Historia de un Pepe (33 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Abrió la esquela con mano trémula y leyó lo siguiente: "Al señor Gabriel N. Muy señor mío:

Después de los extraños acontecimientos de estos días, suponemos debe ser desagradable para usted volver a ver a personas de nuestra condición. Mi esposa, mi hija y yo relevamos a usted de ese compromiso; y al participárselo, me suscribo su atento servidor.

Pedro Espinosa de los Monteros".

Gabriel dobló y guardó aquella carta, en que el orgullo casi no se tomaba el trabajo de revestir las formas de la cortesía, y dejando caer la cabeza sobre el pecho, dijo en voz imperceptible y con el acento de la más profunda conmoción:

—¡Oh, Rosalía, oh Hervias! ¡Cuan cara he venido a pagar mi deslealtad y mi traición!

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando levantando la cabeza, se encontró delante de una mujer que llevaba la cara cubierta con un velo negro y a quien no había visto entrar, tan absorto estaba en sus amargas reflexiones.

—Hijo mío, Gabriel, mi adorado Gabriel —exclamó la señora, estrechándolo entre sus brazos—. ¿Por qué te afliges? Es verdad que mucho has perdido; pero hoy recobras a tu madre, ¿y sabes tú lo que es una madre?

Había en aquellas sencillas palabras tal expresión de sublime ternura y de amor infinito, que el joven olvidó por un momento su dolorosa situación y entregándose sin reservas a las caricias de la pobre señora, exclamó:

—¡Oh sí, dice usted bien! ¿Qué importa lo que pierdo?. Ya tengo madre. Doña Catalina de Urdaneche y Gabriel permanecieron algunos minutos estrechamente abrazados y sin que la emoción les permitiera pronunciar una palabra. En seguida condujo el joven a su madre a un sofá y haciéndola sentarse, levantó el velo que le cubría el rostro. Aunque informado por la relación de Benito de la enfermedad que padecía doña Catalina, Gabriel no pudo menos que experimentar la más penosa sensación al ver los espantosos síntomas del lazarino.

La infeliz señora advirtió la impresión que causaba a su hijo y exclamó:

—¿No es verdad que soy muy desgraciada? Luego añadió, sonriendo:

—Pero, ¿qué importa? He recobrado a mi hijo, al hijo de quien he estado separada durante veinte años; lo he visto, he oído su voz, he gozado sus caricias.

Ahora puedo morir.

Doña Catalina refirió a Gabriel su historia, diciéndole de quien era hija, y cómo seducida por don Juan de Montejo (a quien inculpó lo menos que le fue posible), se decidió a exponer su hijo a las puertas de una casa desconocida, horrorizada al saber la clase de vida que llevaba don Juan. Al llegar al terrible episodio de la muerte del joven Bustamante, que había tenido lugar en la habitación misma en que se hallaban, omitió lo del robo de dinero y dijo únicamente que don Juan había sido arrastrado por unos celos infundados a cometer aquella grave falta. Dijo cuál había sido su vida después de aquel incidente, por espacio de doce años; doce años de sufrimiento y de soledad, hasta hacía pocos días que la providencia le había deparado un ángel que la consolara en su aflicción.

—Una joven —dijo doña Catalina—, llamada Rosalía, que vive pared de por medio con el patio interior de esta casa, donde yo he estado prisionera, vino a saber de mí por una casualidad, y como ha consagrado su vida a proporcionar algunos alivios a las víctimas del horrible mal que yo padezco, supo encontrar el modo de verme y hablarme y aun de penetrar en mi prisión y hacerme compañía durante algunos ratos.. Esa amable y bondadosa criatura estaba conmigo la noche en que don Juan y los suyos tuvieron que acogerse a la huerta, cuando esta casa había sido ocupada por la policía y por la tropa que tú mismo mandabas. Pudo haberse retirado cuando advertimos que ocurría algo de extraordinario y aun la insté a que lo hiciera; pero no quiso dejarme sola, y como sabes fue conducida conmigo a la prisión. Puestas en libertad por no habérsenos encontrado delito, Rosalía, me ña llevado a su casa, no queriendo consentir en que vuelva yo a ésta, donde he sufrido tanto.

Gabriel escuchó con el mayor interés la relación que le hizo doña Catalina, y cuando nombró a Rosalía y dijo lo que ésta había hecho por ella, bajó los ojos avergonzado y confuso. Comprendió que la joven, al tomar la heroica resolución de consagrarse a la asistencia y servicio de los lazarinos, buscaba un lenitivo, al dolor que debió despedazar su corazón al verse abandonada por él. La noche en que se verificó la terrible escena de la huerta, Gabriel vio que había allí otra mujer que acompañaba a la que dijo ser su madre; pero se cubrió cuidadosamente con un pañolón, y como la noche estaba muy oscura, no pudo conocerla. Preocupado con los graves incidentes que ocurrían, no dio importancia alguna a la presencia de aquella mujer y la hizo conducir a la casa de recogidas, sin averiguar quién fuese.

Rosalía, en sus conversaciones con doña Catalina, le había hecho la confidencia de sus sufrimientos, pero callando, por un sentimiento de delicadeza, el nombre del que se había conducido con tanta deslealtad. Así que la señora ignoraba que era su propio hijo quien se condujera" con tan indisculpable perfidia —con aquella bondadosa joven.

Ignorando esta circunstancia, doña Catalina dijo a Gabriel :

—Hijo mío, yo no deseo volver a esta odiosa casa que me traería continuamente a la memoria tan ingratos recuerdos. No puedo tampoco pensar en que vivamos separados. No dudo que la amable joven que es tan buena. conmigo, no tendrá inconveniente en recibirte en su casa como huésped. Su padre, a quien probablemente conoces, un capitán retirado que se llama don Feliciano de Matamoros, tiene, por desgracia, según he podido advertirlo, algunos descuidos; pero en el fondo me parece un buen sujeto y es incapaz de molestar a nadie, aun cuando no está en su entero juicio. Tú debes buscar una ocupación y yo misma haré lo que me sea posible para ayudarte. ¿No te parece que proponga yo a Rosalía que te reciba en su casa, pagándole una moderada pensión?

—Pienso —contestó Gabriel bastante turbado al oir aquella propuesta—, que eso no sería posible ni conveniente. Reflexione usted que no estaría bien que fuese yo a vivir en casa de una mujer joven, con quien no tengo parentesco alguno. Ella misma no lo consentiría.

—Rosalía —dijo doña Catalina—, es joven, pero juiciosa. Por otra parte, la pobre ama cada día más al ingrato que la abandonó, y no habría lugar en su corazón para otro afecto. Y en cuanto a lo que podría decir el público, ¿no estarías a mi lado? ¿Con quién ha de vivir un hijo sino con su madre?

—Repito que lo que usted propone es imposible —replicó Gabriel—Tomaremos una casa pequeña y usted podrá ir a ver a Rosalía siempre que le parezca.

—Tú olvidas —dijo ella—, que es mi consuelo, mi enfermera, y que yo no puedo atravesar las calles, sin que mi presencia llame la atención y sin exponerme tal vez a demostraciones desagradables.

—Es imposible, madre mía, imposible —exclamó Gabriel—. Mucho me duele tener que negarme a lo primero que usted me pide; privarla de la compañía de esa joven que le es de tanto consuelo; pero... lo repito, es imposible.

Doña Catalina no podía imaginar que la negativa de Gabriel encerraba un secreto, y se conformó, aunque con pena, con la voluntad de su hijo. Se resolvió, pues, que aquel mismo día se buscaría una casita, y que la señora se limitaría a visitar por las noches a su joven amiga.

Al caer la tarde, la casa estaba conseguida y la madre se instaló en ella con su hijo. Gabriel comenzó entonces a pensar en una cuestión grave. ¿En qué se ocuparía? ¿Cómo habría de ganar su vida y adquirir los recursos que necesitaba para mantener a su pobre madre? No habiendo hecho hasta entonces otra cosa que desempeñar sus obligaciones como oficial de infantería, se consideraba de una incapacidad poco menos que absoluta para dedicarse a cualquiera otra profesión; y aunque no contaba más que veinte años, imaginaba ser ya demasiado viejo para emprender un nuevo aprendizaje.— Sin embargo, como ha podido advertirse por su conducta en los últimos días, había mucho de enérgico y de varonil en el carácter del pepe; algo que había impreso hondamente en su alma el contacto íntimo, durante sus tiernos años, con el honrado y positivista vizcaíno, que fue su primer maestro y director en casa de Fernández. Arrojó, pues, de su espíritu aquellas malas inspiraciones del desaliento y pronto se sintió con fuerzas para dedicarse a cualquiera ocupación honrosa. .

Apenas había tomado esta resolución, oyó que llamaban a la puerta, y como no tenía sirviente alguno, fue él mismo a ver qui—én llamaba. Era un criado, vestido de luto riguroso, que le entregó una esquela sellada con lacre negro. Abrióla y leyó lo siguiente :

"A don Gabriel Bermúdez Muy señor mío:

Aunque sin tener el honor de ser conocido por usted, interesándome su situación, me tomo la libertad de proponerle un empleo en mi escritorio. Si está en disposición de ocuparse, sírvase venir a esta casa, donde dará más amplios informes su atento servidor QBSM. licenciado Jerónimo Rosales".

No era enteramente desconocido a Gabriel el nombre del que le dirigía aquella carta. Puso en tortura su memoria, y después de meditar un rato, exclamó:

—Sin duda; es el pasante de don Diego de Arochena. Seguramente ha recibido ya el título de licenciado. Si no estoy en un error, añadió Gabriel, ese hombre es sobrino nieto de don Andrés de Urdaneche. Creo haber oído hablar de ese parentesco; y siendo así, es también pariente mío, aunque él seguramente ignora esta circunstancia. Como todos, debe suponer a la hija de don Andrés, mi madre y tía suya, muerta hace mucho tiempo. Aunque sabrá quién era mi padre, y quizá también que mi madre apareció un momento después de haberse descubierto aquél, no puede saber más. ¿Qué será lo que ha movido a don, Jerónimo a proponerme una colocación en su escritorio? ¿De qué puedo yo servirle? Jamás he hecho estudio alguno que me ponga en aptitud de poder ser útil en el bufete de un abogado; y esto no lo ignora seguramente don Jerónimo. Sea de esto lo que fuere, concluyó Gabriel, debo ir a verlo, para que me diga el género de ocupación a que se propone dedicarme; y si me conviene, la aceptaré. No hay trabajo honroso que me parezca inadmisible, si es que puedo desempeñarlo.

Al siguiente día, muy temprano, pasó Gabriel a casa —de Rosales, a quien encontró en su gabinete de trabajo, que ya conocemos, vestido completamente de luto, por la muerte de Arochena, de quien había heredado el estudio, los clientes y el espíritu intrigante y audaz que había llevado a éste a encontrar un fin desastrado y prematuro.

Don Jerónimo representaba unos veintiséis años; era enjuto de carnes, de temperamento bilioso; su fisonomía, regularmente sin expresión, parecía animarse de vez en cuando y momentáneamente, reflejando algún pensamiento que cruzaba por su espíritu, como cruzan los relámpagos la enlutada atmósfera, para que parezcan después más densas las tinieblas.

—Me he tomado la libertad —dijo Rosales, después de un frío saludo por una y otra parte—, de llamar a usted, porque necesitando un joven honrado y de aptitud que me ayude como amanuense, he creído que pudiera tal vez convenir a usted esta colocación. Tendrá usted que asistir al escritorio desde las ocho hasta las doce de la mañana, y de las tres a las cinco de la tarde. Su ocupación será poner en limpio los escritos y algunos documentos, y si va tomando afición a la carrera y aprendiendo algo, podrá también ayudarme en los trabajos del bufete. El sueldo que puedo asignarle por ahora es de cuarenta pesos mensuales.

Un escribiente con sueldo de cuarenta pesos, era en aquel tiempo una cosa tan extraordinaria, que Gabriel creyó no haber oído bien la propuesta de Rosales.

—¿Cuarenta pesos al mes? —le dijo—; ¿es esto lo que usted me ofrece?

—Eso por ahora —replicó don Jerónimo—, sin perjuicio de aumentar el sueldo, si, como digo, usted se aficiona al bufete y puede ayudarme en algo.

—Acepto con gratitud la propuesta, señor don Jerónimo —dijo Gabriel—, y procuraré desempeñar mis obligaciones con exactitud.

—Yo sé —contestó Rosales—, que usted ha sido un oficial muy cumplido, y el que lo es en una posición, debe esperarse que lo sea en otra. Queda usted colocado desde hoy mismo.

—Pero usted no conoce siquiera mi forma de letra —dijo Gabriel.

—Debe ser muy semejante a la mía —observó Rosales—, pues estuvimos en la misma escuela. Usted ha olvidado esta circunstancia. ¿No recuerda usted, añadió riéndose con una risa que tenía algo de extraño, de un muchacho cinco o seis años mayor que usted, a quien echó al suelo y golpeó porque lo llamó pepe?

—¿Fue usted acaso? —dijo Gabriel, a quien subieron los colores a la cara, al recuerdo de aquella insultante calificación, cuya justicia había venido, por desgracia, a descubrir el tiempo.

—Yo mismo dijo don Jerónimo y si se lo recuerdo a usted, no es porque conserve el más pequeño rencor por lo que no fue sino una riña de muchachos. Es para que vea usted que lo conozco desde pequeñito y que debo interesarme por su suerte.

Mil gracias, señor don Jerónimo —dijo Gabriel—. La prueba que usted me da hoy, llamándome a desempeñar en su escritorio un empleo generosamente retribuido, es para mí, además de sus palabras, positiva garantía del bondadoso interés que sin duda le ha inspirado mi desgracia. Sírvase usted decirme en qué debo ocuparme.

Don Jerónimo se puso en pie y sacando de una alacena un enorme legajo, dijo a Gabriel:

—Aquí tiene usted el expediente del concurso de la casa de Agüero y Urdaneche, del cual he sido nombrado síndico. Sírvase usted copiar los documentos que encontrará marcados con los números 10, 11 12, 22, 23, 25 y 37. Después diré a usted en qué otra cosa debe ocuparse.

Asombrado Gabriel de que el expediente del concurso hubiese adquirido tales proporciones en tan poco tiempo, tomó recado de escribir y colocándose en una mesa que le indicó don Jerónimo habría de ser en la que trabajara todos los días, comenzó a copiar los documentos que éste le había señaJado. Rosales ocupó su puesto en otra mesa y se puso a escribir, como si no hubiese otra persona en el gabinete.

CAPÍTULO XXXI
Nuevas complicaciones.
La fiebre

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