —respondió su amante y salió de entre los pliegues de su legión.
Una única hebra de materia luminiscente lo acompañaba, lo bastante fina para haber sido tejida por arañas oviáceas, pero en algunos sitios interrumpida por cuentas como perlas que se hinchaban y caían de los filamentos, le bajaban por los brazos y la cara y moteaban el suelo que pisaba. La luz le sentaba bien, pero Jude ansiaba demasiado ver la verdad de su rostro para que eso la engañara y al penetrar en el encanto, encontró a su amante muy desmejorado. Había desaparecido el deslumbrante dandi que había conocido en el jardín de plástico de Klein. En sus ojos pesaba ahora la desesperación, tenía las comisuras de la boca caídas y el cabello desaliñado. Quizá siempre había tenido aquel aspecto y se había limitado a utilizar algún eco de poca monta para enmascararlo, pero Jude lo dudaba. Había cambiado por fuera porque algo había cambiado dentro.
Aunque se encontraba ante él indefensa, el hombre no intentó tocarla sino que permaneció en su sitio como un penitente que necesitara una invitación antes de acercarse al altar. A Jude le agradó esta nueva meticulosidad.
—No le he hecho daño a los ángeles —dijo él en voz baja.
—Ni siquiera deberías haberlos tocado.
—No tenía que ocurrir de este modo —dijo él de nuevo—. Fue una torpeza de los gek-a-gek. Se les cayó un trozo de carne del tejado.
—Lo he visto.
—Iba a esperar hasta que disminuyera el poder y luego iba a ir a buscarte por todo lo alto. —Sartori hizo una pausa y luego preguntó—. ¿Me habrías dejado llevarte?
—Sí.
—No estaba seguro. Tenía un poco de miedo de que me rechazaras y me convirtiera entonces en un ser cruel. Ahora eres mi cordura. No puedo seguir sin ti.
—Viviste todos esos años en Yzordderrex.
—Te tenía allí —dijo él—, sólo que con un nombre diferente.
—Y sin embargo eras cruel.
—Imagina cuánto más cruel habría sido —le dijo él, como si le asombrara esa posibilidad—, si no hubiera tenido tu rostro para apaciguarme.
—¿Es eso todo lo que soy para ti? ¿Un rostro?
—Sabes bien que no —dijo él y su voz descendió hasta convertirse en un susurro.
—Dímelo —le respondió ella pidiéndole un poco de cariño. Sartori miró por encima del hombro, hacia la legión. Si les habló, Jude no lo oyó. Las bestias se limitaron a retirarse, amedrentadas por su mirada. Cuando se fueron, su amante le rodeó el rostro con las manos, los dedos meñiques justo por debajo de la línea de la mandíbula, los pulgares posados con suavidad en las comisuras de sus labios. A pesar del calor que seguía elevándose del asfalto cocido, la piel del hombre estaba fresca.
—Por una razón u otra —le dijo—, no tenemos mucho tiempo así que lo diré de forma muy simple. Ya no hay futuro para nosotros. Quizá lo había ayer pero esta noche…
—Creí que ibas a construir una Nueva Yzordderrex.
—Así era. Y tengo el modelo perfecto para ella aquí. —Los pulgares masculinos se desplazaron de las comisuras de su boca al centro de los labios y los acariciaron—. Una ciudad hecha a tu imagen y semejanza, en lugar de estas calles miserables.
—¿Pero ahora?
—No tenemos tiempo, amor. Mi hermano está haciendo su trabajo ahí arriba y cuando termine… —Sartori suspiró y bajó todavía más la voz—, cuando termine…
—¿Qué? —dijo ella. Había algo que él quería compartir con ella pero era él mismo quien se lo prohibía.
—Tengo entendido que volviste a Yzordderrex —le dijo él.
Jude quería presionarlo para que terminase su explicación pero sabía que no debía espolearlo demasiado así que le respondió; sabía que las antiguas dudas de su amante podían surgir de nuevo si tenía paciencia. Sí, le dijo, era cierto que había estado en Yzordderrex y había encontrado el palacio muy cambiado. Eso despertó el interés de Sartori.
—¿Quién se ha apropiado de él? ¿No será Rosengarten? No. Los carestes. Ese puñetero cura, el tal Atanasio…
—Ninguno de esos.
—¿Entonces quién?
—Las Diosas.
La telaraña de luminiscencia aleteó alrededor de su cabeza, agitada por su angustia.
—Siempre estuvieron allí —le dijo Jude—. O al menos una de ellas, una Diosa llamada Urna Umagammagi. ¿Has oído hablar de Ella?
—Leyendas…
—Estaba en el Eje.
—Eso es imposible —dijo Sartori—. El Eje le pertenece al Invisible. Toda Imajica le pertenece al Invisible.
Jude jamás había oído de sus labios ni un aliento de sumisión, pero ahora lo oyó.
—¿También es nuestro Dueño? —le preguntó.
—Quizá podamos escapar de eso —le respondió él—. Pero será difícil, amor. Es el Padre de todos nosotros. Espera obediencia, incluso hasta el final. —De nuevo una dolorosa pausa pero esta vez la siguió una petición—. ¿Querrás abrazarme? —le preguntó.
Jude respondió con los brazos. Las manos masculinas abandonaron su rostro, le atravesaron el cabello y se unieron a su espalda.
—Antes pensaba que construir ciudades era algo divino —murmuró Sartori—. Y que si construía una lo bastante magnífica, permanecería para siempre y yo también. Pero todo desaparece antes o después, ¿no es cierto?
Jude oyó en sus palabras una desesperación que era todo lo contrario al celo visionario de Cortés, como si desde que los había conocido se hubieran intercambiado sus vidas. Cortés, el amante infiel, se había convertido en comerciante de cielos mientras que Sartori, el antiguo fabricante de infiernos, estaba aquí, ofreciendo amor como última salvación.
—¿Qué es la obra de Dios —le preguntó ella en voz baja—, si no la construcción de ciudades?
—No lo sé —dijo el hombre.
—Bueno… quizá no sea asunto nuestro —le respondió ella, quería fingir la indiferencia que siente un amante ante asuntos de importancia—. Nos olvidaremos del Invisible. Nos tenemos el uno al otro. Tenemos el niño. Podemos estar juntos todo el tiempo que queramos.
Había tanta verdad en esos sentimientos, Jude albergaba tanta esperanza de que esa visión pudiera hacerse realidad, que utilizarla para manipularlo la enfermaba. Pero tras haberle dado la espalda a la casa y todo lo que contenía, podía oír en los susurros de su amante ecos de las mismas dudas que la habían convertido a ella en una paria y si tenía que utilizar los sentimientos que había entre ellos para resolver por fin el enigma, que así fuera. Su eficacia no alivió las náuseas que le producía aquel engaño. Cuando Sartori dejó escapar un pequeño sollozo, como ocurrió ahora, Jude quiso confesarle sus motivos. Pero luchó contra ese deseo y lo dejó sufrir con la esperanza de que por fin su amante se desahogara y confesara todo lo que sabía, aunque sospechaba que aquel hombre jamás se había atrevido siquiera a dar forma a esos pensamientos y mucho menos a expresarlos.