Ilión (74 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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Yo todavía no me rindo
, dijo Mahnmut. Caminó de un lado a otro, palpando el borde de la puerta de metal por la que habían entrado. También estaba sellada con campos de fuerza. Tal vez si Orphu tuviera todavía brazos podría arrancar la puerta. Tal vez.

¿Qué dice Shakespeare sobre el final en este tipo de casos?
, preguntó Orphu.
¿Le dijo alguna vez adiós el Poeta al joven?

En realidad no
, respondió Mahnmut, palpando las paredes con sus dedos orgánicos.
Se separaron en malos términos. Su relación se estropeó cuando descubrieron que se estaban acostando con la misma mujer.

¿Es una broma?
, preguntó Orphu, la voz serena.

Mahnmut se quedó inmóvil.
¿Qué?

No importa.

¿Qué dice Proust de todo esto?
, preguntó Mahnmut.

Longtemps, je me suis couché de bonne heure
, recitó Orphu de Io.

A Mahnmut no le gustaba el francés (le parecía como aceite demasiado espeso en las juntas), pero lo tenía en su banco de datos y pudo traducirlo: «Me acosté temprano durante mucho tiempo.»

Al cabo de dos minutos veintinueve segundos, Mahnmut dijo por tensorrayo:
El
resto es silencio.

La puerta se abrió y una diosa de dos metros diez de estatura entró en la habitación y la cerró. Empuñó un ovoide plateado con las dos manos, sus pequeños agujeros negros apuntándolos a ambos. Mahnmut supo instintivamente que abalanzarse sobre ella no serviría de nada. Retrocedió hasta que pudo tocar el caparazón de Orphu con las manos, sabiendo perfectamente bien que el ioniano no podía sentir el contacto.

—Me llamo Hera y he venido a poner fin a vuestra miseria de una vez por todas, estúpidos y alocados moravecs —dijo la diosa en inglés—. Nunca me ha gustado vuestra especie.

Hubo un destello y una descarga y descendió una negrura absoluta.

42
Olimpo e Ilión

Mi impulso es TCear del Olimpo en el instante en que veo a Tetis, Afrodita y mi musa entrar en el Gran Salón, pero recuerdo que Afrodita tiene el poder de verme y seguir las perturbaciones del continuum cuántico. Cualquier salida cuántica apresurada llamaría su atención.

Además, mi trabajo aquí no ha terminado del todo.

Caminando de lado, interponiendo a los altos dioses y diosas entre mí y las mujeres que entran, camino de puntillas tras una ancha columna y salgo del Gran Salón. Oigo los furiosos gritos de Ares, que todavía exige saber qué ha estado pasando en el campo de batalla de Ilión en su ausencia, y luego oigo a Afrodita decir:

—Señor Zeus, Padre, todavía recuperándome de mis terribles heridas como estoy, he pedido salir de las tinas de curación y venir aquí porque ha llegado a mi conocimiento que hay un hombre mortal que ha robado un medallón TC y el Casco de Hades forjado para la invisibilidad por el propio Hades aquí presente. Temo que este mortal esté causando grandes perjuicios incluso mientras hablamos.

La multitud de dioses estalla en un clamor de preguntas a gritos y murmullos.

Se acabó la ventaja que pudiera tener
. Todavía protegido por el campo del Casco, corro por un largo pasillo, giro a la izquierda en la primera intersección, desemboco en otro pasillo. No tengo ni idea de adonde me encamino, sólo que mi única esperanza es toparme con Hera. Tras detenerme en otra encrucijada, oyendo que los rugidos aumentan en el Gran Salón, cierro los ojos y rezo… y no a esos cerdos dioses. Es la primera vez que rezo desde los nueve años, cuando mi madre tenía cáncer.

Abro los ojos y veo a Hera cruzar un pasillo, cien metros a mi izquierda.

El repiqueteo de mis sandalias resuena en los largos pasillos de mármol. Altos trípodes dorados proyectan luz de llamas sobre paredes y techos. No me preocupa el ruido: tengo que alcanzarla. Más rugidos resuenan por los pasillos desde la agitada asamblea del Gran Salón. Me pregunto cómo ocultará Afrodita su complicidad en el hecho de armarme y enviarme a espiar y matar a Atenea, pero entonces recuerdo que la diosa del amor es una consumada mentirosa. Estaré muerto antes de tener ninguna oportunidad de decirle a nadie la verdad acerca del asunto. Afrodita será la heroína que advirtió a los otros dioses de mi traición.

Caminando rápidamente, Hera se detiene de pronto y mira por encima del hombro. Yo ya me había detenido y me pongo de puntillas, tratando de no hacer ningún ruido. La esposa de Zeus frunce el ceño, mira a ambos lados y pasa la mano por una puerta metálica de seis metros de altura. El metal zumba, los cerrojos internos chasquean al abrirse y la puerta cede hacia dentro. Tengo que correr para entrar deslizándome en la habitación antes de que Hera haga un gesto y la puerta se cierre tras ella. Un rugido aún más grande procedente del Gran Salón cubre el ruido de mis sandalias sobre la piedra. De los pliegues de su peplo Hera saca un arma lisa y gris, parecida a una concha marina con letales aberturas negras.

