Ilión (70 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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—¿Qué es? —preguntó Harman, su cabeza y sus hombros desaparecieron un minuto bajo la cosa que flotaba lentamente.

—Estamos en el extrarradio de Atlántida —dijo Savi—, aunque aún nos faltan unos setenta y cinco kilómetros para llegar. Los posts construyeron sus estaciones terrestres con este material.

—¿Qué material es? —Harman extendió la mano hacia el ovoide amarillo—. ¿Puedo tocarlo?

—Algunas de las formas dan descargas. Otras no. Ninguna mata. Inténtalo. No te derretirá la mano.

Harman apoyó los dedos en la curvatura de la brillante forma. Su mano desapareció dentro. La sacó rápidamente; gotas amarillas y naranjas cayeron de sus dedos y volaron de vuelta a la forma.

—Es frío —dijo—. Muy frío. —Flexionó los dedos y se estremeció.

—En esencia es una gran molécula —explicó Savi—. Aunque no sé cómo es eso posible.

—¿Qué es una molécula? —preguntó Daeman. Había retrocedido unos cuantos pasos cuando la mano de Harman desapareció, y tuvo que gritar para hacerse oír. Además, no dejaba de mirar por encima del hombro. Savi tenía la pistola en el cinturón, pero el bosque de bambú estaba demasiado cerca para que Daeman se sintiera cómodo. Casi había oscurecido.

—Las moléculas son las cosas pequeñitas de las que todo está compuesto —dijo Savi—. No se pueden ver sin lentes especiales.

—No me cuesta nada ver ésa —dijo Daeman. A veces, pensó, hablar con Savi era como hablar con una niña pequeña, aunque Daeman nunca había tratado con ninguna niña pequeña.

Los tres regresaron al reptador. La luz de la tarde se reflejaba en la esfera de pasajeros y hacía que las altas patas articuladas brillaran. Los estratocúmulos, al este, en la lejanía, hacia la montaña llamada Chipre, captaban la luz dorada.

—Atlántida está compuesta principalmente por esta gélida energía macromolecular —dijo la anciana—. Forma parte de la manipulación cuántica que los posts se traían entre manos. Hay aquí materia real (algo que los científicos de la Edad Perdida llamaban «materia exótica»), pero no sé en qué proporción, ni cómo funciona. Sólo sé que hace que sus ciudades... o estaciones, lo que sea, sean una especie de cambiaformas que entran y salen de nuestra realidad cuántica.

—No lo entiendo —dijo Harman, liberando a Daeman de la necesidad de decirlo.

—Lo verás por ti mismo dentro de poco. Deberíamos poder ver la ciudad cuando remontemos ese promontorio que está en el horizonte. Y llegar antes de que oscurezca del todo.

Subieron al reptador y ocuparon sus asientos. Pero antes de que Savi pudiera poner la gran máquina en marcha, Harman dijo:

—Ya habías estado aquí. —No era una pregunta.

—Sí.

—Pero dijiste que nunca habías estado en los anillos orbitales. ¿Fue ese el motivo por el que ya viniste?

—Sí —dijo Savi—. Sigo convencida de que la respuesta para liberar a mis amigos del rayo de neutrinos se encuentra allá arriba. —Indicó con la cabeza el brillo de los anillos e y p en el crepúsculo.

—Pero no lo has conseguido hasta ahora —continuó Harman—. ¿Por qué?

Savi se giró en su asiento y los miró.

—Os diré por qué y cómo fracasé si tú me dices por qué quieres realmente subir allá arriba. Por qué has pasado años intentando encontrar un modo de subir a los anillos.

Harman sostuvo largamente su mirada y Luego apartó los ojos.

—Soy curioso —dijo.

—No —respondió Savi. Esperó.

Él volvió a mirarla y Daeman advirtió en el rostro del otro hombre que estaba más emocionado que nunca.

