Read Historia de la vida del Buscón Online
Authors: Francisco de Quevedo
Tags: #Clásico, picaresca, humor
—Por vida de V. Md., que no diga nada de todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de destreza, y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento.
Yo le prometí de hacerlo, tornóse a partir de mí, y yo empecé a reírme del secreto tan gracioso.
Con esto caminé más de una legua que no topé persona. Iba yo entre mí pensando en las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres, y luego tener tanta que me desconociesen por ella. Y parecíanme a mí tan bien estos pensamientos honrados, que yo me los agradecía a mí mismo. Decía a solas: «Más se me ha de agradecer a mí, que no he tenido de quien aprender virtud ni a quien parecer en ella, que al que la hereda de sus abuelos».
En estas razones y discursos iba, cuando topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid. Trabamos plática y luego me preguntó que de dónde venía; yo le dije que de Alcalá.
—Maldiga Dios —dijo él— tan mala gente como hay en ese pueblo, pues falta entre todos un hombre de discurso.
Preguntéle que cómo o por qué se podía decir tal de lugar donde asistían tantos doctos varones. Y él, muy enojado dijo:
—¿Doctos? Yo le diré a V. Md. qué tan doctos, que habiendo más de catorce años que hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas al Corpus y al Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcicos, y porque vea V. Md. la sinrazón, se los he de leer, que yo sé que se holgará.
Y diciendo y haciendo, desenvainó una retahíla de copias pestilenciales, y por la primera, que era ésta, se conocerán las demás:
Pastores, ¿no es lindo chiste,
que es hoy el señor san Corpus Criste?
Hoy es el día de las danzas
en que el Cordero sin mancilla
tanto se humilla,
que visita nuestras panzas,
y entre estas bienaventuranzas
entra en el humano buche.
Suene el lindo sacabuche,
pues nuestro bien consiste.
Pastores, ¿no es lindo chiste?
—¿Qué pudiera decir más —me dijo— el mismo inventor de los chistes? Mire qué misterios encierra aquella palabra
pastores
: más me costó de un mes de estudio.
Yo no pude con esto tener la risa, que a borbollones se me salía por los ojos y narices, y dando una gran carcajada, dije:
—¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en que llama V. Md.
señor san Corpus Criste
, y Corpus Christi no es santo sino el día de la institución del Sacramento.
—¡Qué lindo es eso! —me respondió haciendo burla—; yo le daré en el calendario, y está canonizado y apostaré a ello la cabeza.
No pude porfiar, perdido de risa de ver la suma ignorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y que no había oído cosa tan graciosa en mi vida.
—¿No? —dijo al mismo punto—; pues oya V. Md. un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes adonde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica.
Yo, por excusarme de oír tanto millón de octavas, le supliqué que no me dijese cosa a lo divino. Y así, me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén. Decíame:
—Hícela en dos días, y este es el borrador.
Y sería hasta cinco manos de papel. El título era
El arca de Noé
. Hacíase toda entre gallos y ratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes, como fábulas de Isopo [Esopo]. Yo le alabé la traza y la invención, a lo cual me respondió:
—Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra tal en el mundo y la novedad es más que todo; y si yo salgo con hacerla representar, será cosa famosa.
—¿Cómo se podrá representar —le dije yo—, si han de entrar los mismos animales y ellos no hablan?
—Esa es la dificultad, que a no haber esa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado de hacerla toda de papagayos, tordos y picazas, que hablan, y meter para el entremés monas.
—Por cierto, alta cosa es esa.
—Otras más altas he hecho yo —dijo— por una mujer a quien amo. Y vea aquí novecientos y un sonetos y doce redondillas (que parecía que contaba escudos por maravedís) hechos a las piernas de mi dama.
Yo le dije que si se las había visto él, y díjome que no había hecho tal por las órdenes que tenía, pero que iban en profecía los conceptos. Yo confieso la verdad, que aunque me holgaba de oírle, tuve miedo a tantos versos malos, y así, comencé a echar la plática a otras cosas. Decíale que veía liebres, y él saltaba:
—Pues empezaré por uno donde la comparo a ese animal.
Y empezaba luego; y yo, por divertirle, decía:
—¿No ve V. Md. aquella estrella que se ve de día?
A lo cual, dijo:
—En acabando éste, le diré el soneto treinta, en que la llamo estrella, que no parece sino que sabe los intentos de ellos.
Afligíme tanto con ver que no podía nombrar cosa a que él no hubiese hecho algún disparate, que cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al revés, porque por mostrar lo que era, alzó la voz entrando por la calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que si los niños olían poeta no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática [pragmática] que había salido contra ellos, de uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidióme que se la leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la posada. Fuímonos a una, donde él se acostumbraba apear, y hallamos a la puerta más de doce ciegos. Unos le conocieron por el olor y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenido; abrazólos a todos, y luego empezaron unos a pedirle oración para el Justo Juez en verso grave y sonoro, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las ánimas; y por aquí discurrió, recibiendo ocho reales de señal de cada uno. Despidiólos, y díjome:
—Más me han de valer de trescientos reales los ciegos; y así, con licencia de V. Md., me recogeré agora un poco, para hacer algunas de ellas, y en acabando de comer oiremos la premática.
¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
De lo que hizo en Madrid, y lo que le sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió
Recogióse un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer; comimos, y luego pidióme que le leyese la premática. Yo, por no haber otra cosa que hacer, la saqué y se la leí. La cual pongo aquí, por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía en este tenor:
Premática del desengaño contra
los poetas güeros, chirles y hebenes
Diole al sacristán la mayor risa del mundo, y dijo:
—¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes:
Cayóme a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo que decía:
«Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos, y cristianos aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más enormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a malas mujeres, y que los prediquen sacando Cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos.
»Ítem, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas, a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la prisa que las dan.
»Ítem, habiendo considerado que esta secta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores del vocablo y volteadores de razones, han pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron en la manzana. Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco».
Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y levantándose en pie, dijo:
—¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase V. Md. adelante, que sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia.
En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se me hacía tarde, le dije:
—Señor, esta premática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad.
—¡Pecador de mí! —dijo muy alborotado—, avisara V. Md. y hubiérame ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe V. Md. lo que es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado y oír eso? Prosiga V. Md., y Dios le perdone el susto que me dio.
Proseguí diciendo:
»Ítem, advirtiendo que después que dejaron de ser moros (aunque todavía conservan algunas reliquias) se han metido a pastores, por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas, chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música que no pacen, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad. Y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden en mozos de mulas».
—¡Algún puto, cornudo, bujarrón y judío —dijo en altas voces— ordenó tal cosa! Y si supiera quién era yo le hiciera una sátira con tales coplas que le pesara a él y a todos cuantos las vieran de verlas. ¡Miren qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita! ¡O a un hombre vinajeroso y sacristando ser mozo de mulas! Ea, señor, que son grandes pesadumbres esas.
—Ya le he dicho a V. Md. —repliqué— que son burlas, y que las oiga como tales.
Proseguí diciendo: «Que por estorbar los grandes hurtos, mandábamos que no se pasasen coplas de Aragón a Castilla, ni de Italia a España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese, y, si reincidiese, de andar limpio un hora».
Esto le cayó muy en gracia, porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que para enterrarle no era menester más de estregársela encima. El manteo, se podían estercolar con él dos heredades.
Y así, medio riendo, le dije que mandaban también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan, y que como a tales no las enterrasen en sagrado a las mujeres que se enamoran de poeta a secas. Y que advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles, mandaban que los legajos que por sus deméritos escapaban de las especerías, fuesen a las necesarias sin apelación.
Y, por acabar, llegué al postrer capítulo, que decía así:
«Pero advirtiendo con ojos de piedad a que hay tres géneros de gentes en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos de esta arte, con tal que puedan tener carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas, y a los de ciegos, que no sucedan en Tetuán los casos, desterrándoles estos vocablos:
cristián, amada, humanal
y
pundonores
; y mandándoles que, para decir la
presente obra
, no digan
zozobra
, y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con
Gil
ni
Pascual
, que no jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta. Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los tendrán por abogados a la hora de su muerte».
A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezó a jurar por vida de las vísperas solemnes,
introibo
y
Chiries
, que era sátira contra él, por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que nadie. Y últimamente dijo:
—Hombre soy yo que he estado en un aposento con Liñán, y he comido más de dos veces con Espinel. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy día los traía, y malos. Enseñólos, y dioles esto a todos tanta risa, que no querían salir de la posada.
Al fin, ya eran las dos, y como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma, el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargatas, y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles. Luego trabamos plática; preguntóme si venía de la Corte; dije que de paso había estado en ella.
—No está para más —dijo luego— que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Y en llegando a ese lugarcito del diablo nos remiten a la sopa y al coche de los pobres en San Felipe donde cada día en corrillos se hace consejo de estado, y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por los cementerios, y si pedimos entretenimiento nos envían a la comedia, y si ventajas, a los jugadores. Y con esto, comidos de piojos y huéspedas, nos volvemos en este pelo a rogar a los moros y herejes con nuestros cuerpos.
A esto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte.