Hijos de un rey godo (68 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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En el valle no se han compadecido de la ceguera de Liuva. Allí, muchos le consideran un extranjero, un hombre marcado, nacido de una madre deshonrada, fuera de las costumbres de los cántabros. El mismo día de la desaparición de la copa, lo habrían ejecutado de no haber mediado Efrén, quien apeló al Senado de los pueblos cántabros. Lo condujeron hasta aquel lugar que él no conocía y allí espera su juicio desde hace varios meses.

En su ceguera, Liuva sólo adivina luces y sombras; en cambio, posee una percepción especial para la temperatura y la humedad, un discernimiento singular para los olores, que hace todo más doloroso. La humedad y el frío se le introducen hasta los huesos; el olor fétido a excrementos y podredumbre, lo marea. No puede imaginarse cuánto tiempo ha pasado desde que su hermano Swinthila lo encontró en la ermita, desde que éste le leyó la carta de su madre.

Ha contado las veces que se ha abierto la trampilla por donde le pasan la comida, veinte, treinta… quizá más, pero posiblemente no le dan de comer todos los días. El tiempo se le hace eterno allí, sin otra compañía que algún grito lejano y los pasos rápidos de las ratas. Una y otra vez piensa, de modo obsesivo, en la carta de su madre. Cuando escuchaba las palabras de la carta de la reina Baddo, a él le ha ocurrido —quizás a Swinthila también— que, de algún modo, el ayer parecía revivir. Todos aquellos años, que él siempre quiso olvidar, regresaron a su mente, las heridas antiguas se abrieron de nuevo; todavía le escuece lo ocurrido tanto tiempo atrás, requemándole las entrañas.

No guarda rencor a Swinthila. Ya no. De niño, de adolescente, se lo habría guardado, pero ahora no. Quizá su capacidad de sufrir se ha anestesiado con el propio sufrimiento. Como cuando a alguien se le golpea una y otra vez en una zona del cuerpo, hasta macerarla, y se pierde la capacidad de discriminar el estímulo, porque un dolor continuo lacera la sensibilidad, extinguiéndola. Liuva ya no es capaz de experimentar más amargura.

Swinthila busca lo que él un día encontró y no supo retener: el poder. De la carta de Baddo sólo le ha preocupado una cosa, la copa, la copa con la que podría alcanzar el trono. En cambio, Liuva ha desechado tiempo atrás la búsqueda del dominio sobre los otros, ha aceptado su propia vida limitada.

En aquellos días de soledad, ha tenido mucho tiempo para meditar la carta, las palabras de su madre. Ella, la reina Baddo, le advertía contra algo, contra el mal que se cebaría en su descendencia. Baddo intuía que Recaredo, su esposo, había sido víctima de una conjura, muy sutil y venenosa; una conjura que iba mucho más allá de Witerico; una conjura en la que estaban implicados nobles, clérigos y colaboradores del rey. Recaredo cayó preso en una tela de araña. La misma que después atrapó al propio Liuva.

Alguien ha movido los hilos de la trama y él, Liuva, desconoce quién es el causante de todo; quién ha hecho que su padre muriese, quién fue el causante de su desgracia.

A su memoria, en aquel largo período de encierro, retornan las escenas de la cámara donde su padre agonizaba. Tras los cortinajes se movía algo, o alguien; algo o alguien que Swinthila también percibió. De pronto, en su recuerdo, apareció, como en un fogonazo, la faz del judío que había atendido a su padre. Un rostro impasible ante el dolor que le rodeaba, unos ojos fríos que no sonreían. Después, otro fogonazo en su mente, veía cómo fuera de la alcoba de su padre, los nobles, los jerarcas de la Iglesia se reunían a conspirar en torno a alguien. Una muerte de un rey supondría la elección de otro. ¿Pero quién se beneficiaba de aquello? Witerico obviamente; pero ¿sólo él?

