Fusco no obedecía a Nícer; tampoco le desafiaba abiertamente, pero cuestionaba continuamente muchas de sus órdenes. Sin querer, comparaba el genio militar de Aster con los talentos más modestos de su hijo. Él había idolatrado a Aster, por eso nunca nadie estaría a su altura. Fue por ello por lo que, contraviniendo las órdenes de Nícer, le gustaba entrenar a Baddo para ser una mujer guerrera y le hablaba de otra mujer, Boadicea, reina de una tribu de las islas, que luchaba como un hombre y que siglos atrás derrotó a los romanos. También le hablaba de Brígida, la abadesa, la mujer santa que gobernó a mujeres y hombres en la gran isla de Hibernia.
La senda que conducía a la casa de Fusco estaba rodeada de tejos y robles. En el tiempo en el que comienza esta historia, Baddo caminaba muy deprisa recogiéndose las faldas de lana para no tropezar con ellas, mirando a un lado y a otro por si alguien la seguía. Al llegar a la casa, Brígida estaba limpiando a uno de sus hijos pequeños. Cuando vio a Baddo, la saludó con aspavientos de alegría y después la abrazó, hundiéndola en aquel pecho voluminoso de campesina.
—¿Dónde están tus chicos? —dijo Baddo al fin, cuando se libró del estrujón.
—¿Dónde van a estar? —respondió—. En el prado del castaño matándose a golpes…
Baddo se despidió de ella agitando la mano, rodeó la casa y enfiló un sendero empinado, hacia el lugar donde sabía que iba a encontrar a los mayores con Fusco. Los hijos habían heredado del padre el pelo fosco y greñudo que caracterizaba a la familia; todos eran alegres y abiertos.
Desde el borde del camino, cruzó un prado tapizado por hierba en la que lucían, blancas, unas pequeñas margaritas de primavera. En el centro, aislado del resto del bosque, un gran castaño extendía sus ramas robustas; arriba relucían tiernas las primeras hojas de primavera. Fusco, a un lado del prado, les enseñaba a los niños el arte de la lucha. Estaban cortando unos palos largos, posiblemente ramas de roble, y cada uno construía una lanza a su medida, con la punta muy afilada. De la cintura de Fusco colgaba una vaina y en ella una espada de gran tamaño; esa espada le había sido regalada por el príncipe de Albión cuando conquistaron la ciudad que ahora yace bajo las aguas.
—¡Vamos, pequeños guerreros de Ongar, a matar al enemigo! ¿Quién será capaz de atravesar la rama del castaño?
—¿Cuál? —dijo uno de los niños, que no levantaría más de una cuarta del suelo.
—La de la copa, la situada a la derecha…
La rama parecía muy elevada y difícil de alcanzar. Los niños arrojaban los palitroques con forma de lanza de uno en uno; la mayoría de las veces no llegaban al blanco y entonces los palos caían al suelo. Fusco insultaba a sus hijos cuando erraban el tiro, o los ensalzaba y abrazaba cuando se acercaban al mismo; todos reían mucho.
Tras un rato en el que mantuvieron el juego, Fusco se percató de que Baddo estaba allí. Atravesó el prado mientras sus hijos seguían ejercitándose y se acercó a ella.
—¡Salud a la hija de Aster…!
—¿Cómo estás, Fusco?
—Ya ves, enseñando a estos hijos míos cómo se maneja una lanza. ¡Ven para aquí, niña!
La cara de Fusco era la de un niño grande, todavía pecoso y con hoyuelos en los carrillos, cubierta parcialmente por una barba poco espesa y mal cortada. Sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos, después desafió a sus hijos.
—¡Ya veréis cómo la hija de Aster es mejor que todos vosotros juntos!
Ella enrojeció.
—Toma, Baddo, esta lanza y alcanza el objetivo: la rama de la derecha del castaño.
—¿Cómo…?
Fusco se situó detrás de Baddo, le colocó correctamente los pies para que disparase bien, al tiempo que le ponía una lanza entre los brazos.
—Ves, debes hacerlo así, balanceando el cuerpo con los pies separados. Ahora tienes que coger impulso y correr, cuando tus ojos noten que el blanco está a la altura de la punta de la lanza, impúlsala hacia delante. Suéltala ni muy cerca ni muy lejos de aquella marca en el prado.
Baddo comenzó a correr, y sus cincos sentidos se dirigieron al castaño. De modo inusual en ellos, los hijos de Fusco se callaron. Cuando la chica comprobó que la punta de la lanza enfilaba el blanco, la impulsó con fuerza hacia delante. La lanza hizo una curva en el aire y golpeó la base de la rama de la copa del castaño, sin llegar a clavarse en ella; al fin cayó hacia el suelo rebotando.
Se oyeron gritos, entre otros los de Fusco.
—Lo has hecho muy bien, tu puntería es excelente, pero te falta la fuerza para atravesar la rama.
La cara de Fusco expresaba asombro, Baddo se puso muy contenta.
—Tu arma es el arco… —le dijo Fusco—, con un arco serías capaz de atravesar la rama.
Entonces se volvió a uno de sus hijos, un mozalbete dos o tres años mayor que Baddo.
—¡Efrén! Acércate al arcón de madera que hay junto al hogar… Trae el arco y las flechas que hay dentro.
El chico miró sonriente a Baddo, quería saber hasta dónde era capaz de llegar; se habían conocido desde niños y siempre habían sido amigos. Salió corriendo y desapareció al bajar la cuesta.
Mientras regresaba Efrén, Fusco no paró de hablar, estaba encantado con la habilidad de Baddo. Para hacer tiempo, se sentó en el suelo y el resto de sus hijos junto a él, siete chicos fuertes de todos los tamaños. Se subieron a las espaldas del padre, riendo, y él los levantó por encima de la cabeza para tumbarlos después en el suelo.
—Ya está bien, todos quietos… A ver, ahora que está Baddo aquí, le vamos a contar todo lo que sabéis.
Baddo le observó divertida, adivinando adonde se iba a dirigir su arenga.
—Decidme, niños, ¿quiénes fueron los príncipes de Albión?
A coro, los niños respondieron:
—Los príncipes de Albión, hasta su caída, fueron: Aster, que vino del norte, Verol, su hijo, Vecir, hijo de Verol, Nícer, hijo de Vecir, y Aster.
—¿De dónde vino el linaje de los príncipes de Albión?
Los niños callaron, pero uno de ellos, de unos ocho años de edad, con pecas en la cara y una sonrisa tímida, le dijo:
—Los príncipes de Albión vinieron de las islas del norte, de las tierras de los britos…
—¿Quién fue el más grande de los príncipes de los albiones?
Nadie respondió, aquella pregunta había sido hecha para ser respondida por el propio Fusco, entonces el antiguo guerrero se expresó de modo épico y grandilocuente:
—El más grande de los príncipes de los albiones fue Aster, que unió a los pueblos cántabros, astures y galaicos, que venció la batalla de Amaya, que fortificó las montañas y las hizo inexpugnables; en su reinado se perdió la ciudad de Albión.
Se detuvo unos instantes y, cambiando de tono, dijo:
—Ahora os toca a vosotros contestar. ¿Dónde está Albión?
Los niños siguieron callados. En voz baja y un tanto velada por la tristeza, Fusco dijo:
—Albión está al Occidente, bajo las aguas del mar y del río Eo…
Entonces Baddo preguntó algo que ya conocía:
—¿Por qué se hundió Albión?
—Por la perfidia de los nobles y por la traición de un hechicero llamado Enol o Alvio.
Fusco miró fijamente a Baddo por encima de las cabezas de todos sus hijos.
—Aquí en Ongar no hay nobles, en este valle todos somos hombres libres excepto algún siervo que hemos atrapado en la guerra… Nunca más consentiré que haya nobles que opriman a hombres libres, ¿lo entiendes, Baddo?
—Sí—dijo.
—Pues tu hermano Nícer no lo tiene tan claro y es ahora el príncipe de los albiones, de los hombres de Ongar, y de muchas tribus de las montañas que le rinden vasallaje. Está creando privilegios de unos sobre otros, por eso yo no estoy de acuerdo con él… Esto, por supuesto, no hace falta que se lo digas a tu hermano, quien, de cualquier modo, sabe cómo pienso.
Baddo conocía de sobra que Fusco se volvía melancólico cuando hablaba de aquellos temas, y últimamente descargaba su furia en Nícer. Los niños estaban serios, al ver que su padre se entristecía. Él quiso cambiar el cariz que iba tomando la conversación y gritó alto:
—¿Dónde andará Efrén…? ¿Habrá ido a fabricar el arco?
Al poco tiempo, el chico asomó por la cuesta, lo vieron llegar corriendo con algunas flechas y un viejo arco en la mano.
—Éste es el arco que yo utilicé para cazar el lobo cuya piel está en el suelo de la casa. Era un arma potente pero está ya muy viejo, necesita ser engrasado.
Los niños se abalanzaron a coger el arco.
—Yo quiero, yo quiero…
—No, es para que pruebe Baddo.
Fusco cogió el arco y, apoyando un extremo en el suelo, lo dobló; después, del interior de su ropa, extrajo una tripa de oveja curtida para este menester, formando una cuerda un tanto elástica. Ató la tripa a un extremo del arco y tiró con fuerza. La cuerda quedó tensa. Después, con los dos pulgares la hizo vibrar. Entonces le pidió a Efrén una flecha, la apoyó sobre el arco y con energía la disparó. La flecha atravesó la rama del castaño por su parte más fina.
—Ahora tú, Baddo —le dijo.
Cogió el arco y guiada por Fusco estiró la cuerda; entonces él la soltó para que lo hiciese ella sola. Él le indicó:
—Apunta al centro del tronco, es muy fácil, quiero ver si llegas hasta allí.
Dirigió el arco hacia donde se le sugería, la flecha se clavó cerca del centro.
—¡Hummm…! —dijo Fusco—. Debes practicar…
De sus ojos castaños y expresivos salía de nuevo la luz del recuerdo.
—Tu padre me regaló esta espada…
Fusco desenvainó el arma y la elevó con fuerza hacia el sol, la hoja refulgió a la luz de la tarde en el aire. Bajó la espada y Baddo la tocó suavemente; después ella levantó los ojos y su mirada se cruzó con la del antiguo servidor de su padre. En la expresión del buen hombre había algo especial:
—Tienes los mismos ojos que tu padre; me asusta tu forma de mirar. Esos ojos oscuros, con cejas arqueadas.
No quiso seguir hablando de Aster y continuó con otro tema.
—En cambio ese pelo castaño y rizado es el de Urna. ¿Cómo está tu madre?
—Ya sabes, vaga como un alma en pena; la mayoría de las veces no entiendo lo que me dice. Mira a Nícer con adoración pero a mí casi no me reconoce… Me confunde con alguna amiga de su infancia; me llama Lera o a veces Vereca…
Fusco meneó la cabeza, comprensivo, y dijo:
—Ten paciencia, alguna vez volverá a su ser. No has tenido suerte, tu padre desaparecido y tu madre que no está en sus cabales…
Baddo detestaba que la compadeciesen porque entonces se enternecía, y la ternura en aquella época le daba vergüenza.
—No te apenes por mí; tengo a Ulge, que me regaña constantemente pero que es buena, te tengo a ti, me cuida Mailoc; también la gente del valle se compadece de mí y a su modo me protege…
—¿Y Nícer?
—Ya sabes que no nos entendemos. Es un pesado, todo el día sermoneándome, que no haga, que no diga, que no me mueva…
Fusco rio de nuevo. Algunos de sus dientes se habían caído ya y su boca era oscura. El sol comenzaba a bajar en el horizonte. Todos se dirigieron hacia la casa de donde salía un olor a garbanzo cocido con alguna col.
Baddo se despidió besando a los pequeños; iba a emprender la bajada hacia la fortaleza, cuando Fusco la tomó del hombro y, de modo que nadie más lo oyera, le dijo:
—Este arco es viejo; pero, si lo engrasas y practicas con él, serás una buena tiradora.
Baddo ya se iba a negar a tomar el regalo, cuando él insistió:
—Le regalo un arma a la hija de quien me enseñó a mí a luchar y me regaló una espada.
Ella le dio las gracias, entendiendo lo que él quería decir. Se hacía tarde, por lo que bajó corriendo la cuesta; por el camino escondió el arco entre las ropas, bajo su capa.
Aquel verano, sola o con Fusco, Baddo comenzó a entrenarse en el manejo del arma. Con los hijos de Fusco aprendió la lucha cuerpo a cuerpo, impensable para una mujer de la aldea, a batirse con espadas de madera y a pelear según se lucha en las tierras del norte.
Al final de los meses cálidos, cuando los días comenzaban a acortarse, una mañana sonaron a rebato las tubas de los vigías de uno de los pasos en las montañas. Mucha gente salió al camino. Unos hombres traían un herido en parihuelas. Al llegar a la explanada frente al castro, los monjes del cenobio de Ongar bajaron a atenderle; poco pudieron hacer y el hombre falleció ante sus ojos.
Baddo se situó detrás del corro que rodeaba al muerto y tocó a uno de los del poblado por la espalda.
—¿Qué ha ocurrido?
—El oso de los montes de Ongar le atacó y ha muerto.
El hombre era un labriego con bastante familia. Los compañeros del difunto le condujeron hasta el cenobio y lo dejaron en el centro de la iglesia para que se hiciese un funeral por él.
En la explanada se reunieron los hombres, estaban furiosos. Se oyeron primero murmullos y después algunos gritos:
—El oso ya ha asesinado a varios hombres y ha matado a muchos animales. ¡Hay que acabar con él!
Nícer salió de la fortaleza y les dijo:
—¿Quién quiere perseguir al oso?
Muchas manos se elevaron.
—Está bien, tú, Fusco, tú, Mehiar, tú y tú.
Nícer escogió una partida de veinte hombres. Baddo les vio marchar armados con espadas, hachas y lanzas, entonaban un canto guerrero y estaban ufanos, mirando a las mujeres con un aire protector. Baddo sintió envidia al verlos salir tan alegres, en camaradería viril y fraterna. Se palmoteaban entre sí las espaldas mientras hablaban de cacerías anteriores. Entonces una idea indebida atravesó la mente de Baddo. Sin que Ulge la viese, Baddo se acercó al lugar donde había escondido el arco, lo friccionó con grasa de caballo y se colgó a la espalda algunas flechas. Se le ocurrió que si lograba matar al oso, quizá su hermano tomaría en serio sus afanes guerreros.
Los hombres habían avanzado mucho cuando Baddo los alcanzó en su marcha a través de los riscos. El día era cálido pero, a lo lejos, provenientes del Cantábrico, algunas nubes oscuras preludiaban la proximidad del mal tiempo. Baddo procuró no acercarse mucho a los hombres ni alejarse demasiado de ellos. Llevaban perros que olisqueaban el rastro del oso. A veces se sentía atemorizada pensando en la fiera, pero aún más pensando en ser descubierta por su hermano, que la castigaría. Para alejar el miedo, Baddo agitaba su pelo castaño al viento.
Nícer iba delante con la lanza en la mano y la espada al cinto. Los hombres lo seguían de cerca. Caminaban a pie porque aquellos peñascos no eran los adecuados para una cabalgadura.