—Tienes razón —contestó Harman—. No es curiosidad morbosa. Quiero encontrar la fermería

—Para poder vivir más tiempo —dijo Savi en voz baja.

Harman cerró los puños.



. Para vivir más tiempo. Para poder continuar viviendo más allá de este jodido Veinte Final. Porque siento ansia por la vida. Porque quiero que Ada tenga un hijo mío y quiero estar aquí para verlo crecer, aunque los padres no hacen esas cosas. Porque soy un hijo de puta sediento... sediento de vida. ¿Estás satisfecha?

—Sí —dijo Savi. Miró a Daeman—. ¿Y cuáles son tus motivos para venir a este viaje, Daeman
Uhr
?

Daeman se encogió de hombros.

—Si hubiera un fax-portal cerca, me volvería a casa en un segundo.

—No lo hay —dijo Savi—. Lo siento.

Él ignoro el sarcasmo.

—¿Por qué nos has traído, vieja? —preguntó—. Conoces el camino. Supiste encontrar el reptador. ¿Por qué nos trajiste?

—Buena pregunta —dijo Savi—. La última vez que vine a Atlántida, vine a pie. Desde el norte. Hace siglo y medio, y traje a dos
eloi
conmigo... Lo siento, es un término insultante. Traje a dos mujeres jóvenes conmigo. Sentían curiosidad.

—¿Qué ocurrió? —dijo Harman.

—Murieron.

—¿Cómo? —preguntó Daeman—. ¿Los
calibani
?

—No. Los
calibani
mataron y se comieron al hombre y a la mujer que vinieron conmigo la vez anterior a ésa, hace casi tres siglos. Entonces yo no sabia como contactar con la logosfera Próspero, ni lo del ADN.

—¿Por qué siempre venís de tres en tres? —le preguntó Harman. A Daeman le pareció una pregunta rara. Quería saber más detalles sobre todos aquellos compañeros de viaje muertos. ¿Quería decir
permanentemente
muertos o sólo muertos para ser reparados en la fermería?

Savi se echó a reír.

—Haces buenas preguntas, Harman
Uhr
. Pronto lo verás. Verás por qué he venido con otros dos más después de aquella primera visita en solitario a Atlántida hace más de un milenio. Y no sólo a Atlántida... sino a algunas de sus otras estaciones. En el Himalaya. La isla de Pascua. Una del Polo Sur. Esos sí que fueron viajes divertidos, ya que un sonie no puede llegar a quinientos kilómetros de ninguna estación.

Daeman se perdió. Quería oír más sobre las personas muertas y devoradas.

—¿Pero nunca has encontrado una nave espacial, una lanzadera, para subir allá arriba? —preguntó Harman—. ¿Después de todos esos intentos?

—No hay ninguna nave espacial —dijo Savi. Activó los controles virtuales, puso el reptador en marcha y los guió rumbo noroeste mientras la puesta de sol pintaba de rojo todo el cielo.

La ciudad de los posthumanos se extendía a lo largo de kilómetros del lecho marino seco. Brillantes torres de energía se alzaban y caían a trescientos metros de altura. El reptador se abrió paso entre obeliscos de energía, esferas flotantes, rojas escaleras energéticas que no iban a ninguna parte, rampas azules que aparecían y desaparecían, pirámides que se plegaban sobre sí mismas, un gigantesco toro azul que se movía adelante y atrás con pulsantes varas amarillas e incontables cubos y conos de colores.

Cuando Savi se detuvo y abrió la puerta corredera, incluso Harman pareció reacio a bajar. Savi ya se había asegurado de que se pusieran las termopieles y sacó tres máscaras de osmosis del compartimiento de herramientas del reptador.

Estaba bastante oscuro ya, las estrellas se unían a los anillos rotatorios en el cielo negro-púrpura, sobre ellos. El brillo de la ciudad de energía iluminaba el lecho marino y los campos de cultivos en un radio de un kilómetro. Savi los condujo hasta una escalera roja y los hizo subir: los escalones macromoleculares soportaron su peso, aunque a Daeman se le antojó que caminaba sobre esponjas gigantescas.

