Historia de la vida del Buscón (12 page)

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Authors: Francisco de Quevedo

Tags: #Clásico, picaresca, humor

BOOK: Historia de la vida del Buscón
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Vino Polanco haciendo gran ruido, y pidió su saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche de esta suerte, diciendo: «Acordaos de la muerte, y haced bien para las ánimas...», etc. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas: si no había testigos ni estorbo, robaba cuando había; si le topaban, tocaba la campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: «Acordaos, hermanos...», etcétera.

Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosario y conté el cuento. Celebraron mucho la traza y recibióle la vieja por su cuenta y razón para venderle. La cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía de él para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía encima de muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto, de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría.

Quiso, pues, el diablo, que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos, que yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trujo un alguacil y agarráronme la vieja, que se llamaba la madre Labruscas. Confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejóla el alguacil en la cárcel y vino a casa, y halló en ella a todos mis compañeros y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.

Capítulo IV

En que trata los sucesos de la cárcel, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y él en fiado

Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo, que me vi ir allá, aprovechéme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, díjele al carcelero:

—Señor, oígame V. Md. en secreto.

Y para que lo hiciese dile escudo como cara. En viéndolos, me apartó.

—Suplico a V. Md. —le dije— que se duela de un hombre de bien.

Busquéle las manos, y como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y seis, diciendo:

—Yo averiguaré la enfermedad y si no es urgente bajará al cepo.

Yo conocí la deshecha y respondíle humilde. Dejóme fuera y a los amigos descolgáronlos abajo.

Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros, porque como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. A cuál por asirle de alguna parte segura, por estar todo tan manido le agarraba el corchete de las puras carnes y aun no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y gregüescos; al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos.

Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver algunos dormir envainados, sin quitarse nada; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima como culebras; cuáles jugaban. Y, al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Era de ver a los que no tenían cama llegar y asir de los pies al acostado y sacarlo arrastrando en medio de la sala y encajarse en la cama, y aquél asir de otro para acomodarse.

Estaba el servicio a mi cabecera; vime forzado, a intercesión de mis narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado. Y sobre si le viene muy ancho o no (como si me hubieran tomado la medida con el bacín), tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor a veces serlo de un cachete que de un reino, y metíle a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse aprisa, derramóle, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a oscuras, y era tanto el mal olor que hubieron de levantarse todos. Alzóse el grito. El alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla; abrió la sala, entró luz y informóse del caso. Condenáronme todos; yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en lo hondo le daría otro doblón, asió del caso y mandóme bajar allá. Determinéme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que lo estaba. Fui llevado abajo; recibiéronme con arbórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado.

Amaneció el Señor y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche.

Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía más hierro que Vizcaya, dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba por cosas de aire, y así, sospechaba yo si era por algunos fuelles, chirimías o abanicos, y decíale si era por algo de esto. Respondía que no, que eran cosas de atrás. Yo pensé que pecados viejos quería decir, y averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura, le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas. Otras veces le amenazaba diciendo: —«¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino». Había confesado este, y era tan maldito que traíamos todos con carlancas, como mastines, las traseras, y no había quien se osase ventosear, de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas.

Este hacía amistad con otro que llamaban Robledo y por otro nombre el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades; y, entendido, eran de manos en pescar lo que topaba. Este había sido más azotado que postillón; no había verdugo que no hubiese probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas que a descubrirse puntos no se la ganara un flux. Tenía menos las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía.

A estos se llegaban otros cuatro hombres, rapantes como leones de armas, todos agrillados, gente de azotes y galeras, chilindrón legítimo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su Rey por mar y por tierra. No se podrá creer la notable alegría con que aguardaban su despacho.

Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos culebra de cáñamo, con una soga dedicada al efecto.

Vino la noche. Fuímonos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz; yo metíme luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos de ellos y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas (cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos), que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabellos o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los dichos. Los bellacos, que vieron que no se quejaban, dejaron el dar azotes y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascote que tenían recogido. Allí fue ella, que uno le halló el cogote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que le mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacían, les sonaban los huesos.

Acabaron su vida las ropillas; no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta, y no hallando remedio contra el granizo, viéndose sin santidad cerca de morir San Esteban, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo se levantó y pasó a mi lado.

Los otros, por presto que acordaron a hacer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron para pagar la patente sus vestidos haciendo cuenta que era mejor entrarse en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron, y a la mañana les pidieron que se desnudasen, y se halló que de todos sus vestidos juntos no se podía hacer una mecha a un candil.

Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina, y otro que en un brazo ayuno de ellos quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados de ellos; quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas.

Yo salíme del calabozo diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Torné a repasarle las manos al carcelero con tres de a ocho y sabiendo quién era el escribano de la causa enviéle a llamar con un picarillo. Vino, metíle en un aposento, y empecéle a decir (después de haber tratado de la causa) cómo yo tenía no sé que dinero; supliquéle que me lo guardase, y que en lo que hubiese lugar favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito.

—Crea V. Md. —dijo, después de haber pescado la mosca—, que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí y crea que le sacaré a paz y a salvo.

Fuese con esto y volvióse desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata y apuntóme no sé qué del relator, para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo:

—Un relator, señor, con arcar las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido, hacer una acción, destruye a un cristiano.

Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales, y en pago me dijo que enderezase el cuello de la capa, y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo, y últimamente me dijo, mirándome con grillos:

—Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que esta es gente que no hace virtud si no es por interés.

Cayóme en gracia la advertencia. Al fin, él se fue. Yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida, a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero (se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez) vino a comer, estando yo allí, muy enojado y bufando. No quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él, y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo:

—¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos nos sois limpia?

—¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? —dijo ella—; por el siglo de mi agüelo, que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien?

Y volviéndose a mí, dijo:

—Vale Dios que no me podrá decir que soy judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano y los otros ocho maravedís de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si yo lo oyera, que yo le acordara de que tiene las espaldas en el aspa de San Andrés.

Entonces, muy afligido el alcaide, respondió:

—¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en esa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no lo comer.

—Luego ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Esteban Rubio y Joan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo?

—¡Cómo! ¿Hija —dije yo— de Joan de Madrid?

—De Joan de Madrid, el de Auñón.

—Voto a Dios —dije yo— que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo.

Y volviéndome a ellas:

—Joan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel yo le haré desdecir cien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entrambos, con letras de oro.

Alegráronse con el nuevo pariente y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria. Y ni yo la tenía ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo. Yo, porque no me cogiese en mentira, hice que me salía de enojado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se tratase más de ello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido con decir:

—¡Joan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!

Otras veces decía:

—¡Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda.

Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa, y el escribano, solicitado de él y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien, que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón: «¡A esta mujer, por ladrona!» Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros, en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterráronlos por seis años. Yo salí en fiado, por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.

Capítulo V

De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella

Salí de la cárcel. Halléme solo y sin los amigos; aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir.

Determinéme de ir a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida; zaceaba un poco; tenía miedo a los ratones; preciábase de manos y por enseñarlas siempre despabilaba las velas, partía la comida en la mesa, en la iglesia siempre tenía puestas las manos, por las calles iba enseñando siempre cuál casa era de uno y cuál de otro, en el estrado, de contino tenía un alfiler que prender en el tocado, si se jugaba a algún juego era siempre el de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos. Hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres.

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