»Hecho el silencio, salimos del refectorio en orden. Un criado nos dividió por grupos. Con alivio noté que me enviaban con el grupo de los pequeños hacia una gran aula al lado de la palestra. Nos sentamos en bancos corridos, los criados nos proporcionaron unas pizarras con un punzón. Busqué con la mirada a Sinticio, y procuré sentarme cerca de él. Eterio repetía unos versos en latín clásico y después hacía que alguno explicase con las palabras que usábamos habitualmente lo que querían decir los versos.
»Los chicos estaban distraídos, por los arcos de la clase penetraba la luz y el sol de Toledo se colaba por los ventanales. El olor a un verano tardío y el volar de un moscardón nos producía una cierta somnolencia, más acentuada en mí, que no había pegado ojo en toda la noche. Al fin, el sopor me rindió, entonces noté un golpe fuerte en el cogote, Eterio me hablaba.
»—¡A ver, dormilón! ¡Despierta!
»Abrí los ojos, asustado.
»—¿De qué estábamos hablando?
»Una voz suave me susurró por detrás.
»—No hace falta que nadie le sople, ya me doy cuenta de que no estás en estos muros. Levántate, muchacho, ahora a la esquina con los brazos en cruz.
»Ante la mirada seria de los demás, el maestro Eterio me situó en una esquina, me extendió los brazos y colocó en las palmas dos o tres pizarras. Pronto me comenzaron a doler los hombros, y bajaba de vez en cuando la posición, entonces Eterio me palmeaba. En la clase se logró el silencio; yo oía a mis compañeros leer a Virgilio en un latín muy diferente al que normalmente utilizábamos. Al fin terminó la lección. Me retiraron las pizarras y me dejaron ir.
»Todos los chicos salieron del aula excepto Sinticio, quien se quedó conmigo.
»—¿Cómo se te ocurre dormirte en clase del maestro Eterio? —me dijo Sinticio de modo displicente.
—No he dormido en toda la noche… a media noche salí a orinar. Te vi…
»Sinticio se quedó blanco.
»—¿Qué viste?
»—A ti… con… con… el capitán…
»—No digas nada… ¡Por los clavos de Cristo te lo pido…!
»—¿Lo hace con todos?
»—Abusa de los que no son nobles godos y de los pequeños… Es un castigo…
»—No se cómo lo aguantas…
»—Chindasvinto puede echarme de aquí con deshonor y mi padre se mataría si eso ocurriese. Algún día me vengaré.
»Salimos a la palestra, todavía no había llegado nuestro preceptor de lucha. Los otros chicos haraganeaban por el patio y comenzaron a jugar al burro. Unos apoyados en otros hicieron una larga fila con las cabezas metidas entre las piernas del anterior. Eran dos equipos, primero saltaba uno de los grupos tratando de llegar lo más lejos posible sobre la fila de muchachos agachados. Se trataba de ver quién tiraba a la fila de los oponentes. Varios de los medios saltaron con gran fuerza machacando las espaldas de los chicos que estaban debajo. Sinticio y yo, que habíamos subido más tarde, nos situamos al margen, pero pronto nos vimos envueltos por una marea de chicos que nos obligó a participar en el juego. Los de nuestro equipo eran medios en su mayoría, les tocaba ahora situarse debajo para que el otro equipo saltase sobre ellos. Oíamos las carreras y el impulso de los contrincantes, que después caían con fuerza sobre nosotros. Yo apoyaba la cabeza entre las piernas de Sinticio y me sujetaba a sus muslos. Un salto. El muchacho cayó sobre el chico que estaba más allá de Sinticio. Toda la fila se tambaleó. Después otro, debía de ser un muchacho grande que se precipitó sobre mi amigo, no teníamos fuerza para sostenernos, después saltó otro y otro más. Un joven grueso cayó sobre mí; el golpe fue descomunal, pensé que me había roto la espalda, caí a tierra y, conmigo, todos los demás.
»Los de nuestro equipo estaban furiosos.
»—Sois unos mierdas, no tenéis resistencia para nada, unos gallinas. No me extraña que andéis juntos…
Iban ya a pegarnos cuando apareció Chindasvinto. Se hizo silencio en la palestra. Nadie se atrevía a hablar.
»—¡A formar! —gritó.
»Todos los pequeños nos situamos en una fila alargada delante del pórtico; detrás de nosotros se dispusieron los medios. Chindasvinto recorrió el grupo de chicos que se situaba junto a él con la mirada, una mirada de hierro, escrutadora, que helaba la sangre y hacía detener la respiración.
»Se paseó entre las filas balanceándose sobre sus piernas de oso.
»—El valor, el valor del soldado es lo único importante… el valor y su resistencia al dolor en la batalla. Veo que habéis aguantado poco en ese juego de niños. ¿Dónde se ha roto la fila?
»Todos callaron.
»—Un paso atrás el que no haya caído —gritó.
»Todos dieron aquel paso atrás menos Sinticio y yo; que quedamos frente al capitán.
»—Bien, hoy no comeréis. El ayuno fortalece el espíritu y os hará espabilar. Ahora, a correr en torno al patio.
«Comenzamos a correr rápido. Con un látigo Chindasvinto golpeaba bajo nuestros pies para hacernos ir más deprisa. Una vez y otra y otra me sentí fatigado, pero no podía dejar de trotar. Al fin, la marcha se detuvo. Chindasvinto gritó:
»—¡Grupos de dos! Frente a frente, vence el primero que tire a su oponente a tierra.
«Quizá porque él buscó aquel lugar, quizá por casualidad, mi oponente resultó ser Sisenando. Con cara de alegría, deseando pagarme la humillación de la noche pasada, se lanzó contra mí y me hizo caer al suelo bruscamente; luego me abofeteó. Me sentí magullado y ridículo.
»—¡Tiro con jabalina! —gritó el capitán.
»Unos siervos situaron una piel enorme al otro lado de la palestra extendida entre dos palos clavados al suelo; en su centro había un blanco. Los criados acercaron lanzas y jabalinas a los jóvenes participantes en la lid. Aquello me gustaba más que los ejercicios anteriores. Procuré atinar en el objetivo, recordando los consejos que solía darme mi madre para el lanzamiento. Atravesé la piel extendida justo en el medio y a la primera intentona. Me llené de orgullo pensando que aquello se lo debía a mi madre. Chindasvinto no apreció mi acierto.
»Se oyó una campana, la hora de la comida. Los chicos salieron corriendo hacia el refectorio. Sinticio y yo nos alejamos de los demás evitando que nos mirasen.
»—¡Has dado en el centro! Tiras muy bien…
»—Lo aprendí… —entonces recordé que no debía mencionar a mi madre y concluí apresuradamente—… en el norte.
»—Vámonos de aquí, sé dónde puedo conseguir comida. A lo mejor salimos ganando…
»Le seguí, él se dirigió a las caballerizas; pasamos entre los cuartos traseros de los caballos; llegamos a la salida posterior, alcanzando un patio al que daban las cocinas y las dependencias de los espatarios del palacio, una especie de cantina donde almorzaban los oficiales. A través de una ventana Eterio, Ibbas y Chindasvinto comían con fruición regando las viandas de abundante vino. Los sirvientes trajinaban con bandejas.
»—Se van a dar cuenta de que estamos aquí —susurré.
»—No te preocupes, andan templados por el vino.
»Nos sentamos debajo de la ventana oyendo sus risotadas. Por la puerta de atrás, un sirviente tiró agua sucia a la calle. Después entró por una puerta lateral. Sinticio se agachó y se introdujo en el interior procurando no hacer ruido; contuve la respiración. Al cabo de muy poco tiempo salió con una hogaza de pan tierno y con un lomo de carne de cerdo curada. Le seguí entre los vericuetos del palacio real, a través de las callejuelas que formaban las distintas dependencias de la fortaleza. Por un portillo, salimos de la muralla y pegados a ella nos sentamos, casi colgados sobre el precipicio, divisando cómo más abajo discurrían las mansas aguas del Tajo. Sinticio sacó un cuchillo pequeño y ambos comenzamos a morder con hambre el pan y el lomo.
»—Esto está mejor que la bazofia que nos dan en el refectorio —dijo.
»Comimos hasta hartarnos. Después, él se desahogó:
»—¿Sabes? Los otros no me hablan. Saben lo que me hace el capitán y procuran evitarme. Tú también vas a tener problemas con él. A Chindasvinto no le gusta ocuparse del adiestramiento de los jóvenes. Es un buen guerrero y considera que instruir a los hijos de los nobles es algo inferior a su valer. Nos machaca siempre que puede. A mí porque no soy godo y contigo lo hará porque eres de una estirpe superior a la suya.
»—¿De dónde proviene?
»—Él es un noble cuya familia no tiene relación con la estirpe baltinga a la que desprecia, procede de uno de los linajes más antiguos y nobles del reino. Creo que se le relaciona con el rey Atanagildo. Está en contra de la monarquía hereditaria que ha iniciado tu abuelo Leovigildo y que continúa tu padre. Cree que es apestoso que alguien pueda reinar sin una competencia pública, sólo por el hecho de pertenecer a la familia real.
»—Debe de ser un tipo muy ambicioso… —dije.
»—¡No sabes bien cuánto! Se siente con dotes suficientes como para ser rey.
»Sinticio calló, pensando en el causante de su tortura.
»—Le detesto, no te imaginas cuánto, le aborrezco tanto que a veces sueño con matarlo…
»Le pasé un brazo por el hombro, él se turbó y me sonrió.
»Comenzamos a tirar piedras hacia el río, saltaban por la ladera antes de hundirse en el cauce. Alguna de ellas rebotó en el agua. Entonces los guardias de la muralla nos vieron y comenzaron a gritarnos. Rápidamente guardamos los restos de la comida entre las ropas y huimos de allí.
»Al llegar al patio de las escuelas, nadie percibió que entrábamos. Los medios y los infantes estaban sentados en torno al pórtico, mientras que los mayores peleaban en un combate con espadas. Sin embargo, lo que hacía que todo el mundo estuviese pendiente de la contienda era que Chindasvinto luchaba con ellos. Parecía una enorme fiera de fuerza descomunal. Había desarmado ya a dos contrincantes y ahora se enfrentaba a un tercero al que nuevamente dominó y tiró al suelo poniendo su pie sobre el pecho mientras reía. Tras este combate, Chindasvinto se dirigió hacia uno que nunca había sido vencido en las luchas con sus compañeros, Adalberto. Se situaron en el centro del campo, todos los demás dejaron de combatir y se hizo un silencio. Los dos adversarios, separados por unos pasos, comenzaron a girar midiendo las fuerzas y posibilidades del contrario. Adalberto sudaba, un tanto asustado pero firme. La mirada del capitán era cruel. Sinticio me susurró al oído.
»—Chindasvinto hace tiempo que va detrás de Adalberto, es el único que nunca le ha bailado el agua, y que nunca se ha dejado someter. Quiere saldar cuentas… con él.
»Al decirlo, noté un tinte de emoción en su voz; y vi cómo Sinticio enrojecía. Me giré para ver a mis compañeros; se notaba que había tensión entre ellos. Unos animaban al capitán, pero la mayoría, los más pequeños, los de menor linaje, los que habían sufrido abusos por parte del capitán, estaban a favor de Adalberto, aunque no lo demostraban. Intuimos que aquello no era un combate corriente, que habría sangre y algo más que un simple entrecruzarse de las espadas. Fue Chindasvinto, seguro de su poderío, el primero que se tiró a fondo contra Adalberto. Pero éste, dotado de una rara serenidad, sostuvo el envite, torciendo el cuerpo a un lado sin mover los pies del suelo, para después avanzar dando golpes de espada a diestro y siniestro con agilidad felina. Adalberto era menos corpulento, pero su ligereza contrarrestaba el impulso y la fortaleza del otro. Los que iban a favor de Chindasvinto comenzaron a animarle; nosotros, los que deseábamos con todas nuestras fuerzas que perdiese, no nos atrevíamos, por miedo, a animar a Adalberto, pero cruzábamos los dedos para desearle suerte. Uno de los golpes del joven primate rozó las vestiduras del capitán; la ira asomó a sus ojos. Entonces Chindasvinto se concentró especialmente y comenzó a dar mandobles hacia delante con una fuerza inusitada, gritando enardecido. Adalberto retrocedió, parando los golpes como pudo. Finalmente tropezó y cayó al suelo. Un grito de horror salió de todas las gargantas, vimos que Chindasvinto se disponía a atravesar a nuestro compañero. De entre el público salió Ibbas, el jefe de la escuela palatina, avisado por Búlgar, y detuvo el combate. Chindasvinto, como un gallo de pelea se giró a los que ocupábamos la palestra.
»—Le perdono, pero podía haberle matado… Nadie…, ¡lo escucháis bien!… Nadie se me va a oponer… A partir de ahora, en las escuelas palatinas, mando yo.
»Ibbas no dijo nada y nos miró a todos un tanto avergonzado.
»Por la noche todo eran discusiones por la pelea. Sisenando y Frogga alababan la forma de luchar de Chindasvinto. Yo pensaba que había sido el ataque de ira final lo que había conseguido su victoria; sin embargo, aquello no sería siempre adecuado para vencer en la batalla. La técnica de Adalberto era mejor, y podía haberle tumbado, pero yo no sabía muy bien por qué razón se había dejado ganar.
»A partir de la escapada a las murallas, Sinticio y yo nos hicimos inseparables, nos protegíamos mutuamente. Los mediocres, sobre todo Sisenando y Frogga, se burlaban de nosotros llamándonos “la parejita“. Nunca había tenido un amigo así, con el que pudiera compartir las pequeñas vicisitudes cotidianas, mis preocupaciones y esperanzas. Por las tardes, cuando no había clases ni entrenamientos, nos escapábamos a Toledo, vagabundeábamos por las callejas estrechas y umbrías de la ciudad. Nos gustaba acercarnos a los artesanos para ver su trabajo. Detrás de Santa María la Blanca, existía en aquella época una pequeña tienda de orfebres. Fabricaban en bronce y metales preciosos, fíbulas y hebillas de cinturones en los que incrustaban pasta vítrea. Cerca de la pequeña fragua, nos sentábamos, viendo cómo el metal se tornaba líquido. Los operarios nos dejaban permanecer allí, junto a ellos, sin meterse con nosotros. Sabían que procedíamos de las escuelas palatinas y nos respetaban.
»Recuerdo el aspecto brillante de la pasta de vidrio, cómo caía vertiéndose en los moldes, el ruido de los plateros golpeando el metal. Sinticio y yo disfrutábamos con el espectáculo. Y es que, tanto a él como a mí, nos gustaban los objetos hermosos.
»Había también cerca del palacio un lugar donde se copiaban códices para la biblioteca real y para su uso en la liturgia. Estaba regentado por monjes, algunos de ellos ancianos, de pelo encanecido y espaldas encorvadas sobre los tableros. Solían ser amables con nosotros. Sabían que éramos de noble condición, por ello quizá nos permitían leer alguno de aquellos maravillosos códices de piel fina de cabrito o cordero, que olían a ese aroma suave e intenso que emana de la piel recién curtida. Allí, y no con los palos de Eterio o con las persecuciones de mi preceptor de Recópolis, fue donde me aficioné a la lectura. Encontré un manuscrito de astrología. En las noches tórridas de verano, Sinticio y yo subíamos hasta lo más alto de la fortaleza, las hogueras y hachones iluminaban la ciudad; después, mirando hacia el cielo, descubríamos el curso de las estrellas que habíamos leído en aquel antiguo legajo.