Un sol deslumbrador quema la capital hispalense. Al llegar allí, a Swinthila le parecen lejanas las brumas del norte en aquella urbe esplendorosa. No se detiene mucho en la ciudad de los emperadores romanos; sólo lo suficiente para comprar un buen caballo y dormir una noche. Al día siguiente se levanta al alba, cruza las murallas nada más abrirse las puertas. Hacia el norte y hacia el este, atraviesa un valle de regadío de vegetación exuberante, sigue el curso del Betis y después asciende cerca del cauce del Sannil. Alcanza las tierras de Astigis a la caída de la noche, cruza el puente y atraviesa las puertas de la ciudad en el momento en que van a cerrarse. Tras algunas consultas a sus habitantes, se encamina hacia el lugar que le han indicado, el lugar donde Florentina es abadesa.
Golpea la puerta con energía.
Una hermana lega, toda asustada, abre suavemente la cancela permitiéndole entrar en el atrio del convento, donde hay un torno.
—¡Quiero ver a la abadesa!
—Se ha retirado ya.
—¡Es importante que la vea ahora…!
Detrás de la lega, se escucha la voz de la mujer a quien está buscando. Al fin, la divisa tras el torno, como una sombra de ropas oscuras.
—¡Ah..! —exclama la abadesa—, el hijo de Recaredo… ¿Qué os trae por aquí?
—Hace varios años… vos me curasteis. —Swinthila intenta ser cortés—. Os estoy agradecido por ello.
—Vuestro agradecimiento os lleva a irrumpir en la clausura a estas horas de la noche… —le responde ella con ironía.
—Os ruego que me disculpéis. Voy camino de Toledo y debo presentarme allí cuanto antes. Mis enemigos conjuran contra mis intereses en la corte, es imperioso que llegue allí lo antes posible, no sin haceros previamente unas preguntas. Necesito saber de un hombre. Un soldado bizantino del que una vez me hablasteis, un hombre que se parecía al hermano de mi padre, Hermenegildo.
Al oír aquel nombre, ella se ruboriza.
—Sólo sé lo que os dije. Era un hombre delgado con el pelo oscuro y los ojos claros, con las cejas juntas y la nariz recta. Se parecía a Hermenegildo.
—¿Tenía una cicatriz en el cuello?
—¿Cómo lo sabéis?
—Es decir…, ¡la tenía!
—Sí.
—¿Cuál era su nombre?
—Le llamaban Ardabasto.
—Un nombre griego.
—Sí. Él hablaba griego.
—¿No sabéis nada más?
Ella duda un momento antes de contestarle. Por fin, le dice:
—No. Yo, no.
Swinthila la observa con desconfianza.
—¿Hay alguien que sepa algo más de ese hombre?
De nuevo, Florentina calla unos instantes y, al fin, se explica:
—En los tiempos de la guerra civil entre Leovigildo y su hijo mayor, mi hermano Leandro fue enviado por Hermenegildo a Bizancio. Tardó varios años en volver. Allí, Leandro pudo enterarse del destino de la familia de Hermenegildo…
—¿Dónde está ahora vuestro hermano?
—Sabréis que Leandro murió hace unos diez años.
—Entonces la historia llega a su fin.
Ella niega con la cabeza y dice:
—Mi hermano Isidoro fue formado por Leandro y, tras su muerte, le sucedió en la sede de Hispalis. Deberíais hablar con él. Isidoro es sabio, os ayudará a perdonar.
Swinthila levanta los ojos con angustia.
—Sí. Tengo que resolver este enigma. El enigma del traidor que ha causado la pérdida de mi familia, la ruina de mi padre…
Ante estas palabras, ella se entristece.
—Nada que venga de Hermenegildo puede ser malo, nada hay traicionero o ruin en él…
Swinthila piensa que aquella mujer confía plenamente en alguien, recuerda además cómo años atrás le cuidó sin pedirle nada, como si él fuera su hijo. La observa de nuevo detenidamente, sin hablar. Al godo, herido por el pasado, le parece imposible fiarse de nadie. Él, Swinthila, sólo ha confiado en su padre, que murió por alguna sombría conjura, en la que posiblemente estuvo implicado aquel hombre, el del cuello marcado. No, él no puede creer ya a nadie.
Florentina levanta los ojos verdipardos en los que hay paz y, Swinthila, sin saber claramente el porqué, se siente avergonzado ante ella. Pensativo, se retira del cenobio, buscando una posada donde pasar la noche. Al alba, abandona la ciudad de Astigis.
Las palabras de Florentina le conducen hasta el centro de la villa hispalense, a la sede catedralicia. Atraviesa oscuras salas de piedra y patios luminosos, sombreados por cipreses y naranjos. Unos clérigos le informan de que puede encontrar al obispo Isidoro en el
scriptorium
consultando pergaminos y legajos. La puerta maciza, engastada en hierro, abierta de par en par, le permite ver a los copistas trabajando ordenadamente. La luz entra oblicua por los ventanales e ilumina las plumas de ave que se mueven a un ritmo acompasado y rápido. Intenta entrar allí pero, antes de poder hacerlo, un monje le detiene.
—¿Qué deseáis..?
—Ver al señor obispo.
—Está ocupado.
—No creo que lo esté para mí.
—¿Quién sois?
—Me llamo Swinthila, soy hijo del difunto rey Recaredo, a quien vuestro obispo tan fielmente sirvió.
El monje lo inspecciona con atención, de arriba abajo, y le advierte:
—En cualquier caso, seáis quien seáis, al noble obispo de Hispalis no le gusta que le interrumpan cuando está trabajando; tendréis que esperar aquí, el señor obispo está ocupado.
Cruza el pasillo entre los copistas y se dirige al fondo de la sala hacia un hombre que se inclina sobre un amanuense, es el obispo Isidoro. El obispo viste hábito de monje, es de mediana estatura, con calvicie incipiente y nariz recta, ojos castaños que escrutan con atención lo que escribe el copista, al tiempo que le dicta en voz baja algo que Swinthila no logra escuchar. El portero le toca en el hombro y el obispo levanta la cabeza de lo que está dictando. Sus ojos se dirigen al fondo de la sala, al lugar donde Swinthila le aguarda. Le indica al portero que haga pasar a Swinthila, a la vez que, sin perder tiempo, le pasa otro texto al amanuense.
Swinthila sigue al portero, hacia el lugar donde Isidoro está tan atareado. Al acercarse puede oír lo que le dice con la voz vibrante de un hombre nervudo. Es una carta:
… Obligas a la fe a los que debes atraer por la razón, muestras celo en ello pero no según sabiduría…
[24]
Al notar que el recién llegado está cerca, Isidoro levanta la cabeza y lo examina con una mirada de color avellana, entreverada en tonos verdes. Es la mirada de la tierra y del campo de olivos, la mirada de la firmeza, la seguridad y la decisión; lo analiza por entero y Swinthila por un momento se siente incómodo.
—¿Sois el noble Swinthila…?
—Sí.
—Hijo de un gran hombre —sonríe—, pero sois más apresurado que vuestro padre. Interrumpís mi trabajo.
—Lo lamento. Debo hablar con vos de algo de gran importancia para mí y para el reino.
Las plumas de algunos de los copistas cesan su vuelo sobre el papel, o lo aminoran. Isidoro percibe que la atención de muchos de ellos se halla fija en las palabras de Swinthila. Con gesto decidido, toma un capote cercano al banco donde escribe el copista, se lo echa sobre los hombros y, despidiéndose de su ayudante, con paso rápido se encamina fuera de la sala, indicándole a Swinthila que le siga.
Alcanzan un claustro, un lugar de tránsito por donde el godo ya ha pasado antes, un patio rodeado de soportales, con naranjos y limoneros que no están todavía en flor; en el centro un ciprés. El sol los ilumina con fuerza y una brisa suave les mece suavemente las ropas. Se dirigen hacia el centro del patio, donde hay un pozo y, junto a él, un banco de piedra, en el que toman asiento. A Isidoro le importan muchas cosas; hay en él una curiosidad innata, un afán de investigar y de conocer, una mente analítica que disfruta diseccionando los cuerpos animados e inanimados, los asuntos de un tiempo pasado o presente; pero, sobre todo, a las personas.
El obispo comienza, haciéndole un interrogatorio sobre su infancia y juventud; sabe escudriñar el alma humana sin parecer que lo está haciendo, es capaz de introducirse en el interior de sus interlocutores desvelando sus rincones más ocultos. Capta el odio de Swinthila por Sisebuto, el desprecio del godo por Sisenando y la casta nobiliaria, junto a la profunda soberbia de Swinthila, enraizada en los años de privaciones de su infancia y anclada en lo más íntimo de su ser. Isidoro lo escucha atentamente, interrumpiéndole sólo en alguna ocasión para llegar más allá en el relato, a la postre le advierte:
—¡Estáis lleno de odio…! Eso será siempre vuestra debilidad…
—O mi fuerza para mantenerme vivo… —le interrumpe el godo expresándose con voz fuerte.
Es en ese momento cuando Swinthila se percata de que quizás ha hablado de demasiadas cosas, que le ha confiado sentimientos e ideas que, hasta ese momento, ni a sí mismo se había atrevido a confesarse, pero también se da cuenta de que no está llegando al punto adonde quiere llegar.
—Vuestra hermana —Swinthila cambia de tema— me dijo que vos sabrías algo que quizá podría interesarme de Hermenegildo, el hermano de mi padre.
—Yo no lo traté mucho. De él sólo recuerdo que me salvó siendo niño y me curó. Mi hermana Florentina estuvo muy cerca de él en su juventud, sé que nunca ha podido olvidar al hermano de vuestro padre…
—Pude apreciarlo…
A Swinthila le había parecido que la voz y la expresión de Florentina era la de alguien que había amado y sin poder arrinconar enteramente ese recuerdo.
—Fue Leandro, mi hermano, quien realmente lo conoció a fondo. En la época de la rebelión frente a Leovigildo, él era el obispo de esta ciudad y fue su consejero. Sé que Leandro admiraba profundamente a Hermenegildo. Muchas veces me habló de él como de un hombre de vicia desgraciada, en la que el destino, o lo que nosotros, los hombres de fe, llamamos la Providencia, le condujo por un camino lleno de dificultades.
—Leandro le convirtió a la fe de los romanos.
Isidoro le interrumpe en tono un tanto duro y dogmático:
—No. No lo creo; a una decisión como ésa sólo se llega por una iluminación personal de Dios. Además, en la conversión de Hermenegildo y su posterior rebelión, no contó sólo el hecho religioso, hubo también motivos políticos y algo en torno al misterioso origen del propio Hermenegildo que no sé si conocéis.
Swinthila sabe ahora a lo que se refería el obispo, a la antigua historia de su abuela y un jefe cántabro.
—Lo conozco…
—Leandro lo acompañó y estuvo siempre cerca de Hermenegildo. Mi hermano era un buen consejero. El mejor que yo he conocido pero quizá se equivocó ayudándole en la rebelión. Lástima que mi hermano no pudiera estar con él al final de la guerra, quizá las cosas hubiesen discurrido de otro modo.
—¿Dónde estaba Leandro al final de la guerra?
—En Constantinopla. Al principio de la revuelta, Comenciolo, el
magister militum
de los romanos orientales, prometió apoyo a Hermenegildo, firmando un pacto de ayuda mutua; pero fue sobornado por Leovigildo. Cuando los suevos fueron derrotados por el rey Leovigildo y los francos demoraron su ayuda, Hermenegildo se quedó solo; entonces Hermenegildo envió a Leandro como legado a Constantinopla, para que el emperador obligase a Comenciolo a cumplir lo prometido y para reclamar más refuerzos imperiales. Mi hermano Leandro cruzó el Mediterráneo rumbo a Constantinopla. Él recordó siempre aquel viaje…
El obispo recuerda, entonces, la historia de Leandro; una historia que, seguramente, su hermano le habría relatado en infinidad de ocasiones:
«Cruzando los Dardanelos, y a través del mar de Mármara, divisaron el Bósforo. Al inclinarse sobre la borda de la nao que enfilaba el puerto, mi hermano contempló la luz de la tarde tiñendo de color rojizo las aguas del estrecho. La cúpula de Hagia Sophia y, más al frente, las torres del palacio del emperador y la muralla, se dibujaban en el cielo del crepúsculo. Leandro nunca olvidará la visión de la mole augusta de Santa Sofía. El esplendor de la cúpula, refulgente en oro, la mayor iglesia del mundo cristiano parecía iluminar la ciudad. El Bósforo, cruzado constantemente por barcos procedentes de los países eslavos o navíos griegos, un brazo de mar que no parece tener fin, une mundos míticos ya olvidados. El mar de Hero y Leandro, el camino hacia el antiguo Ponto Euxino de los griegos, hizo recordar a mi hermano leyendas de los tiempos paganos. La ciudad, nueva Roma, rodeada por las murallas de Constantino, era la admiración de Occidente. ¡Tantas veces, a su vuelta, mi hermano Leandro me habló de ella…!
«Desembarcó en el puerto Koontoskalion, atestado de barcos de todas las nacionalidades. Cargado con su pequeño equipaje, caminó por una amplia avenida, al fondo de la cual se divisaban el foro de Teodosio y el Capitolio. El primer deseo de Leandro era adorar a Dios en el templo dedicado a la Sabiduría Divina, Hagia Sophia. Preguntó a unos viandantes, que le indicaron una calle ancha con columnas, la Messe que, atravesando el foro de Constantino, le conduciría hasta la puerta principal. Paseando por la Messe, divisó al sur el hipódromo, al este, los restos de las antiguas termas de Zeuxipo. El esplendor de la ciudad le conmocionó, nunca había visto nada igual.
»En una explanada, frente al ágora con su columnata, se eleva aún la basílica de Hagia Sophia. Leandro atravesó la zona exterior del santuario, atestado de edificios de toda índole, y accedió al atrio, cercado por pórticos en los que alternaban rítmicamente dos columnas por cada pilar. Las grandes puertas romanas de bronce estaban abiertas y, a través de ellas, se desveló ante Leandro la nave cubierta con su enorme cúpula y las semicúpulas. Empezó, entonces, a admirar el dilatado espacio que conformaba el mayor templo de la cristiandad, el templo que superaba en magnificencia y belleza al del rey Salomón. Al entrar en él, las últimas luces del ocaso penetraban por las vidrieras iluminando alabastros, jaspes, pórfidos y serpentinas. Las ventanas dejaban pasar la luz del ocaso a través de grandes paneles de cristal: azul oscuro, rojizo, amarillo púrpura claro. El color inundó la retina de Leandro; el templo, cubierto por piedras semipreciosas y mosaicos centelleantes, semejaba una impresionante joya. La majestuosa cúpula simbolizaba el cielo. A través de la cúpula, la luz se distribuía de modo uniforme gracias a las cuarenta ventanas que la rodeaban. Leandro no sabía si se hallaba en el paraíso o en la tierra, pues jamás había contemplado nada igual. Había canceles de mármol con bajorrelieves de flores y pájaros, pámpanos y hojas de hiedra.