Un pequeño robot y el caparazón de un cangrejo son las únicas cosas que hay en la habitación. El robot retrocede, obviamente esperando lo que sucederá a continuación, y coloca una mano extrañamente humana sobre la enorme y cascada figura del caparazón. Por primera vez advierto que el otro objeto debe ser también un robot. Sean lo que sean estas máquinas, no forman parte del Olimpo. Estoy convencido de ello.

—Me llamo Hera —dice la diosa—, y he venido a poner fin a vuestra miseria de una vez por todas, estúpidos y alocados moravecs. Nunca me ha gustado vuestra especie.

Yo me había detenido antes de que ella hablara. Ésta es Hera, esposa y hermana de Zeus, reina de los dioses y la más poderosa de todas las diosas con la posible excepción de Atenea. Tal vez han sido las palabras «vuestra especie» en eso de «nunca me ha gustado vuestra especie». Yo nací a mediados del siglo XX, viví en el siglo XXI, y ya he oído frases como ésa demasiadas veces.

Sea cual sea el motivo, apunto con mi bastón y lanzo un táser a la zorra arrogante.

No estaba seguro de que los cincuenta mil voltios fueran a surtir efecto sobre una diosa, pero Hera sufre un espasmo, cae y dispara el ovoide que tiene en las manos, arrasando los brillantes paneles del techo que iluminan la habitación, que queda en completa oscuridad.

Retracto el electrodo del táser y preparo otra descarga, pero en la negrura de la habitación sin ventanas no veo nada. Doy un paso adelante y casi tropiezo con el cuerpo de Hera. Parece estar inconsciente, pero todavía se retuerce en el suelo. De repente dos rayos de luz iluminan la habitación. Me quito la capucha del Casco de Hades y me veo a mi mismo en los rayos gemelos.

—Aparta esa luz de mis ojos —le digo al pequeño robot. Las luces parecen proceder de su pecho. Los rayos se apartan.

—¿Eres humano? —pregunta el robot. Tardo un segundo en advertir que ha hablado en inglés.

—Sí —digo. Mi propio idioma me suena extraño en la boca—. ¿Qué sois vosotros?

—Somos moravecs —dice la pequeña forma, acercándose, iluminando con los rayos gemelos a Hera, cuyos párpados están aleteando. Me inclino, recojo el arma gris y me la guardo en un bolsillo de la túnica.

—Me llamo Mahnmut —dice el robot. Su oscura cabeza ni siquiera me llega al pecho. No veo ojos en la cara metálica de aspecto plástico, pero si bandas oscuras donde deberían estar, y tengo la impresión de que me mira—. Mi amigo es Orphu de Io —añade. La voz del robot es suave, sólo vagamente masculina, y no suena metálica ni robótica en lo más mínimo. Indica el cascarón cascado que ocupa tres o más metros de espacio en la habitación.

—¿Está... Orphu... vivo? —pregunto.

—Si, pero ahora no tiene ojos ni manipuladores —contesta el pequeño robot—. Pero le estoy transmitiendo por radio todo lo que decimos y él dice que es un placer conocerte. Dice que si todavía tuviera ojos, serías el primer humano que ha visto.

—Orphu de Io —repito—. ¿No hay una luna de Saturno llamada Io?

—De Júpiter, en realidad —dice la máquina Mahnmut.

—Bueno, es un placer conoceros —digo—, pero ahora tenemos que salir de aquí. Charlaremos luego. La vaca se está despertando. Alguien vendrá a buscarla dentro de un par de minutos. Los dioses están bastante agitados.

—Vaca —repite el robot. Está contemplando a Hera—. Que curioso.

El robot dirige sus luces gemelas hacia la puerta.

—La puerta del establo parece haberse cerrado detrás de la vaca. ¿Tienes algún medio de abrirla o de hacerla saltar de sus goznes?

—No —digo yo— Pero no tenemos que atravesar esa puerta para salir de aquí. Dame tu mano... tu zarpa... lo que sea.

El robot vacila.

—¿Pretendes sacarnos de aquí con teleportación cuántica por casualidad?

—¿Conoces la TC?

La pequeña figura dirige los rayos hacia el caparazón de cangrejo inerte que se alza por encima de mi cabeza.

—¿Puedes llevarnos a ambos contigo?

Ahora me toca a mí vacilar.

—No lo sé. Sospecho que no. Tanta masa...

Hera se agita y gime a nuestros pies... bueno, a mis pies y a los apéndices de aspecto vagamente parecido a pies de Mahnmut.

—Dame la mano —repito—. Te TCearé a un sitio seguro, lejos del Olimpo, y volveré a por tu amigo.

El pequeño robot retrocede otro paso.

—Tengo que saber que Orphu puede salvarse antes de ir.

Suenan voces en el pasillo. ¿Me están buscando ya? Es probable. ¿Ha compartido Afrodita su tecnología para ver a través del Casco de Hades, o están desplegándose y buscando la nada como si estuvieran dando caza a un hombre invisible? Hera gime y se tiende de costado. Sus párpados siguen aleteando, pero está volviendo en sí.

