Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (63 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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No había nada fuera de su organismo que no se reflejara en su interior: ni mar, ni ciudad, ni calle, ni tejado, ni habitación. Él estaba en el Quinto y el Quinto en él, reuniéndose para transportarse al Ana como prueba, mapa y poema, elogio escrito de que todas las cosas fuesen Una.

En los otros Dominios se producía la misma búsqueda de similitudes.

Desde su círculo en el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco ya había metido en su red de disolución tanto la ciudad de Patashoqua como la autopista que salía de sus puertas rumbo a las montañas. En el Tercero, Scopique (despejados el temor de que la ausencia del Eje invalidara su oficio) estaba extendiendo su comprensión por el Kwem hacia los terrenos erosionados por el viento que rodeaban Mai-ké. En L'Himby, donde no tardaría en llegar, había celebrantes reuniéndose en los templos, les habían dado esperanzas los profetas que habían salido de sus escondites la noche antes para extender la noticia de que la Reconciliación era inminente.

No menos inspirado, Atanasio estaba en ese momento volviendo por la Vía Crucis hasta las fronteras con el Tercero y rozando el océano hasta las islas mientras un yo más sensible recorría las cambiadas calles de Yzordderrex. Encontró allí retos desconocidos para Scopique, Ácaro Bronco o incluso Cortés. Había maravillas resbaladizas sueltas en aquellas calles que desafiaban cualquier analogía fácil. Pero al invitar a Atanasio a unirse al Sínodo, Scopique había elegido mejor de lo que pensaba. La obsesión de aquel hombre por Cristo, el Dios sangrante, le proporcionaba una comprensión de lo que las Diosas habían forjado que un hombre menos preocupado por la muerte y la resurrección jamás habría reconocido. En las calles desfiguradas de Yzordderrex vio un reflejo de su propia desfiguración física. Y en la música de las iconoclastas aguas un eco de la sangre que brotaba de sus heridas transformada (gracias al amor de la Santa Madre que había venerado) en un licor sublime y curativo.

Sólo Chicka Jackeen, en la frontera del Primer Dominio, tenía que trabajar con las abstracciones, pues no había nada de naturaleza física de lo que pudiera sacar sus similitudes. Todo lo que tenía era el muro vacío de la Mácula y en eso debía concentrarse. Del Dominio que se hallaba detrás (y sobre él recaía la responsabilidad de resumirlo y llevarlo al Ana) no tenía ningún conocimiento.

Pero no había pasado tantos años estudiando el misterio sin encontrar algún medio de enfrentarse a él. Aunque su cuerpo no ofrecía ninguna analogía para el enigma que aguardaba al otro lado de la línea divisoria, había un lugar en su interior igual de oculto a la vista e igual de abierto a las investigaciones realizadas por exploradores soñadores como él. Dejó que la mente (el proceso nunca contemplado que daba poder a cada acción significativa, que construía la devoción que lo mantenía en este círculo) fuera su semejanza. El muro vacío de la Mácula era el hueso blanco de su cráneo, limpio de todo fragmento de carne y cabello. La fuerza interior, incapaz de estudiarse de forma imparcial, era tanto el Dios del Primero como los pensamientos de Chicka Jackeen, unidos por un escrutinio mutuo.

Después de esta noche, ambos quedarían libres de la maldición de la invisibilidad. La Mácula caería y la Divinidad volvería a aparecer para recorrer Imajica. Cuando eso ocurriera, cuando la misma Divinidad que había metido a los nullianacs en su horno y había quemado su maldad, ya no estuviera separada de Sus Dominios, se produciría una revelación como nunca antes había habido. Los muertos, atrapados en su condición y sin poder encontrar la puerta, tendrían una luz para guiarlos. Y los vivos, que ya no temerían decir lo que piensan, saldrían de sus casas como deidades y llevarían sus cielos privados sobre sus cabezas para que todos los vieran.

Sumido en su propio oficio, Cortés no comprendía muy bien lo que sus compañeros maestros estaban logrando pero lo tranquilizó la ausencia de alarma en los otros Dominios, todo iba bien. Tanto dolor y humillaciones como había soportado para llegar a este lugar habían quedado recompensadas en las pocas horas transcurridas desde que había entrado en el círculo. Lo inundó un éxtasis que sólo había conocido durante el instante que dura un latido y contradijo la convicción que siempre había tenido, que tales sensaciones sólo se percibían en pequeños destellos porque sentirlas durante más tiempo haría que le estallara el corazón. No era cierto. El éxtasis no cesaba y él sobrevivía: más que sobrevivir, florecía, su autoridad sobre el oficio más fuerte con cada ciudad y cada mar que recuperaba para el círculo en el que se encontraba.

El Quinto ya casi estaba allí con él, compartiendo el espacio, enseñándole con su venida dónde se encontraba el verdadero poder de un Reconciliador. No era una técnica con lances y ecos, ni era pneumas, ni resurrecciones, ni la expulsión de demonios. Era la fuerza para invocar la miríada de maravillas que alberga un Dominio entero con sólo los nombres de su cuerpo y que el símil no lo quebrara; admitir que estaba en el mundo hasta el punto más pequeño, y el mundo en él y que no lo volvieran loco las complejidades que contenía ni se enamorara tanto de los paisajes por los que se extendía que perdiera todo recuerdo del hombre que había sido.