A treinta metros sobre el lecho marino, la escalera terminó en una plataforma negra de un metal opaco y oscuro que no reflejaba ninguna luz. En el centro de la plataforma cuadrada había tres sillones de madera de aspecto antiguo con altos respaldos y cojines rojos. Los sillones estaban colocados de manera equidistante alrededor de un agujero negro en la plataforma negra, separados unos diez metros, mirando hacia afuera.

—Sentaos —dijo Savi.

—¿Esto es una broma? —dijo Daeman.

Savi negó con la cabeza y se sentó en el sillón que miraba al oeste. Harman ocupó su asiento. Daeman recorrió de nuevo la negra plataforma, regresó al único sillón vacío.

—¿Qué pasa a continuación? —preguntó—. ¿Tenemos que esperar algo?

Miró la alta torre amarilla cercana, que se alzaba docenas de metros, el material energético reagrupándose como una nube amarilla rectangular.

—Siéntate y lo averiguarás —dijo Savi.

Daeman ocupó torpemente su asiento. El respaldo del sillón y los gruesos brazos estaban ricamente tallados. Había un círculo blanco en el brazo izquierdo del sillón y un círculo rojo en el brazo derecho. No tocó ninguno.

—Cuando yo cuente tres —dijo Savi—, pulsad el botón blanco. Es el que tienes a la izquierda si no distingues los colores, Daeman.

—Soy capaz de distinguir los colores, maldición.

—Muy bien —dijo la anciana—. Una, dos...

—¡Espera, espera! —dijo Daeman—. ¿Qué va a pasarme si pulso el círculo blanco?

—Absolutamente nada. Pero tenemos que pulsarlo al mismo tiempo. Lo descubrí cuando vine aquí sola. ¿Preparados? Uno, dos, tres.

Todos pulsaron sus círculos blancos.

Daeman saltó de su silla y corrió hasta el borde de la plataforma negra y luego hasta la plataforma roja situada treinta pasos más allá antes de volverse a mirar atrás. El estallido de energía había sido ensordecedor.

—¡Mierda! —gritó, pero los otros dos, todavía en sus sillones, no le oyeron.

Era como un rayo, pensó. Un caliente chorro de energía entrecortada, de un metro de diámetro, manaba del agujero negro en el centro del triángulo de sillones hacia el cielo oscuro. Se alzaba más, más... luego se curvaba hacia el oeste como un imposible hilo al rojo blanco, se arqueaba hasta que el extremo desaparecía de la vista en el cielo, pero la parte superior del arco era visible y se movía, como si el rayo estuviera conectado a...

Estaba
conectado. Lo estaba. Daeman tuvo un arrebato de miedo que casi le hizo vaciar las entrañas. Estaba conectado al anillo-e que se movía a miles de kilómetros por encima. Conectado a una de las estrellas, una de las luces móviles, que ahora pasaban de oeste a este en aquel anillo.

—¡Vuelve! —le gritaba Savi por encima del estrépito y el crepitar del hilo relámpago.

Daeman tardó varios minutos en volver, en caminar hasta aquel vacío sillón de madera, cubriéndose los ojos, su sombra y la sombra del sillón proyectados a quince metros sobre el techo rojo y negro por la luz cegadora y restallante. Nunca podría explicar más tarde, ni siquiera a sí mismo, cómo o por qué regresó a aquel sillón, ni por qué hizo lo que hizo a continuación.

—A la cuenta de tres, pulsad el círculo rojo —gritó Savi. El pelo gris de la anciana se agitaba alrededor de su cabeza como serpientes cortas. Tenía que gritar por encima del rugido energético para hacerse oír— Una, dos…

No puedo hacerlo
, se repetía Daeman.
No puedo hacerlo.

—¡Tres! —gritó Savi. Pulsó el círculo rojo. Harman pulsó su círculo rojo.

¡No!
, pensó Daeman. Pero pulsó con fuerza su círculo rojo.

Los tres sillones de madera salieron disparados hacia el cielo. Dando vueltas alrededor del chisporroteante y cambiante cordón de luz, fueron lanzados hacia arriba tan rápidamente que un estallido sónico sacudió el lecho marino y el reptador saltó sobre sus cojinetes. Un segundo más tarde, menos de un segundo más tarde, los tres sillones se perdieron de vista en las alturas mientras el hilo de pura energía blanca se retorcía y agitaba y arqueaba para seguir los veloces puntos de luz del anillo orbital ecuatorial.

39
Olimpo, Ilión y Olimpo

El pequeño robot me fascina y me siento tentado a quedarme en el Gran Salón de los Dioses y averiguar qué está pasando, pero tengo miedo de acercarme porque los dioses podrían oírme en este enorme y silencioso espacio. Ahora dialogan con el robot en griego antiguo (al menos los dioses, incluido Zeus, están hablando en el lenguaje común al que me he acostumbrado aquí), pero estoy tan lejos que sólo capto fragmentos.

—... pequeños autómatas... juguetes... del Gran Mar Interior... deberían ser destruidos...

En vez de intentar acercarme, recuerdo por qué estoy aquí (el cepillo de Afrodita) y la importancia de que regrese con las mujeres troyanas. El destino de cientos de miles de personas puede depender de lo que yo haga a continuación, así que me marcho de puntillas, dejando a los dioses y las extrañas máquinas, y encuentro el camino por el largo pasillo lateral hasta la pequeña suite de habitaciones donde me reuní por primera vez con la Diosa del Amor, hace sólo unos días. ¿Puede ser que haga sólo unos días? Han pasado muchas cosas desde entonces, por decir lo mínimo.

Hay voces (voces de dioses) que resuenan en otro lugar del Gran Salón, y me meto en el
pied-à-terre
de Afrodita con el pulso latiéndome en la garganta. El lugar es tal como recuerdo de hace unos cuantos días: sin ventanas, iluminado solamente por unos cuantos trípodes, amueblado con el diván y unos cuantos muebles más. Una pantalla azul brilla suavemente sobre la mesa de mármol. En su momento pensé que era como la pantalla de un ordenador, y ahora me acerco a mirar. Es cierto, el brillante rectángulo azul está separado de la mesa, flotando a unos cuatro centímetros sobre la superficie de mármol, y aunque no se ve en él ningún menú de Microsoft Windows, un círculo blanco flota en él como invitándome a tocarlo y activar la pantalla.

Lo dejo en paz.

Cerca del diván recuerdo que hay algunos artículos personales de Afrodita en una mesita redonda; espero que el cepillo esté allí. No está. Encuentro un broche de plata, unos cilindros plateados (¿barras de labios divinas? y un espejo de plata ricamente labrado, boca abajo, pero ningún cepillo.

Maldición.
No tengo ni idea de cuál de las mansiones repartidas por la amplia cima verde del Olimpo es el hogar de Afrodita, y desde luego no puedo pedirle la dirección a ningún dios. He apostado y perdido el desafío de Helena para que le llevara el cepillo. Pero lo importante es demostrarles que tengo la habilidad de viajar al Olimpo y volver, y la velocidad es esencial. No tengo ni idea de cuánto tiempo esperarán las mujeres troyanas.

Tomo el espejo sin mirarlo con atención, imagino la habitación del sótano en el templo de Atenea en Ilión y retuerzo el medallón TC.

Hay siete mujeres cuando cobro existencia allí, no las cinco que dejé hace unos minutos. Todas retroceden un paso cuando llego, pero una deja escapar un agudo chillido y se cubre la cara con las manos. Todavía tengo tiempo de ver su cara y la reconozco: es Casandra, la hija más hermosa del rey Príamo.

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