—Al carajo —digo. Me quito la capa y saco el arnés de levitación que forma parte de mí armadura—. Dame un poco de luz, por favor.

¿Se le piden las cosas por favor a un robot? Naturalmente, este Mahnmut no ha dicho que sea un robot, sino un moravec. Sea lo que sea eso.

El primer cinturón del arnés es demasiado corto para rodear el gran caparazón de cangrejo, pero uno las tres secciones, e inserto cada extremo de cinchas en las grietas del caparazón. Parece que este pobre diablo Orphu ha sido práctica de tiro de un grupo terrorista durante años. Hay cráteres dentro de cráteres en su caparazón de aspecto vagamente metálico.

—Muy bien —digo—. Vamos a ver si funciona. —Activo el arnés.

Lo que deben de ser toneladas de caparazón inerte se agitan, golpean, pero luego levitan un palmo por encima del suelo de mármol.

—Vamos a ver si este medallón puede con tanto peso —digo, sin importarme si el tal Mahnmut puede comprenderme. Le tiendo el bastón táser al pequeño robot—. Si la vaca se agita antes de que yo vuelva, o si entra alguien más por esa puerta, apunta con el bastón y dispara. Detendrá a uno de ellos.

—Lo cierto es que tengo que recoger las dos cosas que nos robaron y tal vez me vendría bien ese aparato de invisibilidad que estabas usando —dice Mahnmut—. ¿Puedes prestármelo? —Me devuelve el bastón.

—Mierda —digo. Las voces están ya ante la puerta. Me aflojo la armadura, tiro de la capucha de cuero y se la lanzo al robot. ¿Funcionará el aparatito de Hades con una máquina? Ahora ya no hay tiempo—, ¿Cómo te encontraré cuando vuelva?

—Ven al lado más cercano del lago de la caldera dentro de una hora —dice el robot—. Yo te encontraré.

La puerta se abre. El pequeño robot desaparece.

A Nightenhelser y Patroclo, simplemente los agarré para incluirlos en el campo de TC, aunque tuve que arrastrar al inerte Patroclo rodeándolo con el brazo. Ahora me apoyo contra el caparazón de Orphu, extendiendo el brazo todo lo que puedo mientras visualizo mi destino y retuerzo el medallón.

Luz brillante y arena bajo los pies. La masa de Orphu se ha teleportado conmigo y ahora flota a un palmo de la arena, lo que es bueno, porque hay piedrecitas debajo. No creo que sea posible emerger tras el TC dentro de un objeto sólido, pero me alegro de no haber elegido el día de hoy para averiguarlo.

He llegado al campamento de Agamenón en la playa, pero las tiendas están casi desiertas a esta hora de la mañana. A pesar de las nubes de tormenta del cielo, los rayos de luz iluminan la playa y las vistosas tiendas, pintando de luz los negros barcos, y me descubren a los guardias aqueos que retroceden de un salto ante la súbita aparición. Oigo el fragor de la batalla a cien metros más allá del campamento y sé que los griegos y los troyanos siguen combatiendo al otro lado de los fosos defensivos aqueos. Tal vez Aquiles dirige un contraataque.

—Este caparazón es sagrado para los dioses —le grito a los guardias que se acurrucan tras sus lanzas—. No lo toquéis o sufriréis dolores de muerte. ¿Dónde está Aquiles? ¿Ha estado aquí?

—¿Quién quiere saberlo? —exige saber el más alto y velludo de los guardias. Alza su lanza. Lo reconozco vagamente como Guneo, comandante de los enienos y perabíanos de Dodona. No sé qué está haciendo este capitán montando guardia en el campamento de Agamenón, y ahora no tengo tiempo de averiguarlo.

Abato a Guneo con el táser y miro al segundo en el mando, un sargento bajito y zambo.

—¿Me llevarás tú con Aquiles?

El hombre planta la lanza en la arena, se apoya en una rodilla e inclina brevemente la cabeza. Los otros guardias vacilan pero hacen lo mismo.

Pregunto dónde está Aquiles.

—Toda la mañana, el divino Aquiles recorrió la orilla, convocando a los aqueos dormidos y despertando a los capitanes con sus penetrantes gritos —dice el sargento—. Luego desafió a los Atridas a un combate y los derrotó a ambos. Ahora está con los grandes generales, planeando una guerra, dicen, contra el mismísimo Olimpo.

—Llévame con él.

Mientras me conducen fuera del campamento, miro hacia Orphu de Io (todavía flota sobre la arena, los guardias restantes mantienen una respetuosa distancia), y entonces me río con ganas.

El pequeño sargento me mira, pero no le doy explicaciones. Simplemente, es la primera vez en nueve años que camino libremente por las llanuras de Ilión sin morfearme en nadie, como Thomas Hockenberry y no como nadie más. Me siento estupendamente.

43
El Anillo Ecuatorial

Justo antes de que encontraran la fermería, Daeman se había estado quejando de que tenía hambre. Estaba hambriento. Nunca había pasado tanto tiempo sin comer. Lo último que había tomado eran unos bocados de la última barra de comida seca, hacía casi diez horas.

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