Había tal placer en este proceso que la risa empezó a sacudirlo allí sentado, en el círculo. Su buen humor no lo distraía de su propósito sino que lo facilitaba aún más, sus pensamientos escuchaban su risa y salían corriendo del círculo hacia regiones tan brillantes como ignoradas y volvían con sus premios como los mensajeros enviados con poemas a una tierra prometida, volvían con ella a la espalda y esta florecía por el camino.

2

En la habitación de arriba, Descansito oyó las carcajadas y se puso a brincar a tono con el júbilo del Liberatore. ¿Qué otra cosa podía significar un sonido así salvo que la hazaña estaba a punto de lograrse? Incluso si él no veía las consecuencias de este triunfó, pensó la criatura, su última noche en el mundo de los vivos había quedado enormemente endulzada por todo aquello de lo que había formado parte. Y si acaso hubiese otra vida para criaturas como él (aunque de eso no estaba en absoluto seguro), entonces el relato de esta noche sería un magnífico cuento que contar cuando se encontrase en compañía de sus ancestros.

Preocupado pues no quería molestar al Reconciliador, la criatura renunció a su danza de celebración y estaba a punto de regresar a la ventana y a sus obligaciones de vigilante nocturno cuando oyó un sonido que sus sigilosas pisadas habían ocultado. Su mirada abandonó el alféizar para dirigirse al techo. Se había levantado algo de viento en los últimos minutos y cruzaba el tejado rozándolo apenas y sacudiendo la pizarra a su paso, o eso pensó Descan, hasta que se dio cuenta de que el árbol de fuera estaba tan quieto como el Kwem en el equinoccio.

Descansito no venía de una tribu de héroes, más bien lo contrario. Las leyendas de su pueblo se referían a famosos apologistas, seres modestos, desertores y cobardes. Su instinto, al oír aquel sonido por encima de su cabeza, le empujó a correr escaleras abajo tan rápido como sus estevadas piernas supieran. Pero luchó contra lo que la naturaleza le dictaba, por el Reconciliador, y se acercó con cautela a la ventana con la esperanza de vislumbrar por un instante lo que estaba pasando más arriba.

Se subió al alféizar y, boca arriba, se deslizó un poco para asomarse al alero. Una bruma ensuciaba la luz de las estrellas y el tejado estaba oscuro. La criatura se inclinó hacia el exterior un poco más, el alféizar duro bajo su espalda huesuda. Desde la ventana de abajo, el sonido de la risa del Reconciliador subió flotando y su música lo tranquilizó. Descansito tuvo tiempo de sonreír al oírla. Luego, algo tan oscuro como el tejado y tan sucio como la niebla que cubría las estrellas se estiró y le tapó la boca. El ataque fue tan repentino que Descansito se soltó del marco de la ventana y cayó hacia atrás pero su verdugo lo tenía agarrado con demasiada fuerza para dejarlo caer y lo subió a pulso al tejado. En cuanto vio a los allí reunidos, Descan supo al instante que había cometido varios errores. Uno, se había tapado la nariz y por tanto no había olido a los congregados. Dos, había confiado demasiado en la teología que enseñaba que el mal viene de abajo. En absoluto, para nada. Mientras vigilaba la calle por si venía Sartori y su legión, había descuidado la ruta de los tejados, que era igual de sólida para criaturas tan ágiles como estas.

No había más de seis, claro que tampoco hacían falta más. Los
gek-a-gek
eran los más temidos entre los temidos; oviáceos que sólo los más arrogantes de los maestros habrían invocado en los Dominios. Tan inmensos como tigres, e igual de esplendorosos, tenían manos del tamaño de la cabeza de un hombre y cabezas tan planas como las manos de un hombre. Los flancos eran traslúcidos bajo cierta luz pero aquí habían hecho un pacto con la oscuridad y yacían (todos salvo el verdugo) en el vértice del tejado; ocultaban con sus siluetas al maestro hasta que este se levantó y murmuró que le trajeran al cautivo a sus pies.

—Bueno, Descansito —dijo, las palabras demasiado tenues para que las oyeran en las habitaciones inferiores pero lo bastante altas para hacer que la criatura evacuara de puro terror—. Quiero que derrames por mí un poco más de mierda.

3

A Sartori no le produjo ninguna satisfacción ver apagarse la vida de Descansito. La sensación de júbilo que había sentido al amanecer cuando, tras convocar a los gek-a-gek, había contemplado el enfrentamiento que lo aguardaba unas horas después, había desaparecido prácticamente del todo con el sudor provocado por el calor del día intermedio. Los gek-a-gek eran bestias poderosas y muy bien podrían haber sobrevivido al trayecto de Shiverick Square a la calle Gamut pero ningún oviáceo apreciaba demasiado la luz de cualquier cielo y en lugar de arriesgarse a que se debilitaran, Sartori había preferido quedarse bajo los árboles con su manada, descontando las horas. Sólo una vez se había aventurado a abandonar su compañía y había encontrado las calles desiertas. Esa visión debería haberlo alentado. Con la zona desierta, sus criaturas y él no tendrían testigos cuando se lanzaran sobre el enemigo. Pero sentado en el silencioso emparrado con su legión adormilada, sin que ni siquiera el sonido de una mosca lo distrajera, su mente fue presa de temores que había desechado hasta ahora, temores alentados por la visión de estas calles vacías.