Liuva se mueve, desasosegado, por la celda. Algo se le escapa en la muerte de su padre. Intenta recabar más datos sobre aquel momento, el momento en el que Recaredo se muere; fuera se escuchan voces, alguien sonríe, un extranjero. Después, otra escena: él, Liuva, era ya rey; ese mismo extranjero le presenta sus credenciales. ¿Quién era? Entonces se hace una luz en su mente. Aquel hombre era un legado, un embajador de las Galias, del reino de Austrasia.

El gran Recaredo, según todos, había fallecido de una muerte natural, pero la carta de Baddo dejaba traslucir que alguien había facilitado la muerte de aquel a quien se consideraba el más grande de los reyes godos. Baddo sabía que una conjura se había cebado sobre su esposo, pero no era capaz de desvelar todos los nombres. Lo obvio era pensar que Witerico era el responsable; él había sido beneficiado con la muerte de Recaredo y aún más con la defenestración de Liuva. Sin embargo, la reina había acusado a todos y a alguien más, alguien más que había movido los hilos de la trama. ¿Quién era? Quizá los francos, proverbiales enemigos en el control del occidente de Europa.

Liuva se pregunta por qué se tortura con algo a lo que no puede dar solución. Posiblemente, le iban a condenar a muerte. No siente miedo. Quizás en la muerte encuentre su descanso. Ha sido monje durante los últimos años; pero, en su alma, sólo hay frialdad. Le había dicho a Swinthila que estaba en paz, pero no era así. Le duele, profundamente, todo lo ocurrido y, sobre todo, el hecho de haber sido privado de la luz, de los colores, de la naturaleza. Durante años ha vivido en un mundo gris. Supuestamente, tendría que haber encontrado en Dios su consuelo, pero no había ocurrido así. Con los monjes había recitado el padrenuestro, pero él siempre lo había hecho descuidadamente, porque si Dios era Padre, tenía que ser un padre como el suyo y Liuva nunca había podido amar a Recaredo; lo había temido, lo había admirado profundamente, pero nunca había sentido un afecto filial hacia él. Después de su muerte, Recaredo continuaba atormentando sus sueños y él, Liuva, se sentía de algún modo responsable de su fallecimiento. Sin embargo, más aún, se culpabiliza de la muerte de su madre, a la que siempre había adorado.

La carta de Baddo era una acusación y pedía una reparación del daño. Quizá por ello, Liuva había conducido a Swinthila hasta la copa, aun sabiendo que le podría traicionar, como así ocurrió. Liuva quería vengarse del que mató a su madre y conseguir justicia. Justicia, sí; pero ¿justicia contra quién? Witerico había muerto, había sido asesinado. Quizá Witerico había aprovechado la situación, pero había más culpables. Los había, sí, y él, Liuva, no puede hacer nada, ciego y encerrado en aquel remoto lugar de la Hispania; por lo que aquellos remordimientos y recuerdos sólo contribuyen a acrecentar más en él la desesperación.

El tiempo transcurre, sin dejar huella, en aquel lugar en el que todo es igual una hora tras otra, un segundo tras otro. Ponerse de pie, sentarse, intentar rezar algo, dormir, comer, sentir hambre, hacer sus necesidades, sentir frío o calor. Todo da igual.

Tras un tiempo, que se le antoja interminable, una mañana se abre la puerta para dejar pasar una claridad algo más intensa que inunda su retina, y Liuva, el rey destronado, se dispone a comparecer ante sus acusadores.

El hedor del calabozo queda atrás para dejar paso a un ambiente que le parece límpido en comparación con aquel sepulcro inmundo donde había sido encerrado. Lo empujan y él se cae en varias ocasiones, porque no sabe dónde está y no puede ver lo que le rodea.

Advierte, por el rumor que se alza cuando él accede al recinto, que ha llegado a una sala amplia donde una multitud está reunida. Le empujan atado, vacila inestable pero logra permanecer en pie.

—¿De qué se le acusa al reo…?

Liuva escucha en su brumosa oscuridad.

—De traición a la
gens
que lo vio nacer, de haber introducido en el valle de Ongar a un extranjero. De haber robado la copa de los pueblos cántabros.

—¿Quién avala esa acusación…?

El murmullo va subiendo de tono.

—Nosotros, los hombres de Ongar, los guardianes del cáliz sagrado. Lo encontramos huyendo el día que desapareció la copa, caído en un barranco. Había guiado hasta el santuario de Ongar a un extranjero, a un godo que se llevó la copa sagrada. El hijo de la deshonrada ha sido cómplice del robo.

—Si esto es así, ha violado una de las leyes más sagradas de nuestras tierras introduciendo a un extranjero en el santuario de Ongar —profiere uno de los ancianos—; este hombre debe morir.

Dirigiéndose a Liuva, pregunta:

—¿Tiene el preso algo que alegar?

El prisionero se tambalea, se encuentra débil por la falta de comida y el largo encierro. Al verlo tan desamparado, unos —los menos— sienten compasión por él, otros le desprecian y alguno se siente asqueado ante el hedor que desprenden sus ropas.

—Yo… —balbucea— he vivido entre vosotros de niño. Ahora no os recuerdo bien a todos, pero a muchos os traté en mi infancia. Después la desgracia se cebó en mí, no os veo y mi mano ya no está… ¡Nunca quise traicionaros…! Conduje al extranjero hasta la copa que mi padre había entregado a los monjes de Ongar, quería recuperar lo que había sido de mi familia para conseguir la venganza de los que habían matado a mi padre y ejecutado a mi madre…

La voz de Liuva se quiebra. Los acusadores lo atacan de nuevo.

—¿Reconoces que colaboraste con el extranjero…?

Liuva calla. Su silencio se interpreta como aquiescencia.

—¡Su castigo sea la muerte…! —se escucha la voz del más anciano.

—¡Muerte…! —corean todos.

Los acusadores lo rodean y lo empujan. Todo está ya perdido para Liuva.

Sin embargo, en aquel momento, en las salas de la fortaleza de las montañas, se escucha cómo se abren puertas y resuenan botas y espuelas contra el suelo de piedra, el ruido de muchos guerreros avanzando. Liuva piensa que vienen a prenderle para la ejecución, que su fin ha llegado.

Un grito hace retemblar los muros de la sala:

—¡Deteneos…! Escuchad la voz de Nícer, hijo de Aster, señor de Ongar, el duque Pedro de los pueblos cántabros.

En respuesta, una voz altiva se alza en la asamblea:

—¿Qué tienes que decirnos? ¡Amigo de los godos…! Muchos de nosotros no estamos de acuerdo con tu política de contubernio con el godo invasor.

Nícer, acostumbrado a sus adversarios, los nacionalistas cántabros que siempre se le oponen con parecidas acusaciones, hace caso omiso mientras recuerda a los presentes:

—Tiempo atrás, mi padre Aster hizo estas montañas inexpugnables. Gracias a su sistema de defensa nunca hemos sido vencidos. Yo soy el heredero de aquel al que los moradores de las montañas veneran. Cuando yo sucedí a mi padre, unos hombres, mis hermanos Hermenegildo y Recaredo, recuperaron la copa sagrada para los pueblos cántabros. Los luggones la robaron y masacraron a muchas de nuestras gentes. Mi hermano Hermenegildo nos salvó de su opresión y nos devolvió la copa. Muchos de los que estáis aquí presentes recordáis a Hermenegildo… muchos le guardáis reconocimiento. Después luchasteis con él en la guerra civil en el sur. El murió para permitir que escapásemos… Después de la guerra, Recaredo, su hermano, nos devolvió la copa. Desde entonces hemos estado en paz.

Ante las palabras de Nícer, aquel senado desunido se mantiene en silencio, se hallan congregados hombres que han luchado en el sur con Hermenegildo, hombres que han sufrido el acoso de los luggones, hombres de la costa y del interior, algunos cristianos, muchos todavía paganos que siguen ritos ancestrales.

Sólo comparten dos cosas: todos son hombres de las montañas de Vindión y todos consideran a Aster como un ser mítico al que temen, respetan y admiran. Nícer, sabedor de ello, intenta conducirlos hacia el respeto a la sangre de Aster.

—Nosotros, los hijos de Aster, el aquí presente, sobrino nuestro —continúa señalando a Liuva—, nunca hemos traicionado a los pueblos de las montañas. Vosotros, pueblos astures y cántabros, debéis un respeto a la progenie de mi padre y no podéis matar al hijo de quien devolvió la copa a Ongar…

Un hombre muy anciano de una antigua familia noble, con la cara enrojecida por la ira, exclama:

—Las palabras que pronuncias no son verdaderas. La copa de poder era muy hermosa, todos los ancianos la conocimos, su fondo estaba cubierto por una piedra preciosa de ónice. Ese hombre,

Recaredo, quien según tú nos la devolvió, no lo hizo por entero. Cuando la copa llegó a Ongar estaba incompleta, le faltaba su interior de ónice; la copa que se devolvió a Ongar no era así…

—En cualquier caso, Recaredo devolvió la copa dorada… —se defiende Nícer—. ¡No podéis matar a su hijo!

—¡Ha introducido a un extranjero!

—¿Qué vais a conseguir matando a este pobre ciego? ¿Recuperar la copa? ¿Conquistar la gloria? ¿Os llenaréis acaso de honor?

Todas las miradas se dirigen hacia la faz ciega de Liuva, que está temblando de frío y de dolor; otras se posan sobre el muñón, medio oculto entre los andrajos.

—¡Tened piedad…! Compadeceos del que nunca os dañó —prosigue Nícer—. ¡Castigadle, sí! Incluso a un castigo peor que la muerte, pero no le quitéis la vida.

—¿Qué propones?

—Expulsadle de estas tierras y que jure recuperar la copa de los albiones, la copa de Ongar, para lavar su honor y recuperar su fama…

—¡Está ciego…! ¿Cómo podrá recuperar la copa sagrada…?

—En ello estará el juicio de Dios; si lo consigue… regresará con honor. Si muere en el empeño, el mismo Dios todopoderoso castigará su culpa.

Las palabras de Nícer son fuertes y convincentes. Todavía se alza alguna voz pidiendo la muerte, pero los gritos se acallan cuando interviene uno de los ancianos, un hombre debilitado, casi una sombra, un hombre al que todos respetan.

—Soy Mehiar, asistí a la caída de Albión, la que está bajo las aguas, fui compañero de Aster. ¡No podemos matar a este hombre…! ¡Aster nunca lo hubiera consentido! Las palabras de Nícer son sabias. Dejémosle marchar y que él mismo labre su destino. Debe regresar con la copa completa, la de oro y la de ónice, para que por siempre reposen en Ongar.

La veneración que todos profesan a Mehiar hace que cambie el parecer de aquellas gentes. Las voces de los ancianos se inclinan hacia sustituir la muerte por la vida. Sin embargo, Liuva no siente alivio; en la muerte podría hallar su sosiego, está cansado de vivir.

Al fin el jefe de los ancianos toma la palabra:

—Sea así, que este hombre recupere la copa de Ongar o muera al conseguirlo.

Liuva escucha voces que celebran el acto de clemencia del senado. Alguien le suelta las manos y es empujado fuera del recinto, bajo la luz de un sol que quema su retina, sin dejarle distinguir nada más que bultos. Los hombres se retiran, dejándolo allí, caído en las escaleras de piedra que conducen al lugar donde ha estado preso. El aire fresco de la mañana le reanima. Entonces, sentado en aquel lugar, con la cabeza apoyada entre las piernas, descansa, sin fuerzas para iniciar la marcha.

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