¿Era posible que sus propósitos revisionistas estuvieran a punto de ser arrollados por una revisión más inmensa todavía? Se dio cuenta de que sus sueños de una Nueva Yzordderrex no tenían ningún valor. Se lo había dicho a su hermano en la torre. Pero incluso si no iba a construir ningún imperio, todavía tenía algo por lo que vivir. Estaba en la casa de la calle Gamut, añorándolo, esperaba, como él la añoraba a ella. Sartori quería continuar, aunque fuera siendo un infierno para el cielo de Cortés. Pero la deserción de la ciudad lo hizo preguntarse si hasta eso no era un sueño imposible.

A medida que avanzaba la tarde, había empezado a ansiar el momento de alcanzar a la calle Gamut, aunque sólo fuera por las señales de vida que le proporcionaría. Pero al llegar se había encontrado con muy poco consuelo. Los fantasmas que permanecían en el perímetro sólo le recordaron lo poco caritativa que era en realidad la muerte y los sonidos que salían de la casa en sí (la risita de una muchacha, en una de las habitaciones inferiores y más tarde unas fuertes carcajadas de su hermano, en la sala de meditación) sólo le parecieron señales de un optimismo idiota.

Ojalá pudiera arrancar esos pensamientos de su cabeza, pero no había forma de escapar de ellos salvo, quizá, en los brazos de su Judith. Esta estaba en la casa, eso lo sabía. Pero con las corrientes tan fuertes que se habían desatado dentro, no se atrevía a entrar. Lo que quería, y lo que por fin le sacó a Descansito, era información sobre su estado y paradero. Él había supuesto, y resultó que se había equivocado, que Judith estaba con el Reconciliador. La mujer se había largado a Yzordderrex, dijo Descansito y había vuelto con historias fabulosas. Pero al Reconciliador no le habían impresionado tanto. Se había producido una gresca y Cortés había comenzado su oficio sólo.

¿Y para empezar, por qué se había ido? inquirió, pero la criatura afirmaba que no lo sabía y no la pudo persuadir para que le diera una respuesta, aunque casi le habían arrancado los miembros y tenía la sesera abierta y a merced de la lengua del gek-a-gek. Había muerto declarando su inocencia con toda energía y Sartori había dejado que la manada jugueteara con el cadáver mientras él se paseaba por el tejado dándole vueltas a lo que le había dicho.

Ah, lo que daría por un taco de kreauchee para dominar su impaciencia o bien para envalentonarlo lo suficiente para llamar a la puerta y decirle que saliera y hacerle el amor entre los fantasmas. Pero estaba demasiado dolorido para enfrentarse a las corrientes. Llegaría el momento, muy pronto, en el que el Reconciliador, una vez completada la recolección, se retiraría al Ana. En ese punto, el círculo, cuyo poder ya no se necesitaría como conducto para devolver a los análogos a su depósito natural, desconectaría esas corrientes y pasaría a concentrarse en conseguir que el Reconciliador atravesara el In Ovo. Ahí, en esa ventana entre el traslado del Reconciliador al Ana y la conclusión del oficio, actuaría él. Entraría en la casa y dejaría que los gek-a-gek se encargaran de Cortés (y de cualquiera que acudiera a protegerlo) mientras él reclamaba a Judith.

Al pensar en ella, y en el kreauchee que anhelaba, Sartori se sacó el huevo azul del bolsillo y se lo llevó a los labios. Había besado su frescor mil veces en las últimas horas, lo había lamido y chupado. Pero lo quería en un lugar más profundo, encerrado en su vientre, como lo estaría ella cuando volvieran a copular. Se lo metió en la boca, echó la cabeza hacia atrás y lo tragó. Bajó con facilidad y le concedió unos minutos de tranquilidad mientras esperaba la hora de su liberación.

Si la cabeza de Clem no hubiera tenido dos inquilinos, es muy posible que hubiera abandonado su lugar en la puerta de la calle durante las horas que pasó el Reconciliador trabajando arriba. Las corrientes que ese proceso había desatado habían hecho que le doliera el vientre al principio pero, después de un rato, el efecto se suavizó e inundó su sistema de una serenidad tan persuasiva que le hubiera gustado encontrar un lugar para echarse y soñar. Pero Tay había vigilado tal negligencia de sus funciones con severidad y siempre que la atención de Clem se distraía, sentía la presencia de su amante (que estaba unida y entrelazada con sus pensamientos de una forma tan sutil que sólo se hacía patente cuando había un conflicto de intereses) que lo obligaba a renovar la vigilancia. Así que se mantuvo en su puesto, aunque a estas alturas, seguro que no era más que un ejercicio